Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Y ahora no tienes nada -lo miró Laura sin emoción, cansada de la historia política de Jorge.

Quiso decirle que él se quedó sin el mundo pero ella no creía, no sentía que Jorge Maura había venido a Lanzarote a ganar a Dios con su sacrificio.

– Porque éste es un sacrificio, lo estoy viendo, ¿no es cierto?

– ¿Quieres decir que al terminar la guerra debí retomar mi vocación intelectual, recordar a mis maestros Ortega y Husserl, escribir?

– ¿Por qué no?

Él se rió. -Porque es de la puta madre ser creativo a sabiendas de que no eres ni Mozart ni Keats. Coño, ya me cansé de escarbar en mi pasado. No hay nada en mí que justifique la pretensión de crear. Eso por principio de cuentas, antes que nada, antes que tú, antes que Raquel, está mi propio vacío, la conciencia de mis propios límites, casi de mi esterilidad. ¿Te parece mal esto que te digo? ¿Ahora quieres venir tú a venderme una ilusión en la que yo no creo pero me hace creer que eres pendeja, como dicen ustedes, o que subestimas mi propia inteligencia? ¿Por qué no me dejas solo, llenando el vacío a mi manera? Déjame ver las cosas por mí mismo, saber si algo puede crecer todavía en mi alma, una idea, una fe, porque te juro, Laura, que mi alma está más desolada que este paisaje de roca que ves allá afuera… ¿por qué?

Ella lo abrazó, se hincó y le abrazó las piernas, apoyó la cabeza contra las rodillas, la ruborizó la humedad del pantalón de mezclilla gris, como si lavado hasta el desgaste, ya no tuviera tiempo de secarse y aun así retuviese el olor del orín y la camisa igual, lavada rápido y puesta de vuelta porque era la única y ni así se iban los olores malos, el olor de cuerpo terreno, cuerpo de animal, cansado de expulsar humores, mierda, semen. Jorge, mi amor, mi Jorge, ya no sé cómo besarte…

– Ya no tengo fuerzas para seguir escarbando mis raíces. El mal español e hispanoamericano. ¿Quiénes somos?

Le pidió perdón por haberlo provocado.

– No, está bien. Levántate. Déjame mirarte bien. Te ves tan limpia, tan limpia…

– ¿Qué me quieres decir?

Laura ya no recuerda la postura de su amante, con su ropa húmeda pero recién lavada, vieja y con un olor a derrota que ningún jabón podía expulsar. No recuerda ya si el hombre estaba de pie o sentado en el catre, con la cabeza baja o mirando hacia afuera. Al techo. O a los ojos de Laura.

– ¿Qué te quiero decir? ¿Qué sabes?

– Sé tu biografía. De la aristocracia a la República a la derrota al exilio y al orgullo. El orgullo de Lanzarote.

– El pecado de Luzbel -rió Jorge-. Dejas muchos huecos, ¿sabes?

– Lo sé. ¿El orgullo en Lanzarote? Eso no es un hueco. Es aquí. Es hoy

– Limpio las letrinas de los monjes y veo dibujos imposibles en los muros. Como si un pintor arrepentido hubiese empezado algo que nunca terminó y sabiéndolo, escogió el lugar más humilde y humillante del monasterio para iniciar un enigma. Porque eso que yo veo o imagino es un misterio y el sitio del misterio es el lugar donde los buenos hermanos, lo quieran o no, cagan y mean, son cuerpo y su cuerpo les recuerda que nunca podrán ser totalmente, como lo quisieran, espíritu. Totalmente.

– ¿Crees que lo saben? ¿Son tan ingenuos?

– Tienen la fe.

Dios encarnó, dijo Maura con una suerte de exaltación domeñada, Dios se despojó de su impunidad sagrada haciéndose hombre en Cristo. Eso volvió a Dios tan frágil que los seres humanos se pudieron reconocer en él.

– ¿Por eso lo matamos?

– Cristo encarnó para que nos reconociéramos en Él.

Pero para ser dignos de Cristo, tuvimos que rebajarnos aún más para no ser más que Él.

– Eso debe pensar un monje cuando caga. Lo mismo hizo Jesús pero yo lo hago con más vergüenza. Ésa es la fe. Dios anda entre los pucheros, dijo Santa Teresa.

¿Él la andaba buscando?, le preguntó Laura, ¿la fe?

– Cristo tuvo que abandonar una santidad invisible para poder encarnar. ¿Por qué me piden que yo me haga santo para que encarne un poco de la santidad de Jesús?

