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– La América tropical -contestó sin inmutarse el muralista de negra cabellera rizada y alborotada, fulgurantes ojos verdes, inmensas aletas nasales y, curiosamente, un habla entrecortada por hesitaciones y muletillas, por «pueses» y «estes» y «;nos?».

La patrocinadora tuvo una visión maravillosa, oyendo a Siqueiros, de palmeras y puestas de sol, rumberas cimbrantes y gallardos charros, techos de tejas coloradas y decorativos nopales. Firmó el cheque y dio el visto bueno.

El día de la inauguración, con la vieja plaza repleta de autoridades y gente de sociedad, se corrió el velo de América tropical y apareció el mural de una América Latina representada por un Cristo moreno, esclavizado y crucificado. Una América Latina crucificada, desnuda, agónica, colgando de una cruz sobre la cual rampa-ba, con ánimo feroz, el águila del escudo norteamericano…

La patrocinadora sufrió un desmayo, las autoridades pusieron el grito en el cielo, Siqueiros había puesto a Los Ángeles en el infierno, y al día siguiente el mural amaneció totalmente cubierto de cal, ciego y segado, invisible para el mundo, como si nunca hubiera existido. Nothing. Nada.

Verlo restaurado, en su sitio, esta tarde del primer año del nuevo milenio, conmovió a Enedina más que a mí. Mi muchacha de ojos verdes y piel oliva, levantó los brazos y se restiró el pelo largo hacia la nuca, enrollándolo en una trenza tensa que descargaba su emoción como un pararrayos. La restauración de la obra era una restauración de ella misma, de Enedina, me lo diría más tarde, era el diploma de una total pertenencia a la personalidad chicana, tanto a México como a los Estados Unidos. No había nada que esconder, nada que disimular, esta tierra era de todos, de todas las razas, de todas las lenguas, de todas las historias. Ése era su destino, porque ése era su origen.

Estuve demasiado ocupado fotografiando el mural, contento de que por una vez una comisión de trabajo coincidiese con un proyecto propio, un libro sobre el muralismo mexicano en edificios norteamericanos, virtualmente interrumpido en Detroit cuando fui asaltado y golpeado al salir del Instituto de Artes donde, al fotografiar el mural de Rivera sobre la industria, descubrí el rostro de una mujer que era mía, de mi sangre, de mi memoria, Laura Díaz, la abuela de mi padre, asesinado en Tlatelolco, la madre de otro Santiago que no pudo cumplir su promesa pero que acaso le transmitió a su sobrino la continuidad de la imagen artística, la hermana de un primer Santiago fusilado en Veracruz y entregado a las olas del Golfo de México.

Ahora, aquí, en Los Angeles, en la Babel americana, el Bi-zancio del Pacífico, la utopía del siglo que se iniciaba, acaso yo cerraba el capítulo de mi ascendencia artística y familiar, la crónica que Enedina y yo decidimos llamar «Los años con Laura Díaz».

– ¿Hay algo más que decir? -me preguntó Enedina esa noche, abrazados los dos, desnudos, en nuestro apartamento de Santa Mónica, cerca del rumor del mar.

Sí, sin duda siempre había algo más, pero entre los dos, Enedina y yo, casi hermanos desde niños, pero amantes absolutos, entregados el uno al otro, sin explicaciones, desde que llegamos en la infancia a California y luego crecimos juntos, juntos fuimos a la escuela, juntos estudiamos en UCLA y nos apasionamos por sus cursos de filosofía y de historia, la Revolución Mexicana, la historia del socialismo y del anarcosindicalismo, el movimiento obrero en América Latina, la guerra de España, el Holocausto, el Macartismo en los Estados Unidos, el estudio de los textos de Ortega y Gasset, Edmundo Husserl, Karl Marx y Ferdinand de Lasalle, la visión de las

películas de Eisenstein sobre México y Leni Riefenstahl sobre la gloria hitleriana y Alain Resnais sobre Auschwitz, «noche y niebla», la revisión de las obras fotográficas de Robert Capa, Cartier-Bres-son, Wegee, André Kertesz, Rodtchenko y Álvarez Bravo, la suma de estos aprendizajes y curiosidades y disciplinas compartidas cimentó nuestro amor y ella voló a Detroit apenas supo del asalto que sufrí y pasó las horas junto a mí en el hospital.

Hablando.

