Литмир - Электронная Библиотека
A
A

XIII. Café de París: 1939

– Tengo que hablarte de Raquel Alemán,

También le habló de sus compañeros de la causa republicana que estaban en México con misiones distintas a la suya. Acostumbraban reunirse en un lugar muy céntrico, el Café de París en la Avenida Cinco de Mayo, a donde concurría la intelectualidad mexicana de la época, encabezada por un hombre de gran ingenio y sarcasmo ilimitado, el poeta Octavio Barreda, que estaba casado con una hermana de Lupe Marín, la mujer de Diego Rivera anterior a Frida. Carmen Barreda se sentaba en el Café de París y escuchaba las ironías y burlas de su marido sin inmutarse. Nunca lo celebraba y él parecía agradecérselo; era el mejor comentario al humor seco, el dead-pan humour de su marido, traductor, al cabo, de La tierra baldía de Eliot al español.

Todos esperaban de él una obra mayor que nunca llegaba; era un crítico mordaz, un animador de revistas literarias y un hombre de gran distinción física, alto, delgado, con facciones de héroe de la Independencia, tez morena clara y ojos muy verdes y chispeantes. Estaba en una mesa con Xavier Villaurrutia y José Gorostiza, dos maravillosos poetas. Villaurrutia, abundante en su disciplina misma, daba la impresión de que su poesía, por ser tan desnuda, era escasa. En realidad, reunía un grueso volumen en el que la ciudad de México cobraba una sensibilidad nocturna y amorosa que nadie, antes que él, había conseguido:

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera y el grito de la estatua desdoblando la esquina. Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito, querer tocar el grito y hallar sólo el eco, querer asir el eco y encontrar sólo el muro, y correr hacia el muro y tocar un espejo.

Villaurrutia era pequeño, frágil, a punto de ser dañado por fuerzas misteriosas e innombrables. La vida se le iba en la poesía. En

cambio, Gorostiza, sólido, socarrón y callado, era autor de un solo gran poema largo Muerte sin fin, que muchos consideraban el mejor poema mexicano desde los de la monja Sor Juana Inés de la Cruz en el siglo XVII. Era un poema de la muerte y la forma, la forma -el vaso- aplazando la muerte -el agua que se impone, trémulamente, como la condición misma de la vida, su flujo. En medio, entre la forma y el flujo, está el hombre contenido en el perfil de su vital mortalidad, «lleno de mí, sitiado en mi epidermis por un dios inasible que me ahoga».

Había atracciones y rechazos serios entre estos escritores mexicanos, y el punto de la discordia parecía ser Jaime Torres Bo-det, un poeta y novelista indeciso entre la literatura y la burocracia, que al cabo optó por ésta, pero nunca renunció a su ambición literaria. Barreda posaba a veces como un lavandera y espía chino de su invención, el Doctor Fu Chan Li, y le decía a Gorostiza:

– Cuídate de toles.

– ¿Qué toles?

– Toles Bodet.

Es decir que Jorge Maura y sus amigos se sentían como en su casa en esta réplica mexicana de la tertulia madrileña -un nombre, recordó Villaurrutia, derivado de Tertuliano, el Padre de la Iglesia que allá por el siglo segundo de la cristiandad gustaba de reunir a sus amigos en grupos de discusión socrática- aunque era difícil concebir una discusión con un dogmático como Tertuliano, para quien la Iglesia, siendo dueña de la verdad, no tenía necesidad de argumentar nada. Barreda improvisaba o recordaba en su honor un verso cómico,

Vestida como para una tertulia, Salió Judith rumbo a Betulia…

Nuestras discusiones quisieran ser socráticas, pero a veces se vuelven tertulianas, le advirtió Jorge Maura a Laura Díaz antes de entrar al Café. Los otros contertulios, o socráticos, eran Basilio Baltazar, un hombre joven de una treintena de años, moreno, de cabellera abundante, cejas oscuras, ojos brillantes y sonrisa como un sol, y Domingo Vidal, cuyo rostro parecía fabricado a hachazos, igual que su edad. Parecía salido de un calendario de piedra. Se rapaba la cabeza y dejaba que sus facciones se expandiesen en forma agresiva y móvil, como para compensar una dulzura soñolienta en la mirada de gruesos párpados.

