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En realidad, yo retrasaba el dibujo queriendo. Bien o mal, podía tenerlo listo en un par de semanas, tirando largo, pero me gustaba estar con Susana cuanto más tiempo mejor, y por eso rompía mucho papel y repetía una y otra vez casi todo, la cama, las vidrieras, el gato de felpa, el humo negro y sobre todo ella, la pobre tísica respirando con dificultad en su lecho del dolor, según la quería ver el capitán. Tenía ciertamente dificultades al perfilar los detalles y establecer relaciones entre las partes -la desfallecida cabeza de la enferma sobre la almohada y la amenaza de la chimenea al fondo, como si fuera a caérsele encima, la simetría de las vidrieras y el garabato negro de la estufa-, pero si hubiese querido, lo habría terminado mucho antes.

4

El capitán Blay alcanzó el lado soleado de la calle, tanteó con su zapatilla harapienta el bordillo de la acera y se volvió a mirarme con los brazos en jarras, sin tambalearse. En algunas tabernas le fiaban y había días que se agarraba su buena castaña y se le trababa la lengua, pero nunca le vi tambalearse.

– Acércate y huele -dijo señalando la cloaca-. La gente no quiere saber nada y pasa de largo, pero ahí dentro habrá por lo menos cien mil millones de ratas muertas y una buena docena de cadáveres del servicio de mantenimiento de cloacas…

Me informó detalladamente acerca del tenebroso subsuelo de Barcelona y afirmó que toda la red de alcantarillado y galerías subterráneas contenía ya tanto gas acumulado, procedente todo él del escape de la plaza Rovira, que una pequeña chispa saltando de la rueda de un tranvía al interior de una cloaca podía hacer volar por los aires la ciudad entera con su puerto y su rompeolas, su montaña de Montjuïc y sus Ramblas siempre tan alegres y tan nuestras.

– Es una provocación clarísima -dijo sin quitar los ojos de la cloaca-. Y de nada sirve no querer enterarse o hacerse adhesivo.

Por cambiar de tema tan recurrente y obsesivo, le pregunté al capitán cuántos años tenía y dijo que el doble que Franco y la madre que lo parió, o sea unos doscientos setenta y uno, según sus cálculos.

– Toma, coge esto. -Me dio la carpeta con las firmas, se desabrochó la bragueta y se puso a orinar tranquilamente dentro de la cloaca-. Tampoco hay que compadecerse tanto de los muertos, pues ellos no saben que están muertos.

– Otra vez no, por favor -supliqué-. No me haga esto en la calle, capitán.

– Y además hay que suponer -prosiguió sin hacerme el menor caso-que no se debe estar tan mal en el otro mundo, digo yo, porque volver por aquí, lo que se dice volver con todas las de la ley, volver para seguir tragando farinetas y mierda junto a la misma mujer y bajo la misma bandera, nadie ha vuelto que yo sepa. Nadie. -Sacudió la minga oscura como un higo y la devolvió a la bragueta-. Siempre que me la guardo después de orinar, pienso en aquello que dijo aquel general al envainar la espada, pero nunca me acuerdo qué puñeta dijo exactamente…

Yo estaba furioso porque esta tarde no había podido entrar en la torre; cuando llegué vi las persianas de la galería echadas y Forcat me dijo en la puerta que Susana tenía bastante fiebre y dormía, y que sería mejor no molestarla, que volviera mañana. Sostenía una taza de achicoria con una mano y en la otra tenía un libro abierto que apoyaba contra su pecho, y percibí de nuevo aquel olor vegetal que lo rondaba. Entonces regresé a casa y, subiendo la escalera, la mala suerte quiso que me topara con el capitán. Me pidió que lo acompañara, le habían prometido unas firmas en la Travesera, dijo, y no quería ir solo. Era mentira o lo había soñado; descubrí que por la tarde el capitán estaba mucho más pirado que por la mañana. Me hizo recorrer la Travesera de Gracia desde Cerdeña hasta Torrent de l'Olla, a la ida llamando a las puertas de la acera de los números pares y a la vuelta en la de los impares, pero la única firma que conseguimos fue en una taberna y de la mano tiznada de betún de un viejo limpiabotas borracho.

