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MAURA: Que en seguida se vuelve a dividir en tesis y antítesis.

VlDAL: Entonces, ¿tú, en qué crees?

MAURA: En un ambos y más. ¿Te parece una locura?

VlDAL: No. Me parece políticamente inútil.

BALTAZAR: ¿Puedo decir algo, mis socráticos amigos? Yo no creo en un milenio feliz. Creo en las oportunidades de la libertad. A cada hora. Todos los días. Déjalas pasar, y no volverán, como las golondrinas de Bécquer. Y si debo escoger entre el menor de los males, prefiero quedarme sin ninguno. Creo que la política es secundaria a la integridad personal, porque sin ésta no vale la pena vivir en sociedad. Y temo mucho que si nosotros, la República que somos todos, no damos prueba de que ponemos la moral por encima del recurso, el pueblo nos va a dar la espalda y se va a ir con el fascismo porque el fascismo no tiene dudas sobre la inmoralidad, y nosotros sí.

MAURA: ¿Y tu conclusión, Basilio?

BALTAZAR: Que el verdadero revolucionario no puede hablar de revolución porque nada merece ese nombre en el mundo actual. Conoceréis a los verdaderos revolucionarios porque nunca hablan de revolución. ¿Y la tuya, Jorge?

MAURA: Que me encuentro entre dos verdades. Una es que el mundo va a salvarse. La otra, que está condenado. Ambas son verdaderas en un doble sentido. La sociedad corrupta está condenada. Pero la sociedad revolucionaria también lo está.

VlDAL: ¿Y tú, Laura Díaz? Tú no has abierto el pico. ¿Qué piensas de todo esto, compañera?

Laura bajó la cabeza un instante, luego miró cariñosamente a cada uno, finalmente habló:

– Me llena de alegría ver que la disputa más encarnizada entre los hombres siempre revela algo que les es común.

– Se ven ustedes muy enamorados -dijo Basilio Baltazar mirando a Jorge y a Laura-. ¿Cómo miden el amor en medio de todo esco que está ocurriendo?

– Dilo mejor así -terció Vidal-. ¿Sólo cuenta la felicidad personal, no la desgracia de millones de seres?

– Yo le hago otra pregunta, señor Vidal -dijo Laura Díaz-. ¿Puede el amor de una pareja suplir todas las infelicidades del mundo?

– Sí, supongo que hay maneras de redimir al mundo, seamos los hombres tan solitarios como nuestro amigo Basilio o tan organizados como yo -dijo con una mezcla de humildad y arrogancia Vidal.

Esa mirada no escapó a Basilio ni a Jorge. Tampoco a Laura que no supo comprenderla. Lo que su intuición le dijo esa noche era que ésta era la tertulia de los adioses. Que había una tensión, una tristeza, una resignación, un pudor y, abarcándolo todo, un amor en esas miradas, que preludiaban una separación fatal, y por eso los argumentos eran tan contundentes como una lápida. Eran adioses: eran visiones perdidas para siempre, eran las mentiras del cielo que en la tierra se llaman «política». Entre las dos mentiras, hacemos una verdad dolorosa, «la historia». Y sin embargo, ¿qué había en la mirada brillante y triste de Basilio Baltazar sino un lecho con sus huellas de amor, qué había en la mirada ceñuda de Domingo Vidal sino un desfile de visiones perdidas para siempre? ¿Qué había en la mirada melancólica y sensual de su propio Jorge, Jorge Maura…? ¿Y qué había, yendo hacia atrás, en la mirada del alcalde de Santa Fe de Palencia sino el secreto público de mandar fusilar a su hija para probar que amaba a una patria, España, y a una ideología, el comunismo? ¿Y en la mirada de Clemencia ante el espejo, había sólo la repugnante visión de una vieja beata satisfecha de suprimir la belleza y la juventud de su posible rival, su propia hija?

Basilio abrazó a Jorge y le dijo, hemos llorado tanto que conoceremos el futuro cuando llegue.

– La vida sigue -se despidió Vidal abrazando al mismo tiempo a los dos camaradas.

– Y la fortuna pulsa, hermano -dijo Maura.

– Cojamos la ocasión por la cola -se separó, riendo, Vidal-. No nos burlemos de la fortuna y dejemos de lado los placeres intempestivos. Nos vemos en México.

