– My baby, my baby.
XX. Tepoztlán: 1954
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– Debo guardar silencio para siempre.
Ella quiso llevarlo a México, a un hospital. El quería permanecer en Cuernavaca. Transaron por pasar un tiempo en Tepoztlán. Laura imaginó que la belleza y soledad del lugar, un valle subtropical extenso pero ceñido por imponentes montañas piramidales, moles verticales, cortadas a pico, sin laderas o colinas circundantes, rectas y desafiantes como grandes muros de piedra levantados para proteger los campos de azúcar y brezo, de arroz y naranjos, les serviría de refugio a ambos, quizás Harry se decidiría a escribir de nuevo, ella lo cuidaba, era su papel, lo asumió sin pensarlo dos veces, la liga creada entre los dos durante los pasados dos años era inquebrantable, se necesitaban..
Tepoztlán le devolvería la salud a su tierno, amado Harry, lejos de la repetición incesante de los actos trágicos de Cuernavaca. La casita que alquilaron existía protegida pero ensombrecida por dos grandes moles, la de la montaña y la de la inmensa iglesia, monasterio y fortaleza construido por los dominicos en competencia con la naturaleza, como tantas veces sucede en México. Harry le hacía notar esto, la tendencia mexicana a hacer una arquitectura que rivalizara con la naturaleza, imitaciones de montañas, de precipicios, de desiertos… La casita de Tepoztlán no competía con nada, por eso la escogió Laura Díaz, por su sencillez de adobes desnudos dando a una calle sin pavimentar por la que pasaban más perros sueltos que seres humanos, y adentro esa otra capacidad mexicana para pasar de un poblado pobre y descuidado a un oasis de verdor, plantas color sandía, fuentes limpias, patios serenos y corredores frescos que parecían venir desde muy lejos y no terminar nunca.
Sólo tenían una recámara con un camastro antiguo, un baño mínimo decorado por azulejos quebradizos y una cocina como las de la niñez de Laura, sin aparatos eléctricos, con sólo estufas de carbón que pedían un abanico para animarse y una hielera que requería
la diaria visita del repartidor para mantener frías las botellas de Dos Equis que eran el placer de Harry. La vida de la casa ocurría alrededor del patio, allí estaban los equípales y la mesa de cuero, difícil para escribir sobre ella, blanda y manchada por demasiados círculos mojados de fondo de cerveza. Los cuadernos, las plumas, permanecían en un cajón del dormitorio. Cuando Harry empezó a escribir de nuevo, Laura leyó en secreto las páginas de los cuadernos escolares de mala calidad por los que se escurría la tinta de la Esterbrook de Harry. Él sabía que ella leía, ella sabía que él sabía, de eso no se hablaba.
«Jacob Julius Garfinkle, ése era su nombre original. Crecimos juntos en Nueva York. Si eres un chico judío del Lower East Side de Manhattan, naces con ojos, narices, boca, orejas, pies y manos, todo un cuerpo más algo sólo nuestro: un pedruzco en el hombro, a chip on the shoulder, desafiando al extraño (y quién no es un extraño si naces en un barrio como el nuestro) a que te quite de un manotazo brutal o de un delicado y desdeñoso dedazo, la piedreci-ta que todos traemos en el hombro, a sabiendas de que esa piedre-cita no está puesta allí, nacimos con ella, es una excrecencia de nuestra carne humillada, pobre, inmigrante, italiana, irlandesa o judía (polaca, rusa, húngara, pero judía siempre), se nota más cuando nos desnudamos para darnos una ducha o hacer el amor o dormir desvelados pero hasta cuando nos vestimos la astilla del hombro rompe la tela de la camisa, o de la chamarra, sale, se muestra, le dice al mundo atrévete a molestarme, atrévete a insultarme, a pegarme, a humillarme, atrévete nada más. Jacob Julius Garfinkle, lo conocí desde niño, tenía la piedrecita en el hombro más grande que nadie, era pequeño, moreno, un judío oscuro de nariz roma y labios sonrientes pero crueles, burlones y peligrosos como sus ojos, como su postura de gallito de pelea, con su hablar de ametralladora, como su constante alerta porque el desafío estaba a la vuelta de cada esquina, en el quicio de cada puerta, la mala suerte podía caerle desde una azotea, a la salida de un bar, en el filo carcomido de un muelle junto al río… Julie Garfinkle llevó las calles malditas y los drenajes oscuros de Nueva York a la escena, se mostró desnudo y vulnerable pero armado de coraje para resistir la injusticia y salir en defensa de todos los que nacieron como él, en los inmensos ghettos, las juderías eternas de la "civilización occidental". Lo conocí en el teatro. Fue el "niño dorado", de la obra de Clifford Odets, Golden Boy, el joven violinista que cambia su talento por el éxito en el ring y se queda sin manos, sin dedos, sin puños ni para atacar a Joe Lewis (que tam-
