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No sé si lo estoy contando bien. Éstos son los hechos y ésta la fatalidad que los animó, los sentimientos y la atmósfera que nutrieron la aventura, pero el punto de vista y los pormenores, quién sabe. Tenía Forcat el don de hacernos ver lo que contaba, pero su historia no iba destinada a la mente, sino al corazón. Desde el primordial y seguramente apresurado testimonio recogido por él de labios del propio Kim y luego recreado para sí mismo quién sabe la de veces, primero en su amargo y solitario confinamiento de Toulouse y después aquí, en su cuarto de invitado o tal vez en la misma cama de la señora Anita, seleccionando episodios y perfilando detalles cada noche para poder regalarle a Susana día tras día su melancólica versión con tanto rigor geográfico y amorosa precisión de nombres, ambientes y emociones, lo cierto es que la azarosa intriga que llevó al Kim desde su refugio en el sur de Francia a esta cálida alcoba de Shanghai enardecida por el opio y la traición había hecho un viaje tan largo, fraudulento y accidentado, que era imposible que la imaginación no hubiese contagiado la memoria, confundiendo la peripecia vivida y la soñada.
Por eso, hoy como ayer, la palabra la tiene Forcat.
3
Me habló de su cólera al verlos juntos y de su intención de acabar con los dos amantes allí mismo, pero yo sé muy bien que exageraba, que se dejó llevar por un impulso irreflexivo: el Kim no es un asesino. Se propone dejar bien claro el porqué de sus actos, a qué ha venido y en nombre de quién, en memoria de qué afanes casi enterrados, solidario con qué sombras y fantasmas, y después obrar en consecuencia. Pero además, el porte tranquilo y la mirada del alemán, altanera y a la vez resignada, como si ya supiera que él vendría esta noche y le hubiera estado esperando, le aconsejan ser algo más que precavido. Chen Jing está detrás de Omar, todavía incorporándose; se ciñe al cuerpo un quimono con flores de loto y su boca ahora pálida se abre como una herida en la sombra, como si volviera a surgir de las páginas del libro.
– Muy bien -dice Omar con serena amargura-. Ahora ya puede usted informar a Lévy.
– Todavía no, Kruger. Antes…
– Yo no me llamo Kruger.
– Antes debo terminar un trabajo que empecé en la Francia ocupada en abril del cuarenta y tres. En Lyon concretamente.
Se desabrocha la americana y, con un gesto que no es más que el reflejo de otro, lleva su mano hasta el sobaco, pero no para empuñar la pistola. De todos modos, Omar cree entender:
– Un trabajo que consiste en matar.
– No hemos tenido otro en los últimos diez años -dice el Kim-. Como usted, coronel.
– ¿De qué coronel habla…? ¿A qué viene llamarme así? Chen Jing se interpone repentinamente entre los dos, arrimada a Omar y como queriendo protegerle con su cuerpo. Mira al Kim con ojos espantados y dice:
– ¿Qué se propone usted? ¿Quién es Kruger?
– Que se lo diga él -responde el Kim-. Vamos, coronel. Atrévase.
– No sé de qué me habla -dice Omar.
El Kim no aparta la mirada de Chen Jing:
– Pregúntele quién es, madame.
La joven china mira a Omar y vuelve a mirar al Kim:
– Se lo pregunto a usted, monsieur Franch. ¿Quién es Kruger?
El Kim intuye que algo no encaja; que tal vez es la hora de la traición, pero ¿de quién? Responde con voz monótona, sin la menor afectación:
– Es el hombre que torturó a su marido. Helmut Kruger, coronel de la Gestapo. Cometió atrocidades en un sótano de la Place Bellecour, en Lyon, donde tenía su cuartel general. Allí no pudo acabar con Michel y al parecer se ha propuesto hacerlo ahora…
– Está usted loco -corta Omar-. ¿De dónde ha sacado semejante patraña?
