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– Chang shou -le responde Du-. Larga vida, monsieur.

El Kim lanza una última mirada a los dos sujetos que custodian a Du Yuesheng, da media vuelta y vuelve a la barra cruzando la sala de juego y bordeando la pista de baile, saboreando los últimos compases de Amapola y el aroma errante e inmarcesible de los cabellos rubios de tu madre. Paga sus whiskis y abandona el Yellow Sky Club.

Decide volver a casa caminando y cuando llega son cerca de las dos y media. Chen Jing le dio tiempo atrás una llave, así que no necesita despertar a Deng, que ha dejado las luces del salón y de la terraza encendidas, como cada noche. En su cuarto, mientras se desnuda, el Kim piensa en Du Grandes-Oreilles: ¿qué había detrás de su amenaza? ¿Qué intereses servía, y de quién?

Hace mucho calor y antes de acostarse se mete bajo la ducha, luego cruza el salón enfundado en un albornoz y sale a la terraza a fumarse un cigarrillo. Oye ruido a su espalda y al volverse está Deng, respetuoso y mudo, indeciso durante unos segundos.

– ¿Monsieur necesita algo…? -dice finalmente el fiel criado.

El Kim le observa atentamente. Le pregunta por la señora, y Deng baja los ojos y dice que duerme desde que monsieur se fue.

– ¿Ha cenado? -pregunta el Kim.

– No, monsieur, no ha querido comer nada.

Deng mantiene la vista en el suelo, pensativo. Parece querer añadir algo, pero finalmente se retira.

El Kim duerme mal y se levanta al amanecer. Desde la ventana ve surgir del mar un inmenso sol rojo. Después de tomar un té en la cocina, cree que anoche olvidó los cigarrillos en la terraza y va a buscarlos, pero no están allí; vuelve a su cuarto y tampoco los encuentra. En este ir y venir cruza cuatro veces el amplio salón y, cada vez que lo hace, se para unos segundos mirando todo a su alrededor: los mullidos divanes y los cojines de seda, el piano de cola, la gran vitrina con abanicos y figuras de jade y de cristal, las plantas de lustrosas hojas verdes y los altos cortinajes; y lo hace con el vago presentimiento de una presencia nueva, una emoción furtiva agazapada allí cerca y que aún no acierta a detectar, la viva sensación de hallarse ante algo que antes no estaba en el salón. El piano está abierto y su teclado al descubierto, mudo y a la vez tan elocuente que parece querer anunciarlo…

El Kim siente que el corazón le avisa antes que la mente. Aún no ha advertido el objeto de su inquietud, pero intuye que ahora sí captará la señal, acaso porque esta vez es algo más que una señal o un aviso de peligro, es la expresión de un sentimiento y ahí está, sobre el piano precisamente: la rosa amarilla de largo talle que anoche, cuando él llegó, no estaba allí, y que ahora, un poco desmayada, a punto ya de rendir aquella lozanía y aquel vivísimo color de la víspera exhibidos en una mesa del Yellow Sky Club, se inclina en una esbelta copa de cristal como si quisiera mirarse en la pulida superficie del piano de cola, dejando caer su último aroma y su misterio.

4

La noche y el perfume de la rosa habían penetrado en la galería sin darnos cuenta y me levanté para encender la luz. No era la rosa azul del olvido, muchachos, ojalá lo hubiera sido; era la rosa amarilla del desencanto… y aquí Forcat interrumpió su relato como si la luz eléctrica hubiese cortado bruscamente el hilo de sus recuerdos y se levantó del borde de la cama, dio algunos pasos de un lado a otro cabizbajo y con su aire fumanchunesco, las manos ocultas en las mangas y pegadas al vientre, luego acarició la cabeza de Susana y salió al jardín.

Volvió al cabo de un rato, pero antes de entrar, desde la puerta y con las manos a la espalda, me ordenó que apagara la luz. Lo hice y entonces entró con las manos en alto, mostrando las palmas completamente manchadas de luz, brillando colgadas en la oscuridad como si pertenecieran a otra persona.

– ¡Yo también quiero! -dijo Susana entusiasmada-. ¡Yo también!

– Abre la mano. -Forcat depositó cuidadosamente en su mano tres gusanos de luz-. ¿Quieres ser un fantasma en la oscuridad? Frótalos muy suavemente en tu cara, así, y por un ratito serás un fantasma.

– ¿Un ratito solamente? -dijo ella.

– Lo bueno dura poco, ya sabes. Gingiol

La cara de Susana emergió entre las sombras como una máscara luminosa, y entonces Forcat se fue a la cocina dejándonos solos; esta noche quería sorprender a la señora Anita, que estaba a punto de llegar del cine, con otro de sus platos especiales.

