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– ¿Y la independencia sindical, dónde, Juan Francisco? -oyó Laura decir una noche al único viejo camarada que seguía visitando a su marido, el ya muy vencido Pánfilo que no encontraba donde escupir, porque Laura mandó retirar esos adefesios de cobre.

Juan Francisco repitió algo que ya era como su credo: -En México las cosas se cambian desde adentro, no desde fuera…

– ¿Cuándo aprenderás? -le contestó con un suspiro Pánfilo.

Cárdenas comenzaba a dar señas de independencia y Calles de impaciencia. En medio, Juan Francisco parecía desconcertado sobre el rumbo que tomaría el movimiento obrero y su propia posición dentro de él. Laura captó esta desazón y comenzó a preguntarle reiteradamente a su marido, con aire de preocupación legítima, si viene una ruptura entre Calles el Jefe Máximo y Cárdenas el Presidente, ¿de qué lado te vas a poner?, y él no tenía más remedio que recaer en su defecto anterior a la reconciliación con Laura, la retórica política, la Revolución está unida, nunca habría ruptura entre sus dirigentes, pero la Revolución ya rompió con muchos de tus ideales de antes, Juan Francisco, cuando eras anarcosindicalista (y la imagen del altillo de Xalapa y la vida amurallada de Armonía Aznar y su relación misteriosa con Orlando y la oración fúnebre de Juan Francisco regresaban todas en cascada) y él decía como un beato que repite el credo, hay que influir desde adentro, desde afuera te aplastan como una chinche, las batallas se libran en el interior del sistema…

– Hay que saber adaptarse, ¿no es cierto?

– Todo el tiempo. Claro. La política es el arte del compromiso.

– Del compromiso -repetía ella con la mayor seriedad.

– Sí.

Había que anochecer el corazón para no admitir lo que ocurría; Juan Francisco podía explicar que la necesidad política lo obligaba al compromiso con el gobierno…

– ¿Todo gobierno? ¿Cualquier gobierno?

… ella no podía preguntarle si su conciencia no lo condenaba; él hubiese querido admitir que no tenía miedo a la opinión ajena, le tenía miedo a Laura Díaz, a ser juzgado de nuevo por ella, hasta que una noche volvieron a estallar los dos.

– Estoy harto de que me juzgues.

– Y yo de que me espíes.

– No sé a qué te refieres.

– Has encerrado mi alma en un sótano.

– No te tengas tanta lástima, me das pena.

– No me hables como el santo a la pecadora, ¡dirígete a mí!

– Me indigna que me pidas resultados que no tienen nada que ver con la realidad.

– Deja de imaginar que te juzgo.

– Con tal de que sólo me juzgues tú, pobrecita de ti, me tiene sin cuidado, y ella quería decirle, ¿crees que regresé contigo sólo para hacerme perdonar mis propios errores?, se mordió la lengua, la noche me acecha, la madrugada me libera, se fue a la recámara de los niños a mirarlos dormir, a apaciguarse.

Viéndolos dormir.

Le bastaba mirar las dos cabecitas hundidas en las almohadas, cubierto hasta la barbilla Santiago, descubierto y despatarrado Dantón, como si hasta en el sueño se manifestasen las personalidades tan opuestas de los muchachos y se preguntó si ella, Laura Díaz, en este punto preciso de su existencia, tenía algo que enseñarles a sus hijos o por menos el coraje de preguntarles, ¿qué quieren saber, que les puedo decir?

Sentada allí frente a las camas gemelas, sólo podía decirles que vinieron al mundo sin ser consultados y por eso la libertad de los padres al crearlos no los salvaba a ellos, las criaturas de una herencia de rencores, necesidades e ignorancias que los padres, por más que lo intentasen, no podrían disipar sin dañar la libertad misma de los hijos. A ellos les tocaría combatir por sí mismos los males de la

heredad en la tierra y ella la madre no podía sin embargo retirarse, desaparecer, convertirse en el fantasma de su propia descendencia. Estaba o obligada a resistir en nombre de ellos sin demostrarlo nunca, permanecer invisible al lado de los hijos, no disminuir el honor de la criatura, la responsabilidad del hijo que necesitaba creer en su propia libertad, saberse la fragua de su propio destino. ¿Qué le quedaba a ella sino vigilar discretamente, soportar mucho y pedir, a la vez, mucho tiempo para vivir y poco para sufrir, como las tías Hilda y Virginia?

