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En una floristería de la calle Cerdeña próxima a casa, en la que el capitán se precipitó diciendo que tenía necesidad urgente de oler claveles -aunque al entrar exclamó husmeando el aire: «¡Hasta aquí llega el aliento corrompido de la mala bestia!»-, la dueña, una mujer flaca y envarada, antes de decidirse a firmar la carta de denuncia, que el capitán me ordenó leer en voz alta una vez más, opinó que la madre de Susana era una charnega ignorante: «Tantos años viviendo aquí y aún no ha aprendido a hablar catalán, ni ella ni su hija», y añadió que lo peor de la taquillera no eran sus líos amorosos, sino su afición al vino, sus faldas tan ceñidas y su manera de andar, su mal gusto, vaya, esos aires de fulana que ya nunca se quitará de encima, qué lástima. Con su marido en casa, seguro que movería menos el pompis, dijo.

– Los hombres la encuentran dulce y apetitosa, a esta rubia, ¿verdad?

– entonó con la voz meliflua el capitán-. Aquí donde la ve, es una fumadora empedernida. Pero mire usted, señora Pili, cuanto más viejo y carcamal se hace uno, menos ganas tiene de juzgar a nadie… Bueno, a casi nadie. Por eso creo que Dios, que ha de ser mucho más viejo y mucho más carcamal que yo, cuando me reciba allá arriba no me juzgará. Me dirá pase usted, Blay, y acomódese por ahí lo mejor que pueda. Eso es lo que me dirá… Y de todos modos, señora Pili, si uno lo piensa un poco, haga lo que haga esta rubita pizpireta con sus sentimientos y con su bonito trasero, lo único que a nosotros debería preocuparnos de verdad son los estragos que el bacilo de Koch está causando en su pobre hija, y este gas que ya está pudriendo sus flores y amenaza con pudrirnos a todos… Por eso pido su firma, para sanar los pulmones de una criatura inocente que morirá sin remedio si no nos unimos todos para reclamar justicia y exigirle a la autoridad que ordene derribar esta chimenea del demonio, o por lo menos que la eleven unos metros más…

– Está bien, está bien -cortó la señora Pilar muy atabalada, y me quitó de las manos el pliego de firmas-. Trae acá, chico. Firmaré. No se puede con este viejo mochales.

Le reprochó al capitán que dramatizara tanto la dolencia pulmonar de Susana; a ella no le constaba que esa niña se fuera a morir. Añadió que la tuberculosis era una enfermedad romántica, y que no había que exagerar… Ya en la puerta, el capitán se volvió para responderle a la señora Pilar que tuviera cuidado si, dejándose llevar por su alma romántica, se quedaba alguna noche clara y serena mirando las estrellas: que las estrellas no parpadean, le dijo, que eso es mentira, que lo que hacen es soltar un polvillo blanco que seca el nervio óptico y te puede dejar ciego.

– ¡No diga más tonterías, hombre de Dios! -exclamó la florista.

– Eso de que nos envían luz es un camelo del Servicio Meteorológico

– afirmó el capitán-. Están muertas y bien muertas desde hace millones de años. Anoche lo dijo Radio España Independiente.

Se sentía como pez en el agua deambulando por el barrio. Le pregunté por qué no se había escapado de Barcelona como habían hecho el Kim y Forcat y tantos otros, y como seguramente habría hecho también mi padre de no haber desaparecido en el frente.

– Me moriré en La Salud -gruñó-. De aquí no me mueven, enterraré mi corazón en La Salud… Ufff…

Se había quedado rezagado y al volverme le vi meando tranquilamente en la boca de la alcantarilla, en la parte baja de la plaza Sanllehy. Soltaba una orina gruesa y trenzada, oscura y silenciosa.

– Aquí no, capitán, por favor -tiré de su gabardina, pero no se movió-. Por favor.

– Las meadas del Hombre Invisible no se ven -dijo riéndose.

– ¡Usted no es el Hombre Invisible, hostia! -Impotente y avergonzado, temiendo que alguien nos llamara la atención, me puse a patear el suelo, y, en un tono resabiado que me asqueó a mí mismo, le reprendí-: ¡Ya sabía yo que hoy terminaríamos haciendo alguna gansada!

