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– Ay, con esta contaminación los pupilentes se ponen color café enseguida -dijo la recién llegada, metiendo el pedacito de plástico en su bolsa Chanel.

– ¿Le sucede algo a Dantón? -previo Laura.

Magdalena esbozó una sonrisa seguida de una extraña carcajada final, casi una rúbrica involuntaria-. A su hijo… bueno, a mi marido… nunca le pasa nada, señora, en el sentido de algo grave. Pero eso usted lo sabe. Él nació para triunfar.

Laura no dijo nada, pero inquirió con la mirada, ¿qué quieres?, anda, dilo ya.

– Tengo miedo, señora.

– Llámame Laura. No seas cursi.

Todo en su visitante era aproximación, duda, gasto innecesario pero perfectamente previsto para cubrir las apariencias, desde el peinado hasta los zapatos. Había que adelantarse a ella, decirle miedo de qué, de su marido, de Laura misma, del recuerdo, el recuerdo del hijo rebelde, del hijo muerto, del nieto emigrado ya, lejos del país en el que la violencia imperaba sobre la razón y, lo que es peor, sobre la pasión misma…

– ¿Miedo de qué? -repitió Laura.

Las dos se sentaron en el sofá de terciopelo azul que Laura venía arrastrando desde la Avenida Sonora pero Magdalena miraba alrededor de la estancia desordenada, la acumulación de revistas, libros, papeles, recortes y fotos pegadas con chinches a espacios de corcho. Laura entendió que la mujer miraba por primera vez el lugar

de donde su hijo salió a morir. Miró largamente el cuadro de Adán y Eva pintado por Santiago el Menor.

– Tiene usted que saber, doña Laura.

– Laura, de tú, por Dios -fingió exasperación Laura Díaz.

– Está bien. Tienes que saber que no soy lo que parezco. No soy lo que tú crees. Te admiro.

– Mejor hubieras querido y admirado un poco más a tu hijo -dijo con mucha tranquilidad Laura.

– Eso es lo que debes saber.

– ¿Saber? -dudó Laura.

– Tienes razón en dudar de mí. No importa. Si no comparto contigo mi verdad, ya no me queda con quién.

Laura no habló pero miró a su nuera con atención y respeto.

– ¿Te imaginas lo que sentí cuando mataron a Santiago? -preguntó Magda.

Laura sintió un relámpago cruzándole la cara. -Los vi a ti y a Dantón sentados en el palco presidencial en la Olimpiada con la sangre de tu hijo fresca aún.

La mirada de Magdalena era una súplica.

– Imagínate por favor mi dolor, Laura, mi vergüenza, mi furia y cómo tuve que contenerla, la manera como la costumbre de servir a mi marido venció a mi dolor, mi coraje, cómo acabé igual que siempre, sometida a mi marido…

Miró directamente a Laura.

– Tienes que saber.

– Siempre traté de imaginar qué pasó realmente entre tú y Dantón cuando murió Santiago -adivinó Laura.

– Eso es lo malo. No pasó nada. Él siguió su vida como si nada.

– Tu hijo estaba muerto. Tú estabas viva.

– Yo estaba muerta desde antes de que muriera mi hijo. Para Dantón no cambió nada. Por lo menos, cuando se le rebeló Santiago lo desilusionó. Cuando murió, a Dantón sólo le faltó decir «él mismo se lo buscó».

La mujer de Dantón movió las manos como si rasgara un velo.

– Laura, he venido a exponerme ante ti. No tengo a nadie más. No aguanto más. Necesito abrirme ante ti. Sólo me quedas tú. Sólo tú puedes entenderlo todo, el daño que siento, toda la desilusión y el dolor que se me pudren por dentro desde hace años.

– Te has aguantado.

– No creas que sin orgullo, por más sumisa que me creas, créeme que nunca perdí el orgullo de mi persona, soy mujer, soy esposa, soy madre, siento orgullo de serlo, aunque Dantón no me visite en el lecho desde hace años, Laura, acepta que por eso mismo siento furia y tengo orgullo al lado de la sumisión y las intimidades de mi vida.

Se detuvo un instante.

– No soy lo que parezco -reasumió-. Creí que sólo tú me entenderías.

– ¿Por qué, hija? -Laura acarició la mano de Magda.

– Porque tú has vivido tu vida con libertad. Por eso puedes entenderme. Es muy sencillo.

Laura estuvo a punto de decirle, de decirte, ¿qué puedo hacer por ti, ahora que el telón va a caer, igual que con Orlando, por qué todos esperan de mí que les escriba la última escena de la obra?

