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Chen Jing Fang, la esposa de Michel Lévy, le recibe en la terraza-jardín de su lujoso apartamento, uno de los pisos altos de un rascacielos del Bund próximo a Nanking Road. Su acogida es cortés, pero reticente; acata las instrucciones de su marido, dará hospitalidad al Kim y dejará que la custodie día y noche, pero no comparte su preocupación ni ve la necesidad de ser protegida.

– No me siento amenazada por nadie ni por nada… ¿Me escucha, monsieur? -añade Chen Jing viéndole absorto.

El Kim parece volver en sí, sin dejar de mirarla.

– Disculpe -dice-. Haré todo lo posible para no causarle molestias en mi trabajo, pero su marido tiene razones para hacer lo que hace. El peligro es real, madame, y todas las precauciones serán pocas.

La mujer de Lévy es una china de veinticuatro años y singular belleza, un poco hierática y altiva. Viste un elegante chipao de seda celeste y cuello alto, sin mangas y abierto en los costados, y lleva el pelo negrísimo recogido en un moño traspasado por agujas de jade. Al igual que le había pasado ante la primera visión de la ciudad de Shanghai desde la cubierta del Nantucket, el Kim siente ahora repentinamente la necesidad de rearmar su precario concepto del destino que lo ha traído hasta aquí, frente a esta hermosa china. Detenidamente, como si estuviera reconociendo una por una las facciones de alguien que cree haber visto hace muchos años o acaso haber soñado, el Kim admira la hermosa frente nacarada, las cejas finas y altas, los ojos de miel, la barbilla suavemente replegada y, sobre todo, la boca con su rojo destello de carmín: nada más verla, sabe que esa boca de labios llenos es la misma boca espectral y misteriosa que arde amorosamente entre las páginas del libro robado en el Nantucket. ¿Por qué estaba el calco de esa boca secuestrado en la cabina remota de un sucio carguero, navegando incesantemente de un mar a otro como si alguien intentara así preservar su antiguo fuego…?

Ante las precauciones que aconseja tomar el Kim respecto a su seguridad personal, Chen Jing sonríe discretamente, tal vez convencida, pero es una sonrisa fría y enigmática. Luego le anuncia que su habitación de huéspedes está dispuesta y llama a un viejo sirviente chino que responde al nombre de Deng. En la casa hay también una doncella siamesa, un cocinero y la Ayi , una especie de chacha de confianza al servicio particular de la señora, según el Kim no tardará en saber. Chen Jing habla un francés sosegado y nada gutural, con una cadencia suave y una voz espigada y luminosa. Se educó en el lycée français de Shanghai y procede de una familia de ricos comerciantes de Tianjin que en los años veinte prosperó rápidamente al instalarse en pleno corazón de la concesión francesa, en la rue du Consulat, traficando con opio.

Antes de retirarse, Chen Jing advierte al Kim que sus muchos compromisos sociales la obligan a salir casi todas las noches. Hoy mismo tiene que asistir a un cóctel en el Cathay Hotel.

– Supongo que querrá usted acompañarme -añade dirigiendo su parsimoniosa mirada al traje bastante arrugado de su huésped-. Pero sin duda lo que ahora desea es disfrutar de un buen baño y descansar un rato. Deng le atenderá en todo lo que necesite… Le doy la bienvenida y espero que se encuentre a gusto en mi casa, monsieur Franch.

– Y yo espero no causarle demasiadas molestias, madame.

En su habitación, mientras Deng le prepara el baño, el Kim vacía la maleta y discretamente pone a recaudo el libro de Lévy sustraído. Repite el nombre mentalmente: Chen Jing Fang, y se dice qué bien suena, una suave caricia en los oídos y en la sombría memoria de lo que le trae aquí, preservarla de cualquier peligro, Jing la quietud, y Fang la fragancia. La habitación es amplia y luminosa y flota en ella un aroma dulce y amansado de muebles y objetos laqueados. La gran puerta corredera de cristal abierta a la terraza deja penetrar también la delicada fragancia de las flores, y el Kim sale a contemplar el río que se retuerce como una serpiente hacia el este de la ciudad bajo una neblina azulosa.

