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– Usted qué sabe, con el morapio que lleva dentro -dijo el gordo.

– Pues anda que usted… Yo bebo vino con sifón, señor mío.

– Usted me la bufa.

– Señores, calma, así es la vida -entonó el capitán, y añadió: -Yo me emborracho de ella, ella quién sabe qué hará.

– No me venga con boleros, oiga -farfulló el gordo.

– No es ningún bolero -refutó el hombrecillo agarrado al mostrador-. Es una poesía muy bonita y muy triste.

– Sí, y usted un merluzo.

– Señores, hagan el favor -el capitán me quitó la carpeta y se dirigió al hombrecillo, que acababa de vaciar su vaso de un solo trago-. Usted es nuevo por aquí. ¿Puedo pedirle una firmita en este importante documento destinado a reparar una injusticia?

Por alguna razón aquel hombre se sintió halagado y distinguido y firmó, estirando el cuello y mirando al gordo por encima del hombro. «Vámonos», dijo el capitán dándome con el codo, y añadió en voz baja: «Tienen las tripas llenas de gas y van a estallar de un momento a otro». Pagó mi gaseosa y su vasito de blanco y volvimos a la calle dejando allí dentro a la parroquia otra vez amuermada, o quizá discutiendo lo de siempre con las gastadas palabras de siempre.

Algo indefinible, una obcecada premura empujaba al capitán ese día, y nos alejamos bastante de casa cruzando descampados de tierra gris y calcinada, humeantes terraplenes de basuras. Dejamos atrás la plaza de toros y de pronto, en medio de un páramo, inclinado levemente sobre una charca negra, vimos un vagón de ferrocarril herrumbroso con los flancos ametrallados y astillados. Los dos trozos de raíl que aún lo sostenían, y que ya no podían llevarle a ninguna parte, surgían de la tierra como negras serpientes retorcidas: lo que quedaba de una antigua vía que en tiempos cruzó este llano polvoriento erizado de matorrales y de ginesta seca. Era un viejo vagón de tercera con asientos de tablillas de madera y algún cristal entero en las ventanillas. Empezó a llover con fuerza y el capitán propuso refugiarnos en el vagón. En la plataforma desventrada crecían ortigas y cardos, y, dentro, sentado junto a una ventanilla, un vagabundo de ojos claros y piel renegrida apoyaba la frente en el cristal y el mentón en el puño. Podía estar dormido o muerto, y parecía encontrarse allí desde siempre, viendo girar a su alrededor una tierra masacrada y yerma.

– ¿Adonde se dirige este tren, buen hombre? -preguntó el capitán Blay sentándose frente al vagabundo, que ni siquiera nos miró. Me fijé en sus labios jóvenes y bien dibujados, tersos en medio de la mugre del rostro. Como de costumbre, el capitán no iba a renunciar fácilmente a la conversación; palmeó amigablemente su rodilla y añadió -: Juraría que es el mismo tren que antes iba a Toulouse vía Port-Bou. Si lo es, vamos por buen camino, puede usted dormir tranquilo…

Pasó el chaparrón y de nuevo lucía el sol, yo urgía al capitán a irnos de allí cuando el vagón se ensombreció súbitamente, parecía que hubiese entrado en un túnel, y cabeceó un poco sobre la charca, con las maderas crujiendo y un hondo rechinar metálico. Le dije al capitán que habíamos llegado, y se levantó y me siguió sin rechistar, ensimismado y con gran fatiga. Me asusté.

– Este hombre parece muerto -dije cuando nos alejamos de allí.

– Y eso qué importa -dijo el capitán-. Los muertos aprenden a vivir enseguida, y mejor que nosotros.

– Volvamos, capitán. Hemos ido muy lejos.

Estuvo un rato callado, pensativo, y luego dijo:

– Lo que pasa es que este desgraciado tiene hambre. A ver si te fijas mejor en las cosas.

En la calle Argentona se paró, me pidió la carpeta y examinó la lista de posibles firmantes. Seguimos camino, pero el capitán no me devolvió la carpeta, la llevó bajo el brazo. En la esquina de la calle Sors con Laurel empezó a quejarse de flojera y dolor en las corvas.