– ¿Y qué quieres que le haga? -dijo él-. ¿No sabes que soy un viejo loco?

– Vámonos, capitán, se hace tarde.

Poco después platicaba con el dueño de la vaquería de la calle San Salvador donde la señora Anita compraba la leche de vaca para Susana. Solicitó su firma para ayudar a respirar mejor a una pobre tísica indefensa, pero el lechero gruñó que eso era una estupidez y una pérdida de tiempo, qué coño piensa conseguir con cuatro firmas, y me hacía señas para que me llevara del establecimiento aquel pelma que no paraba de hablar.

– ¿Qué le cuesta echar una firmita, eh? -dijo el capitán-. Creo que no se da usted cuenta del peligro que corre. Usted y toda su familia. ¿Sabe lo que es el gas?

– Pues hombre -resopló el lechero-, alguna idea tengo…

– Lo dudo, señor mío. El gas es una materia espiritosa, como el aire, como el olor de las vacas, como las mentiras de las mujeres rubias y como los pedos de los obispos, que no se oyen ni se ven. Y tiene la propiedad de propagarse indefinidamente, sin que nada pueda atajarlo.

– Que sí, maldita sea… Llévatelo, chaval. A este hombre alguien debería explicarle lo que le pasa. -Lo cogió del brazo y meditó un instante lo que iba a decirle, mirándole con unos ojos tan llenos de lástima que se ganó un desdeñoso bufido del capitán-. Mire, Blay, usted estuvo mucho tiempo encerrado en su casa y con metralla en la cabeza, y aún no está curado del todo, y lo mejor sería que no le dejaran andar por ahí…

– Es una miasma, un fluido -lo cortó el capitán-. Y hay muchas clases de gases. El grisú, por ejemplo, el gas de cloro, tóxico y asfixiante, que invade las trincheras. El gas doméstico, silencioso y rastrero. El gas verde de los pantanos y los embalses, una especie de adormidera… ¿Por qué cree usted que se inauguran tantos pantanos en este país?

– ¡Muy bien, lo hemos entendido! Ahora váyase, tengo mucha faena.

– Sí, echarle agua a la leche, ésta es su faena. ¡Está usted bien inficionado, entérese! ¡Mameluco, que es usted un mameluco! Bueno, ¿firma o no firma?

Después de algunos forcejeos conseguí sacar al capitán a la calle. Ese día me gané a pulso mi premio de todas las tardes, mi asiento de preferencia en la cálida galería de la torre, aparentemente aplicado en el dibujo pero en realidad esperando con impaciencia ver aparecer a Forcat con su magnífico quimono de amplias mangas donde ocultaba las manos, verle sentarse muy despacio y abstraído al borde del lecho de Susana y fijar un buen rato su ojo descentrado en la luz mortecina del jardín mientras seguramente buscaba las palabras para reanudar su relato, y entonces yo soltaba el lápiz y me levantaba de la mesa camilla sin hacer ruido y me deslizaba hasta la cama para sentarme al otro lado junto a Susana y poder así escucharle de cerca, dejarme atrapar como ella en la tupida red de su voz y en la tenaza abierta de su mirada, aquellos ojos alertados que hurgaban en el recuerdo siempre en direcciones opuestas.

2

Ahora esta ciudad y los días que nacen en ella tienen una luz transitoria y un aire encalmado: dirías que el huracán de la vida pasa lejos de aquí, lejos de tu cama, y que te ha olvidado. Pero no es verdad. Porque inevitablemente y quieras que no, y con más saña y de forma más duradera que la enfermedad que ahora te aqueja, el mundo te contagiará su fiebre y su quimera y tendrás que aprender a vivir con ellas, como hicieron el Kim y sus amigos.

Por aquel entonces, lo que movía a estos hombres que se habían propuesto transformar el mundo, lo que les impulsaba a vivir peligrosamente, sacrificando la seguridad y el afecto de su familia y en muchos casos su propia estima, eran unas cuantas cosas que hoy en día ya empiezan a no importar a nadie y pronto serán olvidadas. Tal vez sea mejor así; a fin de cuentas, el olvido es una estrategia del vivir. Pero ocurre que el Kim, además de sus desvelos habituales, no deja de pensar en su querida niña y desea verla curada y feliz.

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