5

Conforme avanzaba en el dibujo de Susana sentía crecer en mi interior una sensación de dependencia y cada día me veía más prisionero de un decorado venal y falso, una escenografía artificiosa que de ningún modo hacía justicia a las delirantes expectativas del capitán Blay ni a las apasionantes historias que nos contaba Forcat al atardecer: mi Susana en colores nunca sería el pálido espectro de la muerte que quería el capitán ni la delicada muñeca de porcelana y de seda que la propia Susana quería enviar a su padre. Yo no era capaz de reflejar siquiera el entorno; había diseñado la galería como si fuera un invernadero, tal como la veía, pero en ese invernadero nada podía florecer; había intentado reproducir en el papel la frente tersa de Susana y también la rosa aterciopelada y cada día más encendida de sus mejillas, y sólo conseguí el pálido remedo de una pepona sin vida. Lo había comentado con los Chacón: día tras día, la enfermedad la hacía más hermosa y más amiga, más nuestra, más a la medida de nuestras calenturas; transpiraba una sensualidad contagiosa, húmeda y cálida, que de algún modo yo me propuse apresar con el lápiz y que naturalmente no conseguí.

Éste era el dibujo para el capitán Blay y que Susana llamaba burlonamente «el dibujo de la pobre tísica birriosa y la babosa chimenea». El otro, destinado a su padre, apenas lo tenía esbozado y se me antojaba mucho más difícil. Una noche soñé que rompía ese dibujo en mil pedazos y que empezaba a trazar en tinta china la desgarbada silueta del Nantucket navegando hacia Extremo Oriente llevándonos a Susana y a mí de polizones, acurrucados en un rincón de la bodega.

6

– ¿Quieres oír los ruiditos que hace mi pulmón enfermo? -dijo Susana.

– ¿Se pueden oír…?

– Pues claro, borrico. Ven, acércate. Siéntate aquí, a mi lado. No tengas miedo, hombre, que no te infectaré con mis microbios…

Echó la cabeza atrás y me ordenó pegar la oreja a la altura de su esternón. Lo que hice con toda clase de prevenciones. Contuve la respiración. Entonces ella cogió mi cabeza con ambas manos, la bajó un poco y, moviéndola suavemente en sentido rotativo, con una parsimonia no exenta de energía, la restregó sobre su pecho izquierdo.

– ¿Lo oyes? -me preguntó, y yo no pude evitar un resoplido-. ¿Qué te pasa, atontado, vas a estornudar…?

– Pues no sé, me parece oír algo ahí dentro, pero no sé…

– ¿Sí o no? Pon la cabeza bien, así… Dicen que es como un zumbido en una caverna. ¿Lo oyes…?

– ¿Como un zumbido?

Ahora podía oír su corazón. Y el mío. Insistí:

– ¿Has dicho como un zumbido…?

– Sí, eso he dicho, ¿estás sordo, niño?

– Bueno, pues lo que oigo ahora… no es como un zumbido. A ver, espera un momento…

– Pues yo te digo que es como un zumbido. Para bien la oreja, bobo. ¿Lo tienes o no? -Movió suavemente mi atolondrada cabeza con sus manos, centrando la mejilla sobre el pecho que ardía como el hielo-. ¿Qué te pasa, tienes tapones en los oídos o estás como una tapia?

Una oleada de calor me subió a la cara y un desasosiego creciente se apoderó de mí, como si a través del pecho erguido de Susana el carcomido pulmón me transmitiera su fiebre maligna y su encono. Sentí en la mejilla la suave firmeza del pecho y el rebrinco del pezón, y cerré los ojos; pero ella no parecía estar en eso, no esquivó el contacto ni apartó mi cabeza, y su voz era fría y desdeñosa:

– ¿Oyes algo o no, niño? Venga, espabila. ¿Y por aquí…? -Sus manos volvieron a desplazar mi cabeza, y el pezón cada vez más duro y firme seguía rebrincando bajo la fina tela del camisón-. ¿Lo oyes ahora? ¿Y aquí…?

– Algo, pero… con claridad, no. Todavía no. Solté otro resoplido y ella dijo:

– ¿Qué haces, te estás durmiendo o qué? -Cogió mi mano y la llevó a su frente-. ¿Notas la fiebre? Siempre esta mierda de decimitas… Bueno, qué, ¿no oyes nada?

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