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– ¿La abrimos, a ver qué hay dentro? -dijo Susana.

Tiré del asa de la maleta y Susana, arrodillada a mi lado, la abrió liberando un aroma festivo y silvestre, el olor inconfundible de las manos de Forcat. Dentro había una mezcla de recortes de diarios franceses, mapas y folletos de agencias de viajes, cancioneros de cinco céntimos, un manoseado libro sin cubiertas titulado La conquista del pan, fundas de discos extranjeros con canciones en inglés y francés y, en un rincón de la maleta, envuelto en un viejo jersey negro que a su vez envolvía una limpísima gamuza amarilla, apareció un revólver pequeño de cañón corto, sin brillo y tan nuevo que no parecía de verdad.

– Es de juguete -dijo Susana.

– Qué va -lo sopesé en mi mano-. ¿Estará cargado?

Susana me lo quitó, lo envolvió apresuradamente en la gamuza y en el jersey y lo depositó nuevamente en la maleta, pasando a examinar los recortes de periódicos. La mayoría eran noticias fechadas en París y en Shanghai, todas en francés, y había una foto de un ciclista narigudo, Fausto Coppi, coronando un puerto de montaña emborronado por la ventisca con dos tubolares cruzados sobre el pecho y la cara enfangada, como un fantasma en medio de la niebla. Debajo de una bufanda apolillada encontramos un pasaporte con la foto de Forcat, pero expedido a nombre de José Carbó Balaguer, y dentro del pasaporte, un papel doblado con una anotación del Kim y con su firma, y que decía: «Debo a mi amigo F. Forcat la asombrosa cantidad de ciento cincuenta francos (150 F), una copa de coñac y una patada en el culo por prestar dinero a un sinvergüenza como yo: Joaquim Franch. Toulouse, mayo 1941». Había también un viejo plumier manchado de tinta conteniendo algunas monedas extranjeras y un billete del Metro de París. Ninguna carta, ninguna foto, salvo la del esforzado ciclista… Nos quedamos decepcionados y algo confusos. ¿No había dicho Forcat que jamás empuñó un revólver? ¿Ése era el equipaje de un hombre que había viajado por medio mundo, un hombre culto y estudioso? ¡Forcat el aventurero transatlántico!, según lo calificó el capitán Blay. Pues sólo llevaba un libro y además parecía del año de la nana.

Lo que más nos llamó la atención fueron tres botellines de vermut arrinconados en la maleta, con tapones de corcho y llenos de un líquido turbio, ligeramente verdoso. Susana destapó un botellín y olimos su contenido juntando las mejillas, y entonces el cálido aroma de sus cabellos y su aliento febril se mezcló con el olor singular de las manos de Forcat.

– ¿Qué será eso? -dijo Susana con un mohín de repugnancia, y rápidamente volvió a tapar el botellín. Dejándome llevar por un repentino impulso, yo había rodeado su cintura con mi brazo, y cuando ella giró la cara para mirarme, reparó en algo detrás de mí que antes no había visto y le cambió la expresión: la puerta abierta del cuarto de baño dejaba ver, colgada en la pared, la bata malva con ribetes de marabú junto al quimono negro y el pijama de Forcat.

Permaneció unos segundos inmóvil mirando la bata de su madre.

– Deja eso y vámonos -le dije por los botellines, uno de los cuales seguía en su mano-. No tardarán en volver y nos van a pillar…

– Y qué -dijo-. Me da igual.

Entonces, cuando ya había reaccionado y removía el fondo de la maleta para dejar el botellín junto a los otros dos, lanzó un gemido y retiró bruscamente la mano como si se la hubiera picado un bicho escondido allí dentro. La sangre brotaba roja y espesa de la yema del dedo meñique.

– Chúpate la herida -le dije mientras examinaba el fondo de la maleta. Encontré una cuchilla de afeitar que se había salido de su funda-. Mira, ha sido eso. Te pondré alcohol.

– Para qué. Ojalá me muera desangrada de una vez -dijo Susana apretándose el dedo como si quisiera exprimirlo-. Ojalá.