Pero el Kim no le mira a él, sino a Chen Jing: aguarda su desmentido o su insulto, mientras su boca se pliega en un gesto reflexivo. Está tenso, pero quiere mantener la cabeza fría. Omar advierte esa precaria combinación de firmeza y recelo en la actitud del Kim, y escruta sus ojos antes de hablarle en su español con suave acento argentino:
– No tengo un pasado muy limpio, señor, si es eso lo que quiere saber; muy pocos lo tienen saliendo de una guerra. Pero le aseguro que no soy ese hombre que dice. Mi nombre es Hans Meiningen, nunca lo oculté y así consta en mi pasaporte argentino. Pero en Shanghai se me conoce por Omar. En el año cuarenta y tres yo era un soldado de la Wehrmacht y estaba en Varsovia, y no quiero contarle lo que el mando alemán nos obligaba a hacer allí… Fui trasladado a Casablanca con la escolta personal de un coronel, pero ya había visto lo suficiente y deserté. Soy un desertor, amigo, y nunca estuve en Francia. Viví dos años en Buenos Aires y después en Chile, antes de venir aquí. No soy el hombre que busca. Me confunde usted con otro, comete un grave error…
– Ningún error, amor mío -dice Chen Jing, y se aprieta contra él. Luego sus ojos implorantes buscan los del Kim-. Ya suponíamos que mi marido le envió a usted para vigilar mis pasos, pero no le di importancia… Ahora comprendo que su intención no era sólo ésa, que lo dominaba algo más que un ataque de celos, algo mucho más horrible… Michel le dijo a usted que Omar es aquel torturador odiado, y así justificaba su muerte. Pero Omar no es el coronel Kruger, monsieur, sólo es mi amante, y mi marido lo sabía muy bien cuando le pidió a usted que lo matara, diciéndole que era una amenaza para mí… Matar a Omar, no a Kruger, eso quería, a esa monstruosidad lo han llevado los celos. ¿Comprende ahora?
Llega desde abajo el eco apagado de la orquesta y la voz delgada y gangosa de la vocalista china. El Kim fija la sombría mirada en Chen Jing, sin un parpadeo, sin mover un músculo de la cara.
– Repita eso -dice-. Quiero oírlo otra vez, madame.
– Está bien claro -responde ella-. Omar es el objetivo, el que debe morir. Aquí no hay ningún coronel Kruger.
Sin poder apartar todavía los ojos del rostro demudado de Chen Jing, reconociendo en la serena firmeza de su voz el cariño y la entrega hacia el hombre que tiene a su lado y al que se arrima deseando protegerle, el Kim guarda silencio un rato y luego se gira despacio, parece buscar algo con los ojos, tal vez un cenicero, porque ha sacado la pitillera y enciende un cigarrillo. Su actitud es equívoca porque se muestra frío y parsimonioso, como si nada de lo que le han dicho tuviera que ver con él, cuando en realidad está secretamente animado por la violencia. Prueba a convocar de nuevo en su fuero interno el brillo de la desesperación en la mirada huidiza de Lévy durante su entrevista en aquella blanca e inmaculada habitación de la clínica Vautrin, intenta ponerle al camarada el antifaz de la traición, pero no ve más que a un inválido en una silla de ruedas atenazado por el dolor y el odio, acosado por la soledad y el miedo a morir.
– Y por la misma razón -prosigue Chen Jing-le pidió a usted que se apoderara discretamente de un libro que yo regalé al capitán Su Tzu al término de mis relaciones con él, antes de casarme… Sé que se hizo usted con el libro porque el capitán me lo ha contado. Hay en ese libro una muy especial dedicatoria a Su Tzu, y es más que amorosa, monsieur, es apasionada y muy atrevida -confiesa con cierta arrogancia la joven china-. Mi marido siempre quiso poseer el libro, era una idea que le torturaba… Todo esto es bastante triste y un poco ridículo, pero es así. Michel no sólo está enfermo del cuerpo, también lo está del espíritu. Yo sé que fue un patriota valeroso y un idealista, un hombre de honor en su país, y ha sido para mí, al principio de nuestro matrimonio, un marido atento y generoso, pero su quebranto físico, la postración y los celos, y sobre todo el recuerdo obsesivo para él de cierta infamia que sufrí en mi adolescencia, fueron envenenando su cerebro poco a poco… ¿Entiende, monsieur?
Omar la toma suavemente por los hombros y la obliga a sentarse y a que se calme. Luego el alemán se vuelve hacia el Kim y dice: