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– Yo no te insulto, mequetrefe, yo sólo te doy de nalgadas. El insulto me lo guardo para la gente importante, baboso.

Es la única vez que Laura vio a su madre violentarse y en ese acto todos los vacíos de autoridad, todas las ausencias que empezaban a marcar su propia existencia, se hicieron presentes, como si fuese Laura la que mereciese las nalgadas de su madre por no ser Laura la que disciplinaba a su hijo rebelde.

Santiago todo lo miraba con seriedad y a veces, parecía que el niño se reservaba un suspiro resignado pero desaprobatorio hacia su hermano menor.

Laura quiso reunidos para pasear o jugar con ellos. Encontró una resistencia testaruda de parte de ambos. No se ofendió, no

la rechazaron a ella, se rechazaban entre sí, parecían rivales de dos bandos contrarios. Laura recordó la vieja rencilla familiar entre proaliados y pro-germanos durante la guerra, pero esto nada tenía que ver con aquello, ésta era una guerra de carácter, de personalidades. ¿A quién se parecía Santiago el mayor, a quién Dantón el menor (deberían nombrarse al revés, Dantón el mayor, Santiago el menor; el segundo Santiago,;sería como su joven tío fusilado después de cumplir los veinte años?, ¿sería Dantón como su padre Juan Francisco, un hombre ambicioso pero fuerte el hijo, no débil como el padre, Juan Francisco era un ambicioso débil, se contentaba con tan poco?).

No supo hablarles; no supo atraerlos y sintió que la falla era de ella, de una insuficiencia emocional que a ella, y no a sus hijos, le correspondía llenar.

– Te prometo, Mutti -le dijo a Leticia al despedirse- que voy a arreglar mi vida para que los niños puedan regresar con nosotros.

Subrayó el plural y Leticia arqueó una ceja con sorpresa fingida, reprochándole a su hija el «nosotros» mentiroso, diciéndole sin palabras «ésa fue la diferencia con tu padre y conmigo, nosotros toleramos la separación porque nos quisimos mucho…». Pero Laura tuvo una premonición aguda, indeseada, cuando repitió, «Nosotros. Juan Francisco y yo».

Cuando tomó el tren de regreso a México, sabía que había mentido, que iba a buscar un destino para ella y sus hijos sin Juan Francisco, que reconciliarse con su marido era la salida fácil y la peor para el futuro de los niños.

Bajó la ventanilla del pullman y los vio sentados en el Isot-ta-Fraschini que Xavier Icaza, inútil pero elegantemente, le había regalado de bodas a Juan Francisco y a Laura y con el cual se habían quedado, inútilmente también, las cuatro hermanas Kelsen que ya no salían de su casa, dejando que el negro Zampayita se luciera manejándolo de tarde en tarde, o llevando de excursión a los niños. Las vio sentadas allí a las cuatro hermanas Kelsen, que habían hecho el supremo esfuerzo de venir a despedirla, junto con los niños. Dantón no la miraba; fingía, con ruidos estrambóticos de la nariz y la boca, que conducía el automóvil. La mirada de Santiago el niño no la olvidaría. Era el fantasma de sí mismo.

El tren arrancó y Laura sintió una angustia repentina. No eran cuatro las mujeres de la casa de Xalapa. ¡Li Po! ¡Olvidó a Li Po! ¿Dónde estaba la muñeca china, por qué nunca la buscó, ni pensó

en ella? Quiso gritar, quiso preguntar, el tren se alejó, los pañuelos se agitaron.

– ¿Te imaginas un líder obrero con un automóvil europeo de lujo estacionado en el garaje? Olvídalo, Laura. Dáselo a tu mamá y a tus tías.

X. Detroit: 1932

La nota que dejó Orlando en la conserjería del Hotel Regis la esperaba a su regreso de Xalapa. La esperaba.

LAURA MI AMOR, NO SOY LO QUE DIGO NI LO QUE PAREZCO Y PREFIERO GUARDAR MI SECRETO. TE ESTÁS ACERCANDO DEMASIADO AL MISTERIO DE TU

ORLANDO

Y SIN MISTERIO, NUESTRO AMOR CARECERÍA DE INTERÉS. TE QUIERO SIEMPRE…

La administración le informó que no había prisa en abandonar el cuarto, la señora Cortina había dejado todo pagado hasta la semana entrante.