Pasaba, a veces, toda la noche mirándolos dormir, decidida a acompañar a sus hijos por dondequiera como un larguísimo litoral donde el mar y la playa son distintos pero inseparables; aunque el viaje durase sólo una noche, pero con la esperanza de que no terminase nunca, dejando suspendida sobre la cabeza de sus hijos la pregunta, ¿cuánto tiempo, cuánto tiempo les darán Dios y los hombres a mis hijos sobre la tierra?

Viéndolos dormir hasta que sale el sol y la luz les toca a los niños la cabeza porque ella misma puede tocar el sol con las manos, preguntándose cuántos soles soportarían ella y sus hijos. Por cada parcela de luz había una silueta de sombra.

Entonces Laura Díaz se apartaba de las camas donde dormían sus hijos, se levantaba agitada por una turbia marea y se decía (casi se los decía a ellos) para que entendieran a su propia madre y no la condenaran a la piedad primero y al olvido después, les decía para ser una madre odiada y liberada por el odio de los hijos, odiada si cabía pero fatalmente inolvidable, necesito ser activa, ferviente y activa, pero aún no se cómo, no puedo regresar a lo que ya hice, quiero una revelación auténtica, una revelación que sea una elevación no una renuncia. ¡Qué fácil sería la vida sin hijos y sin marido! ¿Otra vez? ¿Esta vez sí? ¿Por qué no? ¿A la primera se agota la libertad, un fracaso anterior nos cierra las puertas de la posible felicidad fuera de las paredes del hogar? ¿He agotado mi destino? Santiago, Dantón, no me abandonen. Déjenme seguirles por dondequiera, pase lo que pase. No quiero ser adorada. Quiero ser esperada. Ayúdenme.

XII. Parque de la Lama: 1938

En 1938, las democracias europeas se hincaron ante Hitler en Munich y los nazis ocuparon Austria y Checoslovaquia, la república española se batió, replegándose, en todos los frentes, Walt Disney estrenó Blanca Nieves y los siete enanos, Sergei Eisenstein Alejandro Nevski y Leni Riefenstahl La Olimpiada de Berlín. Durante la «Noche de Cristal» las sinagogas, tiendas, hogares y escuelas judías fueron incendiadas por las tropas SS en Alemania, el Congreso de los Estados Unidos estableció el Comité de Actividades Antiamericanas, Antonin Artaud propuso una «teatro de la crueldad», Orson Welles convenció a todo el mundo de que los marcianos habían invadido New Jersey, Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo en México y, también en México, dos compañías de teléfonos rivales -la sueca Ericsson y la nacional Mexicana- prestaban servicios separados, de tal suerte (mala suerte) que el abonado a la Ericsson no podía comunicarse con el abonado a la Mexicana y viceversa. Todo este enredo obligaba a la persona poseedora de un aparato Ericsson a acudir a un vecino, amigo, oficina o estanquillo para hablarle a otra persona cuya línea era de la Mexicana y, otra vez, viceversa.

– En México, hasta los teléfonos son barrocos -decía Orlando Ximénez.

La extensión de las urbes modernas dificulta las relaciones amorosas; nadie quiere viajar una hora en autobús o automóvil para gozar de minuto y medio de sexo. El teléfono concierta los puntos intermedios de encuentro. En París, el neumático o petit bleu servía de enlace entre parejas; esos sobrecitos azules podían contener todas las promesas del amor; los novios los recibían con más sobresalto que un telegrama. Pero en México, el año de la expropiación petrolera y la defensa de Madrid, si los amantes no eran vecinos y uno tenía Ericsson y el otro Mexicana, estaban condenados a inventar redes de comunicación foráneas, complicadas o, como diría Orlando, barrocas.

Sin embargo, la primera comunicación entre ellos, el primer mensaje personal, no pudo ser más directo. Fue, simplemente,

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