– Ven -dijo Susana en voz baja, arrodillándose en la cama-, acerca esa cara de bobo. Vamos, no tengas miedo, siéntate a mi lado…

Me senté en la cama y ella restregó las luciérnagas por mi cara y mi pecho con rápidos movimientos, abriéndome la camisa, los gusanitos eran fríos y daban un cosquilleo, luego Susana se desabrochó el camisón e introdujo los extraños dedos fosforescentes a la altura del corazón dejando en la piel fugaces estelas de luz. Sin dejar de mirarme, se me acercó un poco más avanzando de rodillas sobre la cama, la espalda doblada hacia atrás, tensa, y su mano encendida se demoró bajo la tela del camisón frotándose el pecho. Mi cara estaba muy cerca de la suya, cuya espectral fosforescencia se iba apagando rápidamente y me urgía pasar a la acción aprovechando no sé qué especie de enmascaramiento, anonimato o impunidad. Y sentía su respiración alterada y también la mía, pero estaba sobre todo fascinado por el pecho de luz que dejaba ver su escote y apenas oí el susurro de su voz:

– ¿Te gustaría besarme…? Si no pensaras tanto en mis microbios, podrías besarme. A que te gustaría, tonto. Pero un beso de tornillo, ¿eh? ¡Contesta! ¡Burro más que burro!

He revivido mil veces esa fosforescencia y ese ardor en la oscuridad, esa mórbida combinación de sexo enmascarado y enfermedad mortal y furor y timidez, y siempre me invade el mismo remordimiento, la misma duda: no sé si fue Susana la que sólo permitió que le rozara los labios o fui yo el que no quiso llegar más lejos. Por supuesto que deseaba besarla, y desnudarla y acariciar sus pechos y sus muslos de fiebre, y estaba dispuesto, si no había más remedio, a contagiarme con su saliva y su aliento y a recibir mi ración de microbios… Pero pensando en eso perdí otra vez unos segundos preciosos, y me agarroté, y ella lo notó y me apartó con las manos.

– Vale -dijo-. Ahora vete -y volvió a meterse entre las sábanas. Quedaban restos de luz en su cara y en sus manos, y enseguida se apagaron del todo.

– Qué poco dura -dije por decir algo, desolado.

– Sí, muy poco.

– Mañana, si quieres, buscaré más gusanos de luz en el jardín y nos pintaremos otra vez…

– Sí, mañana -me cortó-. Pero ahora enciende la luz y vete.

5

En alguna ocasión había oído fantasear al capitán Blay acerca de su auténtica vocación frustrada, la de fino carterista, esos que mueven el «pico» en los tranvías y en el metro con tanto sigilo y tanta maestría que hacen del oficio un verdadero arte. Me dijo que aún le quedaba en la mano cierta memoria táctil, una dormida nostalgia de billeteros de piel y de forros de satén caliente, pues siendo muy joven hizo prácticas y recibió clases de teórica del primer novio de doña Conxa, un murciano avispado que vivió un tiempo en el barrio, y al que él mismo acabaría birlándole no la cartera, sino la novia…

Bueno, me creí la historia a medias, como en tantas ocasiones, pero una mañana que le seguía cansinamente por los alrededores de Can Compte con un cálido viento de espaldas y mi carpeta de firmas bajo el brazo, tuve ocasión de admirar fugazmente sus habilidades. Ese día, el capitán estrenaba vendas limpias y su cabeza afilada y alta, con los pelajos enhiestos en la coronilla, parecía una zanahoria blanca. Y no sé por qué, acaso para darle un toque romántico a su cochambroso disfraz de accidentado, desde hacía un par de días llevaba el brazo en cabestrillo con una vieja bufanda de seda atada a la nuca. El artificio devolvía a su calamitosa figura una pizca del decoro y la prestancia que sin duda cultivó en el frente del Ebro, en los días en que su entendimiento, su responsabilidad y su coquetería aún estaban intactos. Habíamos alcanzado el tramo final de la calle de la Legalidad, donde las farolas habían sido rotas a pedradas y el rótulo de la calle era ilegible, y el capitán me esperó hasta que le alcancé, apoyó su mano en mi hombro y se quedó quieto un rato escuchando el rumor del viento en las palmeras. Entonces un coche frenó bruscamente a nuestro lado, el conductor asomó la cabeza por la ventanilla y, después de reparar, bastante sorprendido, en el aspecto estrafalario del capitán, le preguntó si la calle de la Legalidad quedaba cerca. Era un hombre corpulento, de nariz chata, labios gruesos y pelo negro y liso untado de brillantina. Llevaba una elegante sahariana azul que más bien parecía una guerrera, con altas hombreras y grandes botones, abierta sobre el pecho peludo y dejando ver una batería de formidables estilográficas prendidas en el bolsillo interior. El capitán le contestó que precisamente nos encontrábamos en la calle que buscaba, y me sorprendió que lo hiciera en catalán. Primera vez que le oía hablar en su propia lengua:

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