Se besaba los dedos en cruz y Laura cerraba los ojos para imaginarse, de nuevo, el machetazo amoroso del Guapo de Papan-tla, los dedos cortados de la abuela Cósima, las uñas mutiladas chorreando sangre bajo el sombrero del chinaco…
– Pues a ti ni quién te gane -le decía la actriz al filósofo.
– Sí. Tú -le contestó el joven de apellido irlandés y ceja paralíticamente arqueada.
– Entonces a ver si juntos nos emparejamos -le sonrió Andrea.
– Para eso tendría que encanecer tantito -sacó la pipa O'Higgins-. Aquí y allá. Canas, digo, no ganas.
– Ay niño, eres tan bueno que la moral no te hace falta.
Andrea les dio la espalda sólo para encontrarse al marinero de calzón corto y a la estrella infantil coronada de bucles. Intercambiaban sutiles amenazas.
– Un día, voy a sacar mi puñalito y te voy a dejar como coladera…
– ¿Sabes tu problema, querida? Tienes un solo culo y quieres cagar en veinte bacinicas…
– ¿Te das cuenta, Orlando? Mira a ese muchacho guapísimo.
Orlando estuvo de acuerdo con Laura, ambos miraron al joven mejor parecido de la reunión.
– ¿Sabes que desde que llegamos sólo se mira intensamente al espejo?
– Todos nos estamos mirando al espejo, Laura. Lo malo es que a veces no vemos el reflejo. Mira a Andrea Negrete. Lleva veinte minutos posando sola, como si todo el mundo la admirase, pero nadie le hace caso.
– Más que tú, que te fijas en todo -Laura le acarició la barbilla a su amante.
– Y el muchacho guapo que se mira al espejo todo el tiempo y no habla con nadie… Andrea -Orlando hizo un gesto abrupto-, colócate detrás de ese chico.
– ¿El Adonis?
– ¿Lo conoces?
– No habla con nadie. Sólo se mira al espejo.
– ¿Colócate detrás de él? ¿Por favor?
– ¿Qué me dices?
– Aparécete. Sé su reflejo. Es lo que busca. Sé su fantasma. Apuesto a que esta noche te acuestas con él.
– Querido, me tientas…
Laura Riviére entró acompañada de un hombre altivo, moreno, en «la fuerza de la edad», le dijo Orlando a Laura Díaz, es un millonario y político muy poderoso, Artemio Cruz, es el amante de Laura, se acercó a chismearles Carmen Cortina, y nadie se explica por qué no deja a su mujer, una poblana bien cursi y provinciana -perdón, Laurita, no es indirecta-, cuando posee, subrayo, posee a una de las mujeres más distinguidas de nuestra sociedad, c'est fou, la vie!, alcanzó a exclamar, exasperada, Carmen la Ciega, como le decía Orlando cuando el tedio se apoderaba de su humor alicaído.
– Laura querida -se acercó a decirle Elizabeth a su compañera de bailes xalapeños-. ¿Viste quiénes llegaron? ¿Ves cómo se hablan al oído? ¿Qué quiere decirle Artemio Cruz a Laura Riviére que no se atreve? Ah, y un consejo, querida, si quieres conquistar a un hombre, no hables: respira, nada más respira, jadeando tantito, así… Te lo digo porque a veces te oigo alzar la voz demasiado.
– Pero Elizabeth, ya tengo un hombre…
– Nunca se sabe, you never know… Pero no vine a darte clases de respiración, sino a decirte que me sigas mandando las cuentas de todo, del peluquero, de la ropa, no te midas, chulita, el bembo de
Caraza me dejó bien armada, gastar es mi placer y no quiero que nadie
diga que mi amiga es la mantenida de Orlando Ximénez…
Laura, con el dibujo de una sonrisa agria, le preguntó a Eli-zabeth: -¿Por qué me estás ofendiendo?
– ¿Ofenderte yo? ¿A mi amiga de siempre? Jesús!
Elizabeth se secó el sudor que perlaba la división de sus ya muy prepotentes senos.
– Bueno, me estás cortando.
– No lo tomes así.
– Te he prometido pagarte. Conoces mi situación.
– Esperemos a la siguiente revolución, mi amor. A ver si a tu marido le va mejor entonces. ¿Diputado por Tabasco? No me hagas reír. Ése es un estado de comecuras y bebedores de tepache, no de señores que pagan la renta.
Laura le dio la espalda a Elizabeth y tomó la mano de Orlando con una urgencia de fuga. Orlando acarició la de Laura, sonriente.