– ¿No les molesta a tus camaradas que esté allí, mi hidalgo?

– Quiero que estés, Laura.

– Adviérteles, por lo menos.

– Ya saben que vienes conmigo porque tú eres yo y sanse-acabó. Y si no lo entienden, que digan misa.

Esta tarde iban a discutir un tema: el papel del Partido Comunista en la guerra. Vidal, le advirtió Jorge a Laura cuando entraron al Café, asumía el papel del comunista y Baltazar el del anarquista. Era algo convenido.

– ¿Y tú?

– «Óyeme y decide tú misma.»

Los dos contertulios le dieron la bienvenida a Laura, sin reticencias. A ella le sorprendió que tanto Baltazar como Vidal hablasen de la guerra como si viviesen uno o dos años atrás antes de que ocurriera lo que ya estaba ocurriendo. La República no sólo le miraba la cara a la derrota. Era la derrota. En cambio, desde lejos, la cara de Octavio Barreda era la de la simple curiosidad, ¿con quién andaba esta chica, Laura Díaz, que había acompañado a los Rivera a Detroit cuando Frida perdió el niño? Villaurrutia y Gorostiza se encogieron de hombros.

Se inició un diálogo que a Laura, instantáneamente, le pareció en efecto programado o previsible, como si cada uno de los «contertulios» tuviese asignado su papel en un drama. Se culpó a sí misma diciéndose que su impresión ya estaba determinada por lo que le dijo Maura. Vidal arrancó, como por indicación de un apuntador invisible, argumentando que ellos, los comunistas, salvaron a la República en el 36 y el 37. Sin ellos, Madrid habría caído en el invierno del 37. Ni las milicias ni el ejército popular hubieran resistido el desorden callejero de la ciudad capital, la falta de comida, de transportes y de fábricas, sin el orden impuesto por el Partido.

– Se te olvidan todos los demás -le recordó Baltazar-. Los que estaban de acuerdo en salvar a la República pero no estaban de acuerdo con ustedes.

Vidal frunció el entrecejo pero soltó una carcajada, no se trataba de estar de acuerdo, sino de hacer lo más eficaz para salvar la República, los comunistas impusimos la unión contra los que querían un pluralismo anárquico en plena guerra, como tú, Baltazar.

– ¿Era preferible una serie de subguerras civiles, anarquis- tas por un lado, milicianos por el otro, comunistas contra todos y to-

dos contra nosotros, dándole la victoria al enemigo que ése sí, actúa unido? -Vidal se rascó el mentón sin rasurar.

Basilio Baltazar guardó silencio por un momento y Laura pensó, este hombre trata de recordar sus líneas, pero su turbación es auténtica y quizás la falta es mía y se trata de un dolor que no conozco.

– Pero el hecho es que hemos perdido -dijo después de un rato, con melancolía, Basilio.

– Hubiéramos perdido más pronto sin la disciplina comunista -dijo en un tono demasiado neutro Vidal, como si respetase ese dolor ausente de Basilio, adelantándose a la probable pregunta del anarquista, ¿se cuestionan ustedes si perdimos porque el Partido Comunista puso sus intereses y los de la URSS por encima del interés colectivo del pueblo español?, pues yo te digo que el interés del PC y el del pueblo español coincidían, los soviéticos nos ayudaron a todos, no sólo al PC, con armas y con dinero. A todos.

– El Partido Comunista ayudó a España -concluyó Vidal y miró detenidamente Jorge Maura, como si todos supieran que a él le correspondía el siguiente diálogo, sólo que Basilio Baltazar se interpuso con un súbito impulso. Imprevisto por todos, más llamativo que un grito porque hizo su pregunta en voz baja. -Pero ¿qué era España?, yo digo que era no sólo los comunistas, era nosotros los anarquistas, era los liberales, los demócratas parlamentarios, el PC fue aislando y aniquilando a todos los que no eran comunistas, se fortaleció e impuso su voluntad debilitando a los demás republicanos y burlándose de toda aspiración que no fuera la del PC, predicaba la unidad pero practicaba la división.

59
{"b":"100285","o":1}