Yo había sufrido una contusión cerebral, tuve sueños absolutos, debí guardar cama para recuperar el uso de una pierna rota, pero no perdí la memoria de los sueños, aunque recuperé lentamente el uso de la pierna.

Hablando.

Hablando con Enedina, recordando todo lo posible, inventando lo imposible, mezclando libremente la memoria y la imaginación, lo que sabíamos, lo que nos contaron, lo que las generaciones de Laura Díaz conocieron y soñaron, lo factible, pero también lo probable, de nuestras vidas, la genealogía de Felipe Kel-sen y Cósima Reiter, las hermanas Hilda, Virginia y María de la O, Leticia la Mutti y su marido Fernando Díaz, el primer Santiago hijo de Fernando, el primer baile de Laura en la Hacienda de San Cayetano, el matrimonio con Juan Francisco, el nacimiento de Dantón y el segundo Santiago, los amores con Orlando Ximénez y Jorge Maura, la devoción por Harry Jaffe, la muerte del tercer Santiago en Tlatelolco, la liberación, el dolor, la gloria de Laura Díaz, la hija, la esposa, la amante, la madre, la artista, la vieja, la joven: todo lo recordamos Enedina y yo, y lo que no recordamos lo imaginamos y lo que no imaginamos lo descartamos como indigno de una vida vivida para la posibilidad inseparable de ser y no ser, de cumplir una parte de la existencia sacrificando otra parte y sabiendo siempre que nada se posee totalmente, ni la verdad ni el error ni el conocimiento ni el recuerdo, porque descendemos de amores incompletos aunque intensos, de memorias intensas aunque incompletas, y no podemos heredar sino lo mismo que nuestros antepasados nos legaron, la comunidad del pasado y la voluntad del porvenir, unidos en el presente por la memoria, por el deseo y por la sabiduría de que todo acto de amor hoy cumple, al fin, el acto de amor iniciado ayer. La memoria actual consagraba, aunque la deformase, la memoria de ayer. La imaginación de hoy era la verdad de ayer y de mañana.

– ¿Por eso pusiste en la tarjeta amarrada al pie de tu padre muerto, tu propio nombre, SANTIAGO EL TERCERO, 1944-1968?

– Sí. Creo que morí con ellos para que ellos siguieran viviendo en mí.

Desde el lecho, Enedina y Santiago miraron largo rato la pintura de Adán y Eva ascendiendo desde el paraíso en vez de caer del paraíso, la pintura de los primeros amantes desnudos y dueños de su sensualidad, realizada por el segundo Santiago, Santiago el Menor, antes de morir. Laura Díaz, en su testamento, la había legado a la última pareja, Santiago y Enedina.

– Te quiero, Santiago.

– Y yo a ti, Enedina.

– Quiero mucho a Laura Díaz.

– Qué bueno que entre los dos pudimos recrear su vida.

– Sus años. Los años con Laura Díaz.

Reconocimientos

Las mejores novelistas del mundo son nuestras abuelas y a ellas, en primer lugar, les debo la memoria en que se funda esta novela. Son mi abuela materna, Emilia Rivas Gil de Macías, viuda de Manuel Macías Gutiérrez, ella nacida en Alamos, Sonora, y él en Guadalajara, Jalisco; ella descendiente de inmigrantes montañeses de Santander, España y, según rumores que he recogido, de yaquis sonorenses. Mi abuelo Macías murió trágicamente, en 1919, dejando a mi abuela con cuatro jóvenes hijas, María Emilia, Sélika, Carmen y mi madre, Berta Macías de Fuentes.

Mi abuela paterna, Emilia Boettiger de Fuentes, nació en Catemaco, Veracruz, de Philip Boettiger Keller, inmigrante alemán de Darmstadt en la Renania y casado con una joven de origen español, Ana María Murcia de Boettiger, con quien tuvo tres hijas, Luisa (Boettiger de Salgado), María (Boettiger de Álvarez) y Emilia (Boettiger de Fuentes), casada con Rafael Fuentes Vélez, gerente del Banco Nacional de México en Veracruz e hijo de Carlos Fuentes Benítez y de Clotilde Vélez, que es quien fue asaltada y mutilada en la diligencia entre México y Veracruz. Una cuarta hermana Boettiger, Anita, era mulata y producto de un amor nunca confesado de mi bisabuelo. Ella siempre formó parte, segura y cariñosa, de la familia Boettiger.

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