– No, niña. Me quedé mirando la higuera. Recordé la historia del Santo Felipe de Jesús. Era un niño altanero y malcriado, como algunos vi salir esta noche. Vivía en una casa con una higuera seca. Su nana se lo decía: el día que Felipillo sea santo, la higuera va florecer.
– ¿Por qué hablas así de los santos, morenito? -quiso resumir, indignada, la señora-. San Felipe de Jesús fue a Oriente a convertir a los japoneses, que lo crucificaron vilmente. Ahora es santo, ¿no lo sabes?
__Eso decía su nana, con respeto, doña dama. El día que
mataron a Felipillo, la higuera floreció.
– La de aquí está seca -se rió picaramente Elizabeth.
– La fuerza de Santiago consistió en que nunca necesitó a nadie -le había explicado Orlando en la terraza de San Cayetano-. Por eso estábamos tan a sus pies.
Un mes más tarde, dicen que encontraron en el altillo el cadáver de la señora Armonía Aznar. Dicen que lo descubrieron cuando el empleado del Banco llegó a traerle su cheque mensual antes de que Zampayita le dejara el diario portaviandas a la puerta. Llevaba muerta apenas dos días. Aún no apestaba.
– Todo está escondido y nos acecha- repitió Laura la misteriosa y acostumbrada frase de su tía Virginia. La dirigió a la muñeca china, Li Po, cómoda entre los almohadones de la cama y ella misma, Laura Díaz, decidió salvar el recuerdo de su primer baile, imaginándose esbelta y transparente, tan transparente que el vestido de baile era su cuerpo, no había nada debajo del vestido, y Laura giraba, flotaba en un vals de elegancia líquida, hasta que la cubría, agradecida, el velo del sueño.
V. Xalapa: 1920
«Te equivocaste, Orlando. Aquí no. Busca otra manera de vernos. Ten más imaginación. No te burles de mi familia ni me obligues a despreciarme a mí misma.»
Laura reanudó su vida familiar, herida por la muerte del abuelo y la salud quebrantada del padre. La seducción por Orlando y la muerte de la señorita Aznar, Laura las expulsó, no de la memoria, sino del recuerdo; jamás se volvió a referir particularmente a ellas, nunca las mencionó a los demás, ni se las mencionó a sí misma. No las recordó, por más que la memoria las guardase, para siempre bajo la llave de lo que no se saca del cofre del pasado. Añadir «Orlando Ximénez» y «Armonía Aznar» a las penas y dificultades de su hogar, le resultaba insoportable, tanto como el contagio malsano que Orlando trajo a la memoria de Santiago; ésta, Laura sí la quería conservar pura y explícita. Lo que menos le perdonaba al «petimetre» era que hubiese dañado esa parte de la vida de Santiago que continuaba guardada en el alma de Laura.
¿Vive también Santiago en el alma de mi padre?, se preguntaba la muchacha de veintidós años mirando la figura vencida de Fernando Díaz.
Era imposible saberlo. La diaplejía del contador y banquero avanzaba a un ritmo maldito; rápido y parejo. A la pérdida de las piernas siguió la del resto del cuerpo y más tarde, la del habla misma. Laura no tenía cupo en su corazón para otra cosa que no fuese la intensa piedad que le inspiraba su padre, confinado por fin a una silla de ruedas, a ser alimentado como un niño, con babero, por la devota tía María de la O, y a mirar al mundo con unos ojos indescifrables en los cuales no era posible adivinar si oía, pensaba, o se comunicaba más allá del desesperado parpadeo y el intento, igualmente desesperado, de evitarlo, manteniendo los ojos abiertos, alertas, inquisitivos, más allá del aguante normal de una persona, como si un día, al cerrar los ojos, no los volviera a abrir nunca más. La mirada se le llenó de vidrio y agua. En cambio, don Fernando desa-
rrolló un aventajado movimiento de cejas; de su posición habitual, las fue conduciendo a una expresividad que a Laura le daba miedo. Como dos arcos que sostuviesen lo único que le quedaba de su personalidad, las cejas del padre no se levantaban asombradas; se arqueaban aún más, como si fuesen a un tiempo interrogación y comunicación.
La tía morena se afanaba en atender al inválido mientras Leticia atendía el hogar. Pero era Leticia la que aprendió, poco a poco, a leer la mirada de su marido, a tomarle la mano, y comunicarse con él.
