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IX. Tren Interoceánico: 1932

En el mismo tren que la llevó, recién casada, de Xalapa a la ciudad de México, Laura Díaz viajaba ahora de regreso. Esta vez era de día, no de noche. E iba sola. Su última compañía antes de llegar a la Estación Colonia fue una jauría de perros que la siguió y precedió, amenazante sobre todo por su novedad. No se había dado cuenta de dos cosas. La ciudad se había secado. Uno tras otros, los lagos y los canales -Texcoco, La Viga, La Verónica, los tributarios moribundos de la laguna azteca- se fueron llenando de basura primero, de terregales después, de asfalto al final; la ciudad lacustre murió para siempre, inexplicablemente para la imaginación de Laura que a veces soñaba con una pirámide rodeada de agua.

La invadieron, en cambio, los perros, los cruzados sin cruzada, perdidos, desorientados, objeto parejo de miedo y de compasión, a veces collies finos, daneses galopantes o degenerados pastores alemanes, confundidos todos, al fin, en una vasta jauría sin collar, sin rumbo, sin dueño, sin raza. Las familias que tenían perros finos se fueron todas de México con la Revolución y dejaron sueltos a los animales, a que se fugaran o a que se murieran, por fidelidad, de hambre. En varias casas ricas de la Colonia Roma y del Paseo de la Reforma se encontraron cadáveres de perros atados a sus postes, encerrados en sus casetas, incapaces de comer o de huir. Apostaron -los perros y sus amos- a la deslealtad con tal de sobrevivir.

«Se han criado entre sí, sin lección alguna, pues ningún can sabe que tiene pedigrí, Laura, y si sus dueños regresan -que ya empiezan a volver, casi todos de París, unos cuantos de Nueva York, un montón de La Habana- ya no les podrían recuperar…».

Esto le advirtió Orlando. En el tren, ella trató de olvidar la imagen de los perros perdidos, pero era una visión que se encimaba a todas las de su vida con Orlando durante los pasados dieciocho meses desde que se acostaron por primera vez en el Hotel Regis y ya se quedaron allí para siempre, Orlando pagaba la habitación y el servicio y juntos iniciaron la vida social que Orlando llamaba «ob-

servación para mi novela», aunque Laura se preguntaba, a veces, si su amante realmente gozaba de esta fácil frivolidad apoderada de una ciudad de vuelta a la paz después de veinte años de sobresaltos revolucionarios, o si el recorrido de Orlando por todos los medios urbanos era parte de un plan secreto, como su relación de intermediario con la anarquista catalana Armonía Aznar.

Nunca se lo preguntó. Jamás se atrevió. Era la diferencia con Juan Francisco que contaba cuanto le ocurría, hasta convertirlo en oratoria, y Orlando, que jamás comentaba lo que hacía. Laura estaba sujeta a conocer lo que venía, nunca lo que ya había pasado. Ni la relación con la vieja anarquista del altillo de Xalapa ni la relación con el hermano fusilado en Veracruz. Qué fácil le habría sido a Orlando jactarse de la primera, redituarse de la segunda. En ambas, una aureola heroica tocaba a cuantos tocaron a Armonía Aznar y a Santiago Díaz. ¿Por qué no aprovechaba ese resplandor Orlando?

Mirándolo dormir, exhausto, indefenso ante los ojos de la mujer despierta, Laura imaginaba muchas cosas. El pudor público, en primer lugar: él lo llamaría reserva, distinción, aunque con abundantes dardos satíricos dirigidos contra él mismo y epigramas envenenados ofrecidos a la sociedad. Ella no dudaba en llamarlo así, el pudor de este hombre intensamente impúdico en su sexualidad: su compromiso, acaso, con el secreto necesario para avanzar una causa política -¿cuál, la anarquía, el sindicalismo, la no reelección, la revolución, o más bien a la Revolución así, con mayúscula, el hecho que todo lo había puesto de cabeza en México, el inmenso mural en medio del cual habían vivido todos, un mural como los que pintaba Diego Rivera, cabalgatas y asesinatos, riñas y batallas, heroísmos sin fin y ruindades equiparables en número; fugas y acercamientos, abrazos y puñaladas…? Recordó cuando, joven casada, descubrió el nuevo arte mural y visitó a Diego pintando en Palacio.