– Sí, doña Carmen Cortina. Ella paga por la habitación que ocupan usted y su amigo el señor Ximénez. En fin, desde hace tres años, ella le paga al señor Ximénez.

¿Amigo de quién?, iba a preguntar estúpidamente, ¿amigo en qué sentido?, ¿amigo de Laura, amigo de Carmen, amante de cuál, amante de ambas?

Ahora, en Detroit, recordaba el sentimiento terrible de desamparo que la abrumó en ese momento, la necesidad apremiante de ser compadecida, «mi hambre de piedad», y su reacción inmediata, tan abrupta como la desolación que le impulsó, de presentarse en la casa de Diego Rivera en Coyoacán y decirle aquí estoy, ¿me recuerdas?, necesito trabajo, necesito techo, por favor recíbeme, maestro.

– Ah, la chamaca vestida de negro.

– Sí, por eso volví a ponerme de luto. ¿Me recuerdas?

– Pues me sigue pareciendo espantoso y me cisca. Dile a Frida que te preste algo más colorido y luego hablamos. De todos modos, me pareces muy distinta y muy guapa.

– A mí también -dijo una voz melodiosa a sus espaldas y Frida Kahlo entró con un estrépito de collares, medallas y anillos, sobre todo un anillo en cada dedo, a veces dos: Laura Díaz recordó el incidente de la abuela Cósima Kelsen y se preguntó, viendo entrar al estudio a la mujer insólita de cejas negras sin cesura, pelo negro trenzado con listones de lana y amplia falda campesina, si el Guapo de Papantla no le había robado los anillos a la abuela Cósima sólo para entregárselos a la amante Frida, pues la aparición de la mujer de Rivera convenció a Laura de que ésta era la diosa de las metamorfosis que ella, junto con el abuelo Felipe, descubrió en medio de la selva veracruzana, la figura de la cultura del Zapotal que el abuelo Felipe Kelsen quiso desmitificar, convirtiéndola en mera ceiba, para que la niña no anduviera creyendo en fantasías…, una maravillosa figura femenina mirando a la eternidad, aderezada con cinturones de caracol y serpiente, tocada con una corona teñida por la selva, adornada de collares y anillos y aretes en brazos, nariz, orejas… La ceiba, a pesar de lo dicho por el abuelo, era más peligrosa que la mujer. La ceiba era un árbol tachonado de espinas. No se le podía tocar. No se le podía abrazar.

¿Era Frida Kahlo el nombre pasajero de una deidad indígena que encarnaba de tarde en tarde, reapareciendo aquí y allá para hacer el amor con los guerrilleros, los bandidos y los artistas?

– Que trabaje conmigo -dijo imperiosamente Frida, descendiendo la escalera del estudio sin apartar la mirada de los ojos saltones de Rivera, de las cuencas sombreadas de Laura, que en ese momento, mirándose en Frida, se miró a sí misma, miró a Laura Díaz mirando a Laura Díaz, se vio transformada, con un carácter nuevo a punto de nacer en las facciones conocidas pero también a punto de transformarse y, acaso, de ser olvidadas por la propia Laura Díaz, con su rostro esculpido, delgado y fuerte, su nariz alta, fuerte, larga, de poderoso caballete escoltado por ojos cada vez más melancólicos a cada lado, ojeras como lagos de incertidumbre detenidos al filo de las mejillas pálidas felices de encontrar el carmín de los labios delgados, ahora más severos, como si la figura entera de Laura se hubiese vuelto, en el mero contraste con la de Frida, más gótica, más estatuaria frente a la vida vegetativa, de flor exhausta pero en expansión, de la mujer de Diego Rivera.

– Que trabaje conmigo… voy a necesitar ayuda en Detroit, mientras tú trabajas y yo, pues ya sabes…

Pisó en falso y perdió pie; Laura corrió a socorrerla, la tomó de los brazos pero le tocó sin querer el muslo, ¿no se hizo usted

daño?, y lo que palpó fue una pierna seca, descarnada, compensada o confirmada, en un acto simultáneo de desafío y vulnerabilidad, por la mirada de ensoñación que, extrañamente, cruzaron las dos mujeres. Rivera rió.

– No te preocupes. No pensaba tocarla, Friducha. Es toda cuya. Imagínate, también esta chica es alemana como tú. Con una Valkiria me basta, te lo j uro.

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