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– Pero tú -añade el sabadellense interrumpiendo las reflexiones del Kim-no tienes nada que temer ni que perder.

– ¿Ah no? ¿Por qué?

– Porque la mujer de Lévy está emparentada con el general rojo Chen Yi, y cuando éste se apodere de Shanghai, lo más seguro es que tu amigo haga valer su influencia para obtener ciertos privilegios. Franch, juraría que tienes el jornal asegurado, por lo menos durante algunos años.

El Kim bebe un sorbo de whisky y reflexiona. Luego dice:

– ¿Conoces a Omar Meiningen, el dueño del Yellow Sky?

– No mucho.

– ¿Qué sabes de él?

– Es un hombre de reputación dudosa. Pero eso en Shanghai no significa nada. Alguien me aseguró que fue un brillante oficial de la Wehrmacht que supo retirarse a tiempo.

El Kim le pregunta si cree que Michel Lévy trafica con armas al servicio de los comunistas. Climent admite la posibilidad:

– Ya te he hablado de su relación con el general Chen Yi.

– ¿Y qué me dices de ese fantoche al que llaman Du Grandes-Oreilles?

– Cuidado con ese fantoche. Es uno de los cabecillas de las Tríadas. ¿Sabes qué es eso?

– Me lo imagino. Una especie de mafia.

– Es el jefe de la Quing Bang, una de las sociedades secretas más poderosas e influyentes. Aunque supongo que también a él se le está acabando el momio… Los comunistas barrerán toda esa mierda, espero.

– ¿Crees que trabaja para Omar?

– No lo creo. Du Yuesheng ha manejado su secta al servicio de industriales y financieros bien conocidos, la crema de las concesiones extranjeras, a cambio de cierta tolerancia. Controla el tráfico de drogas con el beneplácito de la policía y seguramente con los dólares de tu amigo Lévy… Mira, no te metas en este berenjenal, es un consejo que te doy. En cuanto a Omar Meiningen, es un francotirador, un outsider que va a lo suyo. He oído que piensa liquidar sus negocios aquí y trasladarse a Malasia para traficar con el caucho.

Climent bebe sus martinis uno tras otro con una calculada premura, obedeciendo a un reflejo nervioso que a ratos le hace consultar su reloj. A las dos y media, de forma inesperada y después de ofrecerse al Kim para todo lo que necesite, se despide efusivamente deseándole suerte.

El Kim apura su whisky tranquilamente y poco después camina solo por Peking Road y luego por Kokien Road. La conversación con Esteban Climent lo ha deprimido; siente a su alrededor la incógnita de la ciudad y del mañana, pero esta noche, cuando menos, sabe adonde va y lo que le espera. Camina deprisa y al poco rato recobra la confianza en sí mismo, no porque haya bebido un poco más de la cuenta ni porque haya decidido pasar a la acción, sino por un deseo íntimo de sobreponerse al desencanto expresado por Climent: no podía, no quería creer en sus funestas predicciones. Aquellos sueños hundiéndose no le arrastrarían a él en su caída.

En Cantón Road, a la luz de un farol, comprueba el cargador de la Browning -nota la culata más fría de lo habitual-y enciende un cigarrillo. Tuerce en Shantung Road. Los anuncios de neón se alzan fantasmales en medio de la noche. El Kim entra en el Yellow Sky Club.

4

Solamente en una ocasión pude traspasar la engañifa del negro armario ropero y llegar al escondrijo donde a ratos, ya muy de vez en cuando, se recluía el capitán, juraría que más para librarse de su mujer que para alimentar sus propios demonios. Era un cuchitril que había sido cuarto de baño y ahora estaba atiborrado de macetas y cajones de madera con geranios y claveles, había un catre, una silla, una mesilla de noche y encima un artefacto de madera con cables y filamentos y pilas oxidadas, parecía una alimaña peligrosa, pero no eran más que los muy torturados restos de una radio de galena. En el retrete y en el bidet, inutilizados ambos, cegados con tierra, crecían frondosas enredaderas de un verde esplendoroso, y del lavabo resquebrajado colgaban hasta el suelo brocados de madreselva en flor. Se adivinaba en todo ese furtivo ornamento floral la mano gorda y delicada de la Betibú. Un sol rabioso pero intermitente, cuando las nubes le dejaban paso, entraba por un ventanuco que daba sobre los descampados de la calle Cerdeña, y desde él podían verse las azoteas del barrio, las torres de la Sagrada Familia a lo lejos y, más lejos aún, el mar.