– Me corrió, Orlando, porque iba vestida de negro por la muerte de mi padre.

– ¿No sientes nostalgia de Xalapa?

– Te tengo a ti, ¿cuál nostalgia, pues?

– Tus hijos. Tu madre.

– Y las viejas tías -sonrió Laura porque Orlando le hablaba con solemnidad desacostumbrada-. Pensar que Diego Rivera es supersticioso.

– Sí, las viejas tías, Laura…

¿Era un héroe misterioso? ¿Era un amigo discreto? Pero además, ¿era un niño sentimental? Todo lo que Laura podía imaginar sobre el «verdadero» Orlando cada mañana, lo destruía el «verdadero» Orlando cada noche. Como un vampiro, el ángel del alba, candoroso y amante, se convertía en un diablo ofensivo, con lengua envenenada y mirada cínica, apenas se ponía el sol. Es cierto, a ella jamás la maltrató y Laura, en su rostro, aún sentía el golpe de su marido Juan Francisco cuando la arrastró fuera del taxi aquella noche. Nunca lo olvidaría. Nunca lo perdonaría. Un hombre no sabe lo que significa un golpe en la cara para una mujer, el abuso impune, la ofensa del más fuerte, la cobardía, la injuria a la belleza que toda mujer, sin excepción, guarda y expone en su rostro… Orlando jamás la hizo objeto de ironías o bromas crueles; aunque sí la obligaba a asistir de noche a la negación del Orlando diurno, discreto, sentimental, erótico, sobrio en su trato del cuerpo femenino como si fuera el suyo propio, Orlando que podía ser a un tiempo apasionado y respetuoso con el cuerpo femenino unido al suyo…

– Prepárate -le dijo sin mirarla, tomándola del brazo con la determinación de dos cristianos que entran al circo de los leones-. Brace yourself, my dear. Es el Circo Máximo, pero en vez del rugir de los leones, oye el mugido de las vacas, oye el balar de los corderos. Y sí, distingue el aullido de los lobos. Avanti, popolo romano… Allí viene nuestra anfitriona. Mírala bien. Mírala. Es Carmen Cortina. Bastan tres palabras para definirla. Bebe. Fuma. Envejece.

– Darlings! ¡Qué alegría verlos otra vez… y verlos juntos todavía! Milagros, milagros…

– Carmen. Deja de beber. Deja de fumar. Te haces vieja.

– ¡Orlando! -lanzó una carcajada la dueña de la casa-. ¿Qué haría sin ti? Me dices las mismas verdades que mi mamá, que Dios tenga en su gloria…

Era noche tormentosa afuera y enervada adentro.

– Piensa lo que quieras y no esperes que yo hable bien de mis amigos -le dijo el pintor lúgubre al crítico vestido de blanco, quien entonó su consabido «todos somos unas fachas».

– No es eso lo que quiero decir. Es que yo sólo tengo amigos indefensibies. Si son dignos de mi amistad, no pueden serlo también de mi defensa. Nadie merece tanto.

– Puras fachas.

– No es ese el problema -terció un joven profesor de filosofía con bien ganada fama de seductor indiscriminado-. Lo

que importa es tener mala fama. Ésa es la virtud pública en el México de hoy. Te llames Plutarco Elias Calles o Andrea Negrete

__dijo Ambrosio O'Higgins, que tal era el nombre del alto, rubio,

acongojado especialista en Husserl cuya fenomenología personal era una mueca permanente de desagrado y dos ojos, aunque adormilados, llenos de clara intención.

– Pues a ti ni quien te gane -le dijo la resucitaca y aludida Andrea Negrete, que después del fracaso de su última película La vida es un valle de lágrimas, subtitulada «Pero la mujer sufre más que el hombre», se había recluido en un convento de su provincia natal, Durango, dominado por la tía abuela de la actriz y habitado solamente por doce primas de ésta.

– Ni mi tía la abadesa ni mis primas las monjas se dieron cuenta de que conmigo eran trece a la mesa del refectorio. Son unas santas sin asomo de malicia. La que se moría de miedo era yo. Temía que se me atragantara el mole. Porque eso sí, el mejor restorán de México es el convento de mi da sor María Auxiliadora, se los juro por ésta…

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