– Hoy no sé qué me pasa -gruñó apoyándose en mi hombro-. No estoy muy fino. Siento las articulaciones como alambres de púas y la cabeza me da vueltas. Cómo pesaba el maldito catre, me ha deslomado… Será mejor que entremos en esta bodeguita.

Yo iba pensando en mis cosas y el calor me tenía atontado.

– Y además -añadió el capitán-, tengo otra vez la sensación de que esta ciudad está construida sobre terrenos perforados y minados, y que todos saltaremos por los aires de un momento a otro… De modo que estoy yo bien, esta mañana, coño.

– Creo que deberíamos volver a casa, capitán -le dije cuando entrábamos en la taberna-. No tiene usted buena cara.

– Será la vejez prematura. -Se quedó parado frente a un bebedor solitario sentado en una mesa y prosiguió-: Verá usted, mucha gente cree que soy un viejo prematuro. Y sí, estoy cascado, pero no es eso. Yo siempre he sido un prematuro. Lo que pasa es que últimamente la vejez prematura se me ha juntado con la juventud retardada, y oiga, hay días que no estoy para nada. Además, ya no tengo a nadie que me rasque la espalda.

Descansamos un rato en la taberna, el capitán encendió medio caliqueño y se bebió un vasito de tinto. Yo no quise nada. Al salir cruzamos la calle buscando en la acera de enfrente la sombra de las acacias y el capitán se sentó en el bordillo, junto a una cloaca, para atarse el cordel que sujetaba su maltrecha zapatilla. Entonces advirtió que había olvidado en la bodega la carpeta con las firmas y el dibujo, y me ordenó que fuera a buscarla. Le dejé allí sentado y fui por la carpeta, pero no estaba en el mostrador, y ni el tabernero ni el único cliente que había a esa hora la habían visto. El tabernero afirmó que el viejo lunático no llevaba ninguna carpeta cuando entró. Me quedé pensando, pedí un vaso de agua por favor y me demoré un rato, felicitándome íntimamente por la pérdida de la dichosa carpeta: ya no habría que llamar a más puertas, ya no tendría que andar subiendo y bajando escaleras y haciendo el ridículo ante desconocidos leyendo en voz alta la tremenda carta de protesta…

Salí nuevamente a la calle y lo vi sentado en el mismo sitio, la cabeza ladeada, rendida entre las rodillas, y los dedos de su mano derecha enredados en el cordel que se había soltado de la zapatilla. Un reguero de agua sucia y espumosa de jabón corría junto a sus pies hasta la boca de la cloaca, en la que asomaba un mustio y desbaratado ramillete de rosas blancas. Antes de llegar a su lado ya sabía que el capitán estaba muerto; lo intuí súbitamente al observar, conforme me acercaba, su mano yerta enredada en el cordel y la cresta rebelde de su pelo canoso agitada por una ligera brisa, un repentino alivio o una quimera del aire que ni su piel ni su corazón podían ya sentir.

Corrí a avisar al tabernero, que salió y volvió a entrar y llamó por teléfono a la Cruz Roja. Al lado de la bodega había un colegio religioso para niñas pobres y se acercaron dos monjas, una de ellas hizo la señal de la cruz en la frente del capitán y la otra, muy joven, dijo que a lo mejor no estaba muerto todavía, pero yo sabía que sí lo estaba. Viéndole allí replegado sobre sí mismo y con la cabeza ladeada cautelosamente sobre la cloaca, como si captara con el oído muy atento la constante expansión subterránea y silenciosa del gas, el mismo gas fantasmal y mortífero que un día invadió su cerebro a orillas del Ebro, parecía más absorto que nunca en sus cavilaciones y al mismo tiempo husmear la fragancia pútrida de las flores y del alcantarillado, un olor a rosas pasadas y a muerte que sin duda le habría animado a denunciar nuevos agravios y malentendidos. Porque a fin de cuentas, hoy lo sé, entre ese gas quimérico que salía de las cloacas para adormecernos y el valeroso convencimiento que tenía el viejo de la existencia real de ese gas, no había sino un ligero malentendido. En cierta ocasión me dijo que todos los disparates que le reprochaban y las muchas locuras que había cometido en esta vida no eran sino ensayos y variaciones de una sola y misma locura… que nunca acertó a cometer, porque no sabía exactamente en qué consistía.

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