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– Ah, ya regresaste.

Laura asintió con la cabeza.

– ¿Ya viste lo de la monja Soriano? -le preguntó López Greene.

– No. Ya vi lo de la anarquista Aznar.

– No te entiendo.

– Cuando fuiste a Xalapa a revelar la placa en el altillo, elogiaste a mi padre por haber protegido a Armonía Aznar. Fue cuando te conocí y me enamoré de ti.

– Claro. Era una heroína de la clase obrera.

– ¿No me vas a elogiar a mí por darle asilo a una heroína de la persecución religiosa?

– Una monja que asesina presidentes.

– ¿Una anarquista que asesina zares y príncipes?

– No, Armonía luchaba por los obreros, tu «Carmela» por los curas.

– Ah, es mi Carmela, no tuya.

– No, no mía.

– No humana, Juan Francisco, alguien de otro planeta…

– De otra época sobrepasada, nomás.

– Indigna de tu protección…

– Una criminal. Además, si se hubiera quedado tranquila aquí como se lo pedí, no le aplican la ley fuga.

– No sabía que los policías de la Revolución matan igual que los de la dictadura, por la espalda.

– Le hubieran dado un proceso, se lo dije, como al asesino Toral y a su cómplice, la madre Conchita, otra mujer, ya ves.

– ¿Con quién quisiste quedar bien, Juan Francisco? Porque conmigo ya quedaste mal para siempre.

No quiso oír explicaciones, ni Juan Francisco se atrevió a. darlas. Laura empacó una maleta, salió a la avenida, paró un «libre» y dio la dirección de su amiga de juventud Elizabeth García-Dupont.

Juan Francisco la siguió, abrió violentamente la puerta del taxi, la jaló del brazo, trató de arrastrarla fuera del coche, le golpeó la cara, el taxista se bajó y le dio un empujón a Juan Francisco, lo tiró al suelo y arrancó lo más rápido que pudo.

Laura se instaló con Elizabeth en un apartamento moderno de la Colonia Hipódromo. La amiga de adolescencia la recibió con alegría, abrazos, cortesía, cariño, besos, todo lo que Laura esperaba. Luego, las dos en camisón, se contaron sus respectivas historias. Elizabeth se acababa de divorciar del famoso Eduardo Caraza que la trajo de un ala en los bailes de la hacienda de San Cayetano y la siguió trayendo de un ala cuando se casaron y se vinieron a México porque Caraza era amigo del ministro de Hacienda Alberto Pañi que estaba arreglando milagrosamente las finanzas después de la inflación de la época revolucionaria, cuando cada bando imprimía su propio papel moneda, los famosos «bilimbiques». Eduardo Caraza se sentía irresistible, se llamaba a sí mismo «el regalo de Dios a las mujeres», y le dio a entender a Elizabeth que casándose con ella le había hecho el gran favor.

– Eso me saco por andar de rogona, Eduardo.

– Date por bien servida, amorosa. Me tienes a mí pero yo necesito a muchas. Más vale que nos entendamos.

– Pues yo te tengo a ti pero también necesito a otros.

– Elizabeth, hablas como una puta.

– Y tú, en ese caso, como un puto, mi querido Lalo.

– Perdón, no quise ofenderte. Hablaba en broma.

– Nunca te he oído más serio. Me has ofendido y sería muy bruta si después de escuchar tu filosofía de la vida, querido, me quedo a sufrir más humillaciones. Porque tú tienes derecho a todo y yo a nada. Yo soy puta pero tú eres macho. Yo soy una perdida pero tú eres lo que se dice un gentleman, pase lo que pase, ¿no? Abur, abur.

Por fortuna, no habían tenido hijos; ¿cómo, si el tal Lalo se agotaba en parrandas y llegaba a las seis de la mañana más guango que un chicloso derretido?

– No, Juan Francisco eso no, siempre me respetó. Hasta hoy en la noche que quiso pegarme.

– ¿Quiso? Mírate el cachete nomás.

– Bueno, me pegó. Pero él no es así.

– Laura de mi corazón, ya veo que a este paso se lo perdonas todo y dentro de una semana estás de regreso en la jaula. Mejor vamos a divertirnos. Te invito al Teatro Lírico a ver al panzón de Roberto Soto en «El Desmoronamiento». Es una sátira del líder Morones y dicen que te ríes con ganas. Se mete con todo el mundo. Vamos antes de que lo cierren.