– Quiere que le pongas el fistol en la corbata, María de la O.
– Quiere que lo saquemos a pasear por Los Berros.
– Tiene antojo de moros con cristianos.
¿Decía su madre la verdad o creaba un simulacro de comunicación y por ende, de vida? María de la O se adelantaba a cualquier quehacer penoso para Leticia; ella se encargaba de limpiar al inválido con toallas tibias y jabones de avena, vestirlo todas las mañanas como si el amo del hogar fuese a la oficina, con traje completo, chaleco, cuello duro, corbata, medias oscuras y botines altos; y en desvestirlo de noche y colocarlo en la cama a las nueve, con la ayuda de Zampayita.
Laura no sabía hacer otra cosa que tomar la mano de su padre y leerle las novelas francesas e inglesas que él tanto amaba, aprendiendo ella misma esos idiomas como un homenaje al padre vencido. El derrumbe físico de Fernando Díaz se imprimió velozmente en sus facciones. Se hizo viejo, pero mantuvo el dominio de sus sentimientos, pues sólo una vez lo vio Laura llorar, cuando ella le leyó la emotiva muerte del niño Little Father Time, que se suicida cuando oye a sus padres decir que no pueden alimentar tantas bocas, en Jude el oscuro de Thomas Hardy. Ese llanto, sin embargo, regocijó a Laura. Su padre la entendía. Su padre escuchaba y sentía detrás del velo opaco de la enfermedad.
– Sal, hija, haz la vida propia de tu edad. Nada entristecería más a tu padre que saberte sacrificada por él.
¿Por qué usaba su madre esa forma verbal, el subjuntivo que según las señoritas Ramos era un modo que necesitaba juntarse a otro verbo para tener significación, un indicativo de hipótesis, decía la primera señorita Ramos; de deseo, amplificaba la segunda; algo como decir «si yo fuera tú…» decían las dos a un tiempo, aunque en lugares distintos. Vivir día a día con el inválido, sin prever de-
senlaces, era la única salud que podían compartir padre e hija. Si Fernando la entendía, Laura le contaría qué hacía diariamente, cómo era la vida en Xalapa, qué novedades se iban presentando… Y entonces Laura se daba cuenta de que no había novedades. Sus compañeras de escuela se habían graduado, se habían casado, se habían ido a la ciudad de México, lejos de la provincia, porque sus maridos se las llevaron, porque la revolución centralizaba el poder aún más que la dictadura, porque las leyes agrarias y obreras amenazaban a los ricos de provincia, porque muchos se resignaron a perder lo que tenían, abandonar la tierra y la industria en el interior devastado por la contienda y rehacer sus vidas en la capital a salvo del desamparo rural y provinciano; todo ello se llevó lejos a las amigas de Laura.
Quedaron atrás, también, las excitaciones de Orlando el dandy y de la anarquista catalana; incluso se apaciguó el culto ardiente hacia Santiago, para dar lugar a la mera sucesión de horas que son días que son años. Las costumbres xalapeñas no cambiaban, como si el mundo exterior no pudiese penetrar la esfera de tradición, placidez, satisfacción propia y, acaso, sabiduría, de una ciudad que por milagro, aunque también por voluntad, no había sido tocada físicamente por la turbulencia nacional de aquellos años. La Revolución en Veracruz era más que nada un temor de perder lo que se tenía, por parte de los ricos, y un anhelo de conquistar lo necesario, por parte de los pobres. Don Fernando hablaba vagamente, en Veracruz, de la influencia de las ideas anarcosindicalistas que entraban a México por el puerto, y luego la presencia en su propia casa de la jamás vista Armonía Aznar le daba vida a esos conceptos que Laura no entendía bien. El fin de los años escolares, la desaparición de sus amigas porque se casaron y Laura no, porque se fueron a la capital y Laura se quedó aquí, la obligaron, para asumir esa normalidad que le solicitaba su madre Leticia como alivio de las penurias familiares, a hacerse amiga de muchachas más jóvenes que ella, cuyo infantilismo resaltaba no sólo en comparación con la edad de Laura, sino con la experiencia de la niña -hermana de Santiago, la joven objeto de la seducción de Orlando, la hija del padre golpeado por la enfermedad y la madre inconmovible en su sentido del deber…