bien era judío) ni a Félix Mendelssohn (que también era negro). Lo firmaba todo. Si le decían mira Julie, la injusticia que se está cometiendo contra los judíos, contra los negros, contra los mexicanos, contra los comunistas, contra Rusia la patria del proletariado, contra los niños pobres, contra los enfermos de oncocercosis en Nueva Guinea, Julie firmaba, lo firmaba todo y la letra de su firma era fuerte, quebrada, rotunda, era una caricia como un puñetazo, era un sudor como una lágrima, así era mi amigo Julie Garfmkle. Cuando lo llevaron a Hollywood después de su éxito en el Group Theater, no dejó de ser el quijote callejero de siempre, se interpretó a sí mismo y fascinó al público. No era ni guapo ni elegante ni cortés ni irónico, no era Cary Grant o Gary Cooper, era John Garfield, el chico peleonero de las calles malignas de Nueva York vuelto a nacer en Beverly Hills para entrar con los zapatos llenos de lodo a las mansiones rodeadas de rosales y meter las patas sucias en las piscinas cristalinas. Por eso su mejor papel fue al lado de Joan Crawford en Humoresque. Él volvía a ser, como el principio de su carrera, el muchacho pobre con talento para el violín. Pero ella que era igual que él, parecía una aristócrata rica, la mecenas del joven genio surgido de la ciudad invisible pero en realidad era otra humillada como él, una evadida de los márgenes como él, fingiendo ser una mujer rica y culta y elegante para disfrazar que era como él, una chica de la calle, una arribista de uñas duras y nalgas suaves. Por eso fueron una pareja explosiva, por ser iguales pero distintos. Joan Crawford y John Garfield, ella fingía, él no. Cuando salió de las atarjeas de América la inundación macartista, Julie Garfmkle parecía un personaje perfecto para la investigación en el Congreso. Tenía el tipo antiamericano, sospechoso, moreno, ajeno, semita. Y no era culpable de nada. Eso era lo esencial para McCarthy: aterrar al inocente. No era culpable de nada. Pero lo acusaron de todo, de firmar apoyos a Sta-lin durante las purgas de Moscú, de pedir el Segundo Frente durante la guerra, de ser un cripto-comunista, de financiar al partido con el dinero patriota y americano con que Hollywood le pagó, de manifestarse a favor de los pobres y los desposeídos (esto último bastaba para ser sospechoso, mejor hubiera pedido justicia para los ricos y los poderosos…). La última vez que lo vi, su apartamento en Manhattan era un batidillo, cajones abiertos, papeles regados, su mujer desesperada, mirándolo como a un loco y Julie Garfield buscando en chequeras, portafolios, clasificadores, entre libros viejos o en carteras deshechas las pruebas de los cheques que le imputaban, gri-
tando, "¿por qué no me dejan en paz?". Tuvo el valor pero cometió el error de aceptar la invitación del Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso a las personas que se consideraban falsamente acusadas. Presentarse ante el Comité le bastaba al Comité como prueba de culpa. En seguida, todos los ultrarreaccionarios de Hollywood, Ronald Reagan, Adolph Menjou o la mamá de Ginger Rogers, corroboraban las sospechas y entonces los congresistas le pasaban la información a los columnistas de chismes de Hollywood. Hedda Hopper, Walter Winchell, George Sokolsky, todos ellos vivieron de la sangre de los sacrificados, como Dráculas de papel y tinta. En seguida, la Legión Americana se encargaba de movilizar a sus huestes de veteranos para picketear, impedir el paso del público a las películas donde aparecía el sospechoso, John Garfield, por ejemplo. Entonces el estudio productor de las películas podía decir lo que le dijeron a Garfield: eres un riesgo. Pones en peligro la seguridad del estudio. Y despedirlo. "Pide perdón, Julie, confiesa y vive en paz/' "Nombra nombres, Julie, o te vas a quedar sin carrera." Entonces el chico callejero de los barrios pobres de Nueva York renacía desnudo y romo con los puños apretados y la voz ronca. "Sólo un imbécil se defiende de imbéciles como McCarthy. ¿Crees que yo voy a ser un prisionero de lo que diga un pobre diablo como Ronald Reagan? Déjame seguir creyendo en mi humanidad, Harry, déjame seguir creyendo que tengo un alma…" No podemos protegerte, le dijo primero Hollywood; en seguida, No podemos emplearte más; al fin, vamos a dar pruebas contra ti. La compañía, el estudio, era primero. "Tú entiendes, Julie, tú eres una sola persona. Nosotros empleamos a miles de personas. ¿Quieres que ellos se mueran de hambre?" Julie Garfinkle se murió de un ataque cardiaco a los treinta y nueve años de edad. Puede que sea cierto. Tenía el corazón tirante, a punto de estallar. Pero el hecho es que lo encontraron muerto en la cama de una de sus múltiples amantes. Yo sostengo que John Garfield se murió fornicando y que ésta es una muerte envidiable. Cuando lo enterraron, el rabino dijo que Julie llegó como un meteoro y como un meteoro se fue. Abraham Polonsky, que dirigió una de las últimas y quizás la más grande película de Julie, Forcé ofEvil, dijo "Defendió su honor de muchacho callejero y lo mataron por ello." Lo mataron. Se murió. Diez mil personas pasaron junto a su féretro para despedirlo. ¿Comunistas? ¿Agentes enviados por Stalin? Allí estaba llorando Clifford Odets, el autor de Golden Boy, la gloria de la izquierda literaria, convertido en delator por el Comité del