– No digas eso. -Envolví el dedo provisionalmente con el borde de su camisón, seguíamos los dos arrodillados en el suelo junto a la cama y sus ojos buscaron de nuevo la bata malva de su madre en el cuarto de baño. La sangre traspasaba la tela del camisón y cogí su mano, destapé el dedo, lo llevé a mi boca sin darle tiempo a reaccionar y chupé. Fue sólo un momento: me miró sorprendida y, mientras yo chupaba, los otros cuatro dedos de su mano temblorosa y ardiente rozaban levemente mi mejilla de arriba abajo en un gesto que yo quise interpretar como una caricia. El miedo al contagio y la misma emoción me hizo cerrar los ojos, pero la sangre pegajosa empezó a apoderarse cálidamente de mi paladar y de mi cerebro: no me importaba morir tuberculoso mientras ella me mirara de aquel modo y sus dedos quemantes se deslizaran por mi piel. Pero enseguida apartó la mano y dijo:

– ¿Qué haces, niño? ¿Quieres contagiarte?

– No me importa.

– Embustero.

– Te lo juro.

– Pues a mí sí que me importa… -Se levantó y salió precipitadamente del dormitorio. Yo cerré la maleta, la empujé debajo de la cama y seguí a Susana escaleras abajo mientras sentía diluirse en mi boca su sangre caliente y dulce, la fiebre benigna del deseo, su necesidad de ternura y mis propios terrores y aprensiones.

2

Tumbada boca arriba en la cama, el brazo izquierdo doblado bajo la nuca, la cara muy pálida vuelta hacia mí y mirándome con indiferencia, ojerosa y distante, un clavel amarillo en el pelo y el gato negro de felpa sentado muy tieso y vigilante detrás de su cabeza, la colcha celeste colgando con una estudiada y romántica negligencia desde el borde de la cama hasta rozar los pies de la estufa de hierro que sostiene la olla con vapores de eucalipto, y detrás de todo eso la gran vidriera y más allá el sauce llorón del jardín, y aún más al fondo y arriba, dominando una escenografía atropellada y chata, la chimenea asesina vomitando su pestilencia negra y opresiva sobre la casa de cristal donde reposa la niña enferma…

Así de ingenuo y truculento era el dibujo que por fin terminé de colorear y que Forcat aprobó después de aconsejarme algunos retoques; el clavel pasó del amarillo al rojo, y la frente mortecina, las apagadas mejillas y los pies desnudos de Susana adquirieron un delicado fulgor marfileño. No había conseguido meter el pavor en aquellos bonitos ojos, a veces tan alegres, y me felicitaba por ello. Susana le dedicó apenas una desdeñosa mirada.

El capitán, en cambio, se mostró satisfecho y se apresuró a guardarlo en su carpeta junto con la carta de denuncia y las firmas. Catorce firmas era todo lo que habíamos conseguido hasta el momento, pero él confiaba en que el dibujo que representaba a la pobre tísica en su sufrimiento llegara al corazón de los ciudadanos apelando a su solidaridad.

Me puse a trabajar enseguida en el otro dibujo y pensaba hacerlo muy parecido al primero en todo salvo en la figura de Susana recostada en la cama; ella quería verse en actitud soñadora y vestida con el chipao verde muy ceñido. Pero ni la postura soñolienta ni el exótico atuendo terminaban de salirme bien; empezaba el dibujo y lo rompía una y otra vez, un día porque no le gustaba a ella y al otro porque no me gustaba a mí. Sin embargo, luciendo ese vestido de seda todavía mal esbozado y apenas coloreado, cerrado hasta el cuello y como desaliñado, como descosido y con cortes laterales en la falda, Susana empezaba a parecerse a una china de verdad y había en el dibujo algo indefinible que sí me complacía, y que por supuesto se debía más a una combinación casual de los colores que a mis dotes de observador y a la destreza de mi mano: ahora el tumulto baboso expandiéndose desde la boca de la chimenea, el humo verdinegro suspendido sobre la cabeza yacente de Susana parecía ciertamente amenazar los sueños de lejanías y de sedas orientales que sugerían la postura de la muchacha tísica y su vestido. Precisamente por aquellos días ella me dijo que Forcat sabía de un paquebote inglés, el Munchkin Star, que dos veces al año zarpaba de Liverpool rumbo a Shanghai con escalas en Barcelona en octubre y en abril.

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