Tomaron un palco para estar más protegidas. Roberto Soto era idéntico a Luis Napoleón Morones, con doble todo, papada, panza, labios, cachetes, párpados. La escena era la finca del líder sindical en Tlalpam. Aparecía vestido de monaguillo y cantando «Cuando yo era monaguillo». Lo rodeaban enseguida nueve o diez chicas semidesnudas con taparrabos de plátanos como lo había puesto de moda Josephine Baker en el Follies Bergére de París y con estrellitas pegadas a los pezones. Le quitaban la casulla al panzón, cantando «Viva el proletariado» mientras un hombre alto, prieto, con overol, le servía champaña a Soto-Morones.

– Gracias, hermanito López Greene, tú me sirves mejor que nadie. Nomás cámbiate el nombre a López Red, para no desentonar, ¿sabes? ¡Aquí todos somos viejos rojos, no viejos verdes, verdad chamacas, ah que la…!

«Mutti, cuídame a los niños hasta que te diga. Que se quede la tiíta contigo. Les mandaré dinero. Tengo que reorganizar mi vida, mi Mutti adorada. Ya te contaré. Te encargo a Li Po. Tenías razón.»

VIII. Paseo de la Reforma: 1930

«Hay mexicanos que sólo se ven bien en su cajón de muerto.»

La gracejada de Orlando Ximénez fue celebrada por todos los asistentes al coctel ofrecido por Carmen Cortina para develar el retrato de su prima, la actriz Andrea Negrete, realizado por un joven pintor de Guadalajara, Tízoc Ambriz, quien en un dos por tres se había convertido en el retratista de sociedad más solicitado por todos aquellos que no querían entregar su imagen a la posteridad -comunista y monstruosa- de Rivera, Orozco o Siqueiros, llamados despectivamente «los moneros».

Carmen Cortina, de todos modos, se burlaba de las convenciones e invitaba a sus cocteles a los que ella misma llamaba «la fauna capitalina». La primera vez que Elizabeth llevó a Laura a una de estas fiestas tuvo que identificarle a los invitados, aunque éstos no se distinguían de los «colados», tolerados por la anfitriona como homenaje a sus poderes de convocatoria, pues ¿quién que era alguien no quería ser visto en las soirées de Carmen Cortina? Ella misma, vanidosa y cegatona, no distinguía muy bien quién era quién, y se decía de ella que había elevado los sentidos del olfato y del tacto a la categoría de gran arte, pues le bastaba acercar su miopía al cachete más próximo para decir, «¡Chata, qué encanto eres!» o tocar el casimir más fino para exclamar, «¡Rudy, felices los ojos!».

Rudy era Rudy, pero Orlando era rudo, «watch out!» le dijo Carmen a la agasajada Andrea, una mujer con cutis de nácar y ojos siempre adormilados, cejas invisibles y una perfecta simetría facial acentuada por su cabellera partida a la mitad y, a pesar de la juventud sensual de su figura eterna, audazmente engalanada por dos mechones blancos en las sienes. Razón por la cual, irrespetuosamente, la llamaban «La Berrenda», sobre todo tomando en cuenta su pericia en el arte de cornear, decía el irreprimible Orlando. Andrea iba a ser, cualquier día de éstos, lo que se llamaba una mujer opulenta, comentó Orlando, but not yet; era como una fruta en plenitud, recién cortada de la rama, desafiando al mundo.

– Cómeme -sonrió Andrea.

– Pélame -dijo muy serio Orlando.

– Lépero -se rió muy fuerte Carmen.

El cuadro de Tízoc Ambrlz estaba cubierto por una especie de cortinilla en espera de ser develada en el momento cumbre de la noche, cuando Carmen, y sólo Carmen, lo determinara en cuanto las cosas llegaran a su punto culminante, un momento antes del hervor, cuando toda la «fauna» estuviera reunida. Carmen hacía listas en su cabeza, ¿quién está, quién falta?

– Eres una estadígrafa de la high life -le dijo al oído Orlando, pero con voz alta.

– Oye, si no estoy sorda -gimió Carmen.

– Lo que estás es buena -Orlando le pellizcó el trasero.

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