Pero estaban en México. Se despedían en el mismo lugar en donde se encontraban. ¿Hablaban los tres en nombre de la de-

rrota? No, pensó Laura Díaz, hablaban en nombre de lo que ahora empezaba, el exilio, y el exilio no tiene patria, no se llama México, Argentina o Inglaterra. El exilio es otra nación.

5.

Le vendaron la boca y mandaron cerrar todas las ventanas que rodeaban la Plaza de Santa Fe. Sin embargo, como si nada pudiese silenciar el escándalo de su muerte, la persiguieron de la puerta romana al coso taurino grandes gritos, gritos bárbaros que quizás sólo la condenada a muerte podía escuchar, a no ser que los vecinos todos mintiesen, pues todos, esa madrugada, juran que oyeron gritos o cantos que venían del fondo de la noche moribunda.

Las ventanas cerradas. La víctima amordazada. Sólo los ojos de Pilar Méndez gritaban, ya que su boca estaba cerrada como si el fusilamiento ya hubiese ocurrido. «Séllale la boca -pidió Clemencia la madre al alcalde justiciero, su marido-, lo único que no quiero es oírla gritar, no quiero saber que gritó». «Será una ejecución limpia. No te afanes, mujer.»

Puedo oler la muerte, se iba diciendo Pilar Méndez a sí misma, despojada de su manto de pieles, vestida sólo con un sobrepelliz carmelita que no ocultaba las puntas de sus senos, descalza, sintiendo con los pies y el olfato, puedo oler la muerte, todas las tumbas de España están abiertas, ¿qué quedará de España sino la sangre que beberán los lobos?, los españoles somos mastines de la muerte, la olemos y la seguimos hasta que nos maten.

Quizás esto pensó ella. O quizás lo pensaron los tres amigos, soldados de la República los tres, que se quedaron fuera de las puertas de la ciudad, todo oído ellos, atentos sólo al tronar de los fusiles que anunciarían la muerte de la mujer por cuya vida estaban dispuestos a dar algo más que las suyas, su honor de militares republicanos, pero también su honor de hombres unidos para siempre por la defensa de la mujer amada por uno de ellos.

Dicen que al final fue arrastrada por la arena del coso, levantando con los pies arrastrados el polvo de la plaza, hasta que ella misma se vistió de tierra y desapareció en una nube granulada. Lo cierto es que esa madrugada el fuego y la tormenta, enemigos mortales, sellaron un pacto y cayeron juntos sobre la villa de Santa Fe de Palencia, silenciando el trueno de los fusiles cuando Basilio, Do-

mingo y Jorge se arraigaron en el mundo como un homenaje final a la vida de una mujer sacrificada, se miraron entre sí, y corrieron a la montaña, para avisarles a los heraldos que no apagaran el fuego, que la Ciudadela de la República no estaba vencida.

¿Qué prueba traen?

Un puñado de cenizas en las manos.

No vieron el río otoñal ahogado de hojas, pugnando ya por renacer del seco estío.

No imaginaron que el hielo del invierno próximo paralizaría las alas de las águilas en pleno vuelo.

Ya estaban muy lejos cuando la multitud azotó como un látigo, con su gritería, la plaza donde Pilar Méndez fue fusilada y donde su padre el alcalde le dijo al pueblo yo actué por el Partido y por la República sin atreverse a mirar la celosía por dónde lo miraba con odio satisfecho Clemencia su mujer, diciéndole en secreto, diles, diles de verdad, tú la mandaste matar, pero la que la odiaba era su madre, yo la maté a pesar de quererla, su madre quiso salvarla a pesar de que la odiaba, a pesar de que las dos éramos franquistas, del mismo partido, católicas las dos, pero de edad y belleza disímiles: Clemencia corrió al espejo de su recámara, trató de recuperar en su rostro envejecido los rasgos de su hija muerta, muerta Pilar sería menos que una mujer vieja, insatisfecha, plagada de calores súbitos y los rumores que se le quedaban sepultados entre las piernas. Sobrepuso las facciones de su hija joven a las suyas, vieja.

– No apaguen los fuegos. La ciudad no se ha rendido.

Laura y Jorge se fueron caminando por Cinco de Mayo, rumbo a la Alameda. Basilio arrancó en sentido contrario, hacia la Catedral. Vidal chifló para detener un camión Roma-Mérida y lo pescó al vuelo. Pero cada uno volteó a verse por última vez, como si se enviasen un postrer mensaje. «No se abandona al amigo que nos acompañó en la desgracia. Los amigos se salvan o se mueren juntos.»

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