Más bien, tomó de la barbilla a Magdalena y preguntó: -¿Tú crees que hay un solo momento de la vida en que asumiste tú sola, sólo tú y totalmente, la responsabilidad de tu vida?

– Yo no -se precipitó Magdalena-. Tú sí, Laura. Todos lo sabemos.

Sonrió Laura Díaz. -No lo digo por ti, Magda. Lo digo por mí. Te ruego que me hagas una pregunta. Pregúntame, Magdalena. ¿Tú misma, siempre, estuviste a la altura de tus propias exigencias?

– No, yo no -balbuceó Magdalena-. Claro que no.

– No, no me entiendes -replicó Laura-. Pregúntamelo a mí. Por favor.

Magdalena emitió unas palabras confundidas, tú misma, Laura Díaz, siempre estuviste a la altura de tus propias demandas…

– Y las de los otros -extendió Laura.

– Y las de los otros -brilló la mirada de Magda, levantando su propio vuelo.

– ¿No sentiste nunca la tentación? ¿Nunca quisiste ser vista sólo como señora decente? ¿Nunca se te ocurrió que las dos cosas podían ir juntas, ser señora decente y por eso mismo, ser señora corrupta? -continuó Laura.

Se detuvo un instante.

– Tu marido, mi hijo, representa el triunfo del fraude.

Laura quiso ser implacable. Magda hizo un gesto de asco. -Siempre ha creído que la vida de los demás depende de él. Te juro que lo detesto y lo desprecio. Perdón.

Laura apretó la cabeza de Magda contra su propio pecho. -¿Y no se te ha ocurrido que el sacrificio de tu hijo redime al propio Dantón de todas sus culpas?

Ahora Magdalena se apartó del brazo de Laura y la miró desconcertada.

– Tienes que entender eso, m'ija. Si no lo entiendes, entonces tu hijo murió en vano.

Santiago, el hijo, redimió a Dantón el padre. Magda levantó la mirada y la unió con una mezcla de desfallecimiento, horror y rechazo, a la de Laura, pero la mujer de setenta y dos años, no la viuda, ni la madre, ni la abuela, simplemente la mujer llamada Laura Díaz, vio desde la ventana alejarse por la calle a su nuera Magdalena Ayub, detener un taxi y levantar la mirada de regreso a la ventana donde Laura la despedía con infinito cariño, rogándole: entiende lo que te he dicho, no te pido resignación sino coraje, valentía, el triunfo inesperado sobre un hombre que lo espera todo de su mujer sumisa, menos la generosidad del perdón.

Laura recibió la mirada sonriente de Magda antes de que ésta abordara el taxi. Quizás la próxima vez vendría en su propio coche, con su propio chofer, sin esconderse de su marido.

XXV. Catemaco: 1972

Tomó el Tren Interoceánico que tantas veces la llevó de regreso a V'eracruz. Como tantas cosas del pasado, el lujoso tren de antaño entre la capital de México, Xalapa y el puerto, se había hecho más chiquito, pero también, obviamente, más viejo. Telas gastadas, poltronas hundidas, resortes al descubierto, ventanas opacas, respaldos manchados, lavabos atascados. Laura decidió tomar el compartimento privado del pullman, una pieza aislada del resto del carro-dormitorio que de día regresaba a su condición de mero transporte y de noche, milagrosamente, dejaba caer una cama superior ya preparada con blancas almohadas y sábanas recién lavadas, cubiertas por una frazada verde. Asimismo, los asientos se convertían en camas y las ocultaban, para la hora del sueño, unas pesadas cortinas de lona con botonadura de cobre.

El dormitorio que tomó Laura, en cambio, mantenía una elegancia fané, como diría Orlando Ximénez, con espejos patinados, lavamanos con grifos bañados en oro, un cierto trompe l'oeil (Orlando) y, como anacronismo invencible, una escupidera de plata, como las de su hogar matrimonial primero, cuando Juan Francisco se juntaba con los líderes obreros. Los jabones eran Palmolive. Las toallas, meros velos de su antigua novedad. Y sin embargo, per-meaba el cuarto privado una nostalgia de la gloria pasada. Éste era el tren que conectaba a la capital del país y a su puerto principal y que esa noche conectaba a Laura con la emoción de demostrar que sí se puede regresar a casa. El precio del retorno, ése era el problema, y el boleto de los Ferrocarriles Nacionales de México no lo señalaba.

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