– ¿Sabes lo que pensé cuando murió mi hijo Santiago? ¿Es el dolor más grande de mi vida?

– ¿Eso pensaste? ¿O sólo te lo preguntaste? Lo siento, Laura.

– No. Pensé que si Dios nos quita algo, es porque Él renunció a todo.

– ¿A su propio hijo, Jesús?

– Sí. No puedo dejar de pensarlo desde que Santiago se me fue. Fue el segundo, ¿sabes? Mi hermano y mi hijo. Los dos. Santiago el Mayor y Santiago el Menor. Los dos. ¿Tú lo sientes? ¡Imagíname!

– Ve más lejos. Dios renunció a todo. Tuvo que renunciar a su propia creación, el mundo, para dejarnos libres.

Dios se hizo ausente en nombre de nuestra libertad, dijo Jorge, y como nosotros usamos la libertad para el mal y no sólo para el bien, Dios tuvo que encarnar en Cristo para demostrarnos que Dios podía ser hombre y a pesar de serlo, evitar el mal.

– Ése es nuestro conflicto -continuó Maura-. Ser libres para hacer el mal o el bien y saber que si hago el mal ofendo la libertad que Dios me dio, pero si hago el bien ofendo también a Dios porque me atrevo a imitarlo, a ser como Él, a pecar de orgullo como Luzbel; tú misma acabas de decirlo.

Era horrible oír esto: Laura tomó la mano de Jorge.

– ¿Qué cosa digo que es tan terrible, dime?

– Que Dios nos pide hacer lo que no permite. No he oído nada más cruel.

– ¿Tú no lo has oído? Yo lo he visto.

¿Sabes por qué me resisto a creer en Dios? Porque temo verlo un día. Temo que si pudiera ver a Dios, allí mismo me quedaría ciego. Sólo puedo acercarme a Dios en la medida en que El se aleja de mí. Dios necesita ser invisible para que yo pueda empeñarme en una fe verosímil, pero al mismo tiempo temo la invisibilidad de Dios porque en ese instante yo ya no tendría fe, sino evidencia. Toma, lee la Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz, entra conmigo, Laura, a la noche más oscura del tiempo, la noche en que salí disfrazado a buscar a la amada para transformarnos, amada en el amado transformada, mis sentidos suspendidos, y mi cuello herido por una mano serena que me dice: Mira y no olvides… ¿Quién me separó de la amada, Dios o el Demonio?

La vi fugazmente a la amada, menos de diez segundos, cuando pasaba nuestro camión de la Cruz Roja Sueca frente a la alambrada de Buchenwald y en ese instante pasajero vi a Raquel perdida entre la multitud de los prisioneros.

Era muy difícil distinguir entre esa masa de seres demacrados, hambrientos, vestidos con uniformes a rayas y la estrella de David prendida al pecho, cubiertos por mantas vulneradas por el frío de febrero, abrazados los unos a los otros. Salvo ella.

¿Si esto es lo que nos permitían ver, qué habría detrás de lo visible, qué nos ocultaban, no se daban cuenta de que al presentarnos su mejor cara nos obligaban a imaginar la cara verdadera que era la cara oculta? Pero al ofrecernos esta terrible cara como su me¡or cara, ¿no nos estaban diciendo que si ésta era la mejor cara, la peor no existía -ya no existía-; era la cara de la muerte?

Vi a Raquel.

A ella la sostenía un hombre uniformado, un guardia nazi que le prestaba apoyo, no sé si porque le ordenaron que mostrara la compasión de sostener a un ser desvalido; no sé si para que Raquel no se derrumbara como un montón de trapos; no sé si porque entre los dos, Raquel y el guardia, había una relación de entrega agradecida, de favores mínimos que a ella le debieron parecer enormes -una ración extra, una noche en la cama del enemigo, quizás una simple, humana porción de piedad o acaso teatro, pantomima de humanidad para impresionar a los visitantes- o quizás un amor nuevo, imprevisible, entre víctima y verdugo, tan dañado el uno co-

mo el otro, pero capaces ambos de soportar el daño sólo en la compañía inesperada del uno con el otro, identificado el verdugo por el dolor de su obediencia con la víctima por el dolor de la suya: eran dos seres obedientes, cada uno a las órdenes de alguien más fuerte, Hitler lo había dicho, Raquel me lo había repetido, hay sólo dos pueblos frente a frente, los alemanes y los judíos.

83
{"b":"100285","o":1}