De vuelta a casa, al atardecer, cuando cruzábamos la plaza Joanic, al capitán se le rompió la tira de goma que sujetaba una de sus zapatillas y se sentó en un banco, sacó del bolsillo un cordel y lo enrolló en torno al pie. Poco después, no muy lejos del cuartel de la guardia civil, vimos parado en una esquina a un hombre bajito con un largo abrigo negro muy ceñido, estaba acogotado y frotaba la suela del zapato en el bordillo de la acera de una forma reiterada y maniática, como si hubiera pisado una mierda de perro. Súbitamente se le disparó el brazo derecho y se quedó saludando en dirección opuesta a nosotros y con la mirada fija en no sabíamos qué, hasta que llegamos a su lado: otro peatón igualmente esmirriado y cabizbajo estaba varado con el mismo ademán en la otra esquina, a unos cien metros, saludando a su vez por respeto o contagiado por el miedo a la esquina de la manzana siguiente, donde, como en un juego de espejos que propiciara una ilusión óptica, se veía a un lejano tercer salutante con el brazo extendido a la romana que era un calco de los otros dos; inmóvil como ellos sobre la acera y de cara a la pared, acaso él sí escuchaba una arenga militar o tal vez las notas del himno nacional: era el que estaba más cerca del cuartel.

– ¿Te das cuenta? -el capitán me clavó el codo en las costillas-. El gas los ha fulminado. Se ha metido en su sangre y ha paralizado sus nervios. Ahí les tienes, clavados como estacas, miserablemente gaseados en la vía pública.

– Que no, capitán -dije, armándome de paciencia-. Seguramente están arriando bandera en aquel cuartel, aunque desde aquí no se oye nada, y por eso han parado a saludar, por respeto al himno…

No me escuchaba. Con las manos a la espalda, daba vueltas alrededor del salutante del abrigo negro parado en el bordillo.

– ¿Qué le ocurre, buen hombre? -inquirió mirándole con curiosidad-. ¿Pretende usted hacernos creer que está vibrando como un capullo al son del glorioso himno, o qué? ¿Le parece bonito burlarse así de nuestro imposible ademán? Usted está gaseado y bien gaseado, señor mío, y es inútil que lo disimule.

Sin descomponer el imperial saludo ni perder de vista al otro salutante que le servía de referencia mimética en la siguiente esquina, el hombrecillo estiró el brazo con renovados bríos, hasta el punto que parecía querer desprenderse de él, y entonces captó con el rabillo del ojo atemorizado la cabeza vendada y el estrafalario aspecto del que le interpelaba y pareció sacudido por un escalofrío: aquello era peor de lo que esperaba, supongo. Tenía el medroso salutante la tez enfermiza, olía mal y llevaba tapones de algodón en los orificios de la nariz, como los muertos.

– Cuidado -musitó con un hilo de voz-. Cuidado.

– Demasiado tarde -dijo el capitán-. Usted ya está listo. Lo mejor que puede hacer es morirse.

El hombre le dirigió otra aprensiva mirada de reojo:

– ¿Es usted un hombre-anuncio o algo así…? Si lo es circule y déjeme tranquilo, haga el favor. ¿Es que no se da cuenta? -suplicó-. En alguna parte están arriando bandera…

– ¿Qué bandera? -dijo el capitán.

– Pues cuál va a ser. La nuestra.

– ¿No es usted un poco temerario al pararse a saludar una bandera que no ve? ¿Y si no es la nuestra? ¿O es que le pasa lo que a mí, que todas las banderas le importan lo mismo, es decir, una mierda?

– Calle, calle.

– No me da la gana.

– ¿No comprende usted que hago esto por si acaso…? Nunca se sabe. Mire, aquel señor de allá también lo hace.

– Porque también él está gaseado.

– ¡Y usted es un provocador o qué! ¡Nos están mirando!

– Pamplinas. Lo que de verdad debería preocuparle es que esta cloaca escupe veneno. -El capitán masculló una maldición y me miró-. ¿Lo ves, Daniel? Va uno tan tranquilo por la calle, pensando en sus cosas, y se para un momento al lado de una cloaca a saludar a un amigo o a mirar en el cielo un avión que pasa y, ¡zas!, cazado, caput. -Observó de cerca la mano alzada, de uñas largas y negras y piel amarilla, quemada en el tabaco, y seguidamente se encaró con el hombre y escrutó sus ojitos de ratón, las pálidas orejas y la pequeña media luna de espuma vegetal que afloraba en las comisuras de su boca-. Veamos, ¿puedo ayudarle en algo?

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