– ¿No quieres toparte con el terrible Artemio Cruz en el elevador? Dicen que es un tiburón y a ti, mi amor, sólo te mastico yo.
– Míralo. Qué tipo arrogante. Ha dejado plantada a Laura.
– Te digo que es un tiburón. Y los tiburones nunca dejan de moverse. Si se detienen, se hunden y se mueren en el fondo del mar.
Las dos Lauras se atrajeron espontáneamente. -Las dos Lauras tienen cara de tristeza, ¿qué tendrá la tristeza que está tan princesa? -susurró Orlando y se fue a buscarles copas a todos.
– ¿Por qué toleramos la vida social? -preguntó sin más la mujer rubia.
– Por miedo, yo creo -le contestó Laura Díaz.
– ¿Miedo a hablar, miedo a decir la verdad, miedo a que se rían de nosotros? ¿Te das cuenta? No hay nadie aquí que no venga armado de bromas, chistes, wit. Son sus espadas para defenderse en un torneo en el que el premio es la fama, el dinero, el sexo y sobre todo sentirse más listo que el prójimo. ¿Tú quieres eso, Laura Díaz?
Laura negó con énfasis, no.
– Entonces sálvate pronto.
__.?
¿…
– Yo ya no puedo. Estoy capturada. Mi cuerpo está capturado por la rutina. Pero te juro que si pudiera escaparme de mi propio cuerpo… lo detesto -exhaló Laura Riviére con un gemido inaudible-. ¿Sabes a qué conduce todo esto? A una cruda moral permanente en la que acabas odiándote a ti misma.
– Mira -se acercó Orlando balanceando tres manhattans en la copa de sus manos reunidas-. Ya hicieron click la Máxima
Actriz y el Máximo Narciso. Tuve razón. Las mujeres famosas fueron inventadas por hombres inocentes.
– No -tomó la copa la Riviére-. Por hombres maliciosos que nos condenan a la teatralidad.
– Queridos -interrumpió Carmen Cortina-. ¿Ya les presenté a Querubina de Landa?
– Nadie se llama Querubina de Landa -le dijo Orlando a Carmen, al aire, a la noche, a la prolongada y proclamada señorita Querubina de Landa colgada del brazo del filósofo galán, a quien de paso Orlando le espetó: -Con razón te dicen El Gran Pepenador.
– En esto de los nombres, mi querido aunque iletrado Orlando, nadie ha dicho mejor que Platón: hay nombres convencionales, hay nombres intrínsecos a las cosas y hay nombres que armonizan a la naturaleza y a la necesidad, como por ejemplo Laura Riviére y Laura Díaz. Buenas noches.
O'Higgins se inclinó ante la compañía y le pegó una nalgada a la convencional, natural, armoniosamente llamada Querubina de Landa: -Let's fuck.
– Apuesto a que en realidad se llama Petra Pérez -dijo la cordial anfitriona y corrió a saludar a una insólita pareja que entraba al salón del penthouse sobre el Paseo de la Reforma, un señor muy anciano tomado del brazo de una señora perpetuamente temblorosa.
Los tacones de Laura Díaz sonaban a martillo sobre la banqueta de la avenida. Sonrió tomada del brazo de Orlando. Le dijo que se habían conocido en una hacienda de Veracruz para acabar en un penthouse del Paseo de la Reforma, pero con las mismas reglas y aspiraciones: ser admitidos o desaprobados por la sociedad y sus emperatrices, doña Genoveva Deschamps en San Cayetano, Carmen Cortina en México.
– ¿No podemos escapar? Llevamos ya dieciocho meses en esto, mi amor.
– Para mí el tiempo no cuenta si estoy contigo -dijo el ya no tan joven y ahora alopécico Orlando Ximénez.
– ¿Por qué nunca usas sombrero? Eres el único.
– Por eso, para ser único.
Caminaron por la parte arbolada de la avenida esa noche fría de diciembre. El sendero de tierra suelta estaba hecho para jinetes madrugadores.
– Sigo sin saber nada de ti -se atrevió a decirle Laura, apretándole más la mano.
– Yo no te escondo nada. Sólo ignoras lo que no quieres saber.
– Orlando, noche tras noche, como hoy, sólo escuchamos frases hechas, preparadas, esperadas…
– No te quedes corta. Desesperadas.
– ¿Sabes? He acabado por darme cuenta que en este mundo al que me has introducido no importa cómo terminemos. Hoy fue una noche interesante para mí. Los que más se importaban entre sí eran Laura Riviére y Artemio Cruz. Ya ves. Él se fue, la noche terminó mal. Eso es lo más importante que pasó esta noche.