Me colé ese día en el reducto del capitán porque su mujer me lo pidió, para que ayudara al viejo a sacar el catre ya en desuso con sus tablas plagadas de chinches, que había que desinfectar. Encontré al capitán sentado en la silla y hablándole a un viejo micrófono grande como una palangana que sostenía en su mano y conectado a nada, sin cable. No se sorprendió al verme, pero se calló y guardó aquella reliquia en la mesilla. Siguiendo las instrucciones que doña Conxa nos daba desde el comedor, al otro lado del armario que ella ya había vaciado de ropa, el capitán y yo sacamos el catre y luego en la terraza sacudimos las tablas hasta hacer saltar todas las chinches, que la Betibú quemó cuidadosamente con papeles de diario. El esfuerzo dejó agotado al capitán y yo tenía la esperanza de que esta mañana renunciara a sus correrías en pos de firmas, pero no.

Cuando salimos a la calle, más tarde que otros días, el cielo se había encapotado y lloviznaba en medio de un calor bochornoso. No pude convencer al viejo de volver a casa. Después de un par de intentos fallidos solicitando firmas entre el vecindario de la calle Congost, el capitán se apiadó de mí y me invitó a una gaseosa en una taberna que tenía la radio encendida sobre el mostrador.

– Buenos días, señores -dijo al entrar-. ¿Han escuchado ustedes por casualidad el interesante, oportuno y bien documentado comentario político que se acaba de emitir en EAJ 15 Radio La Salud Independiente?

Había cuatro parroquianos, tres en el mostrador y uno sentado junto a las barricas de vino, y respondieron a los buenos días, pero no a la pregunta. El capitán repitió la pregunta, elogiando al comentarista radiofónico.

– Que sí, hombre, Blay -dijo uno de los parroquianos-. Todos lo hemos escuchado.

– ¿Y qué opinan, señores? Magistral oratoria, según mi leal saber.

– Un coñazo.

– Oye, tú, pues a mí me ha gustado -dijo un chistoso-. Tiene labia el tío.

– No le deis cuerda, va -aconsejó el tabernero bajando la voz.

– Menudo rojazo ese locutor, capitán, pero qué bien habla.

– Celebro que les gustara -dijo el capitán.

– Lo dicho, Blay, un coñazo de no te menees -insistió el primero.

– Le sugiero a usted que reconsidere su opinión -entonó el capitán-, porque se trata de un lúcido y valiente análisis de la situación nacional e internacional. En ninguna, otra emisora, y mucho menos en ningún órgano de nuestra prensa amordazada, encontrará usted un comentario más cabal, exacto y atrevido sobre la actual situación política y militar de la Europa en ruinas…

– Di que sí, Blay -atizaba el pitorreo con aire aburrido el otro

contertulio-. Qué saben ésos.

El tabernero sugirió cambiar de tema, la manía radiofónica del capitán le ponía nervioso. Yo seguía bebiendo mi gaseosa. La taberna era un nido de sombras y, cerca de los toneles, olía suavemente a azufre. Un hombrecillo que se mantenía precariamente erguido frente a su vaso de tinto, mirándolo fijamente, se agarró al borde del mostrador con sus manitas de nudillos enrojecidos y dijo:

– A mí lo que me gusta es el programa de Taxi Key.

– Yo es que no sé de qué coño se queja, Blay -intervino con su aire cachazudo el que estaba sentado, guiñándole el ojo al tabernero-. La verdad es que nunca hubo tanta paz y tanta prosperidad en este país.

El hombrecillo cabeceó pensativo y murmuró:

– Prosperidad. Ah, sí, prosperidad. -Lo decía como si se tratara de un vino añejo muy apreciado, cuyo sabor y aroma acabara de recordar con los ojos cerrados-. Vaya que sí. Aquí este señor, el de la cabeza vendada, tiene razón.

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