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Laura le gustó inmediatamente a Frida, la invitó a su recámara y lo primero que hizo fue sacar un espejo de marco esmaltado y pintado de azul añil, ¿te has visto, muchacha, sabes qué linda eres, te sacas provecho, sabes que eres rara, no se dan muchas bellezas alcas, de perfil cortado como a machetazos, de nariz prominente, ojos hundidos, profundos y ojerosos? ¿Piensa tu Orlando que te puede quitar el luto de la mirada? Déjatelo. A mí me gusta.

– ¿Cómo sabe usted?

– Corta el turrón, tú. Esta ciudad es una aldea. Todo se sabe.

Acomodó las almohadas de su cama de postes coloridos y enseguida le dijo, mientras Laura la ayudaba a empacar, nos vamos mañana a Gringolandia. Diego va a pintar un mural en el Instituto de Artes de Detroit. Una comisión de Henry Ford, imagínate. Ya sabes a lo que se presta. Los comunistas de aquí lo atacan por recibir dinero capitalista. Los capitalistas de allá lo atacan por ser comunista. Yo nomás le digo que un artista está por encima de esas pinches pendejadas. Lo importante es la obra. Eso queda, eso ni quién lo borre y eso le habla al pueblo cuando los políticos y los críticos se han ido a empujar margaritas.

– ¿Tienes tu propia ropa? No quiero que me imites. Ya sabes que yo me disfrazo de piñata por fantasía personal pero también para disfrazar mi pierna enferma y mis andares de coja. La que coja, que escoja, digo yo, cojón -dijo Frida, acariciándose el bozo oscuro del labio superior.

Laura regresó con su petaca mínima, ¿le gustarían a Frida los modelitos de Balenciaga y Schiaparelli, comprados con Elizabeth y gracias a la generosidad de Elizabeth, o debía revercir a una moda más simple? Una intuición inmediata le dijo que a esta mujer tan elaborada y decorativa lo que le importaba, precisamente por eso, era la naturalidad en los demás. Ésta era su manera de que los demás aceptaran la naturalidad de lo extraordinario en ella misma, en Frida Kahlo.

Se despidió con besos de sus pelones perros ixcuintles y todos tomaron el tren a Detroit.

El largo viaje por los desiertos del norte de México acompañados por las hileras de magueyes le hizo a Rivera recordar un verso del joven poeta Salvador Novo, «los magueyes hacen gimnasia sueca de quinientos en fondo», pero Frida dijo que ese tipo era un mal bicho, que se cuidaran de él, era una lengua rayada, un maricón malo, no como los putos tiernos y cariñosos que ella conocía y que eran miembros de su pandilla, Rivera se rió. -Si es malo, entonces mientras más malo, me¡or.

– Cuídate de él. Es uno de esos mexicanos que venden a su madre con tal de hacer un chiste cruel. ¿Sabes lo que me dijo el otro día en la exposición del tal Tizoc? «Adiós, Pavlova». «Adiós, Nal-gador», le contesté y se quedó de a cuatro.

– Cómo serás rencorosa, Friducha. Si te pones a hablar mal de Novo, autorizas a Novo a que hable mal de nosotros.

– ¿A poco no lo hacer De cornudo no te baja Diego y a mí me dice «Frida Kulo».

– No importa. Eso es el resquemor, el chisme, la anécdota. Queda el escritor, Novo. Queda el pintor, Rivera. Queda la vida. Se evapora la anécdota.

– Está bien. Diego, pásame el ukelele. Vamos a cantar la Canción Mixteca. Es mi canción favorita para ver pasar a México.

Qué lejos estoy del suelo donde he nacido, Inmensa nostalgia invade mi pensamiento…

Cambiaron de tren en la frontera, otra vez en St. Louis Missouri y de allí ya fueron directo a Detroit, Frida cantando con el ukelele, contando chistes colorados y luego al anochecer, cuando Rivera se dormía, mirando el paso de las infinitas llanuras de Norteamérica y hablando de los latidos de la locomotora, ese corazón de fierro que le excitaba con su pulso a la vez animoso y destructivo, como todas las máquinas.

– De jovencita me vestía de hombre y armaba relajo con mis cuates en las clases de filosofía. Nos llamábamos el grupo de Los Cachuchas. Y yo me sentía a gusto, liberada de las convenciones de mi clase, con ese grupo de muchachos que amaban a la ciudad tanto como yo, que recorríamos interminablemente, por los parques, por los barrios, aprendiéndonos la ciudad de México como si fuera un libro, de cantina en cantina, de carpa en carpa, una ciudad pequeña, bonita, azul y rosa, una ciudad de parques dulces y desorganizados,

de amantes silenciosos, de avenidas anchas y callejones oscuros y sorpresivos…

Toda su vida le contaba Frida a Laura mientras dejaban correr las llanuras de Kansas y las anchuras del Mississipi; buscó a la ciudad oscura, descubriendo sus olores y sabores, pero buscando sobre todo la compañía, la amistad, la manera de mandar la soledad a la chingada, ser parte de la chorcha, protegerse de los cabrones, Laura, pues en México basta que asomes la cabeza para que un regimiento de enanos te la corte.

– El resentimiento y la soledad -repetía la mujer de ojos dulces bajo las cejas agresivas, encajándose cuatro rosas en la cabeza en vez de corona y buscando, en el espejo del camarote, la unción de su peinado de flores y la puesta de sol sobre el gran río de las praderas, el «padre de las aguas». Olía a carbón, a légamo, a estiércol, a tierra fértil.

– Con el grupo de Los Cachuchas hacíamos locuras como robarnos tranvías y poner a la policía a corretearnos como en las películas de Buster Keaton, que son mis favoritas. Quién me iba a decir que un tranvía se iba a vengar de mí por andarme volando a sus po-lluelos, porque Los Cachuchas robábamos tranvías solitarios, abandonados de noche en Indianilla. A nadie le quitábamos nada y nosotros ganábamos la libertad de recorrer medio México de noche, a nuestro propio impulso, Laurita, siguiendo nuestra fantasía pero metidos a güevo en los rieles, de los rieles no te sales nunca, ése es el secreto, admitir que hay rieles pero usarlos para escapar, para liberarte…

El gran río ancho como un mar, el origen de todas las aguas de la tierra perdida por los indios, las aguas en las que te puedes bañar, la materia que te recibe alborozada, te abraza, te acaricia, te refresca, distribuye los espacios exactamente como los soñó Dios: las aguas son la materia divina que te acoge en contra de la materia dura que te rechaza, te hiere, te penetra.

– Fue en septiembre de 1925, hace siete años. Yo iba en camión desde la casa de mis padres en Coyoacán cuando un tranvía se estrelló contra nosotros y me rompió la columna vertebral, el cuello, las costillas, la pelvis, el orden entero de mi territorio. Se me dislocó el hombro izquierdo -¡qué bien me lo disfraza mi blusa de mangas amponas!, ¿no te parece?-. Bueno, una pata se me estropeó para siempre. Un pasamano me entró por la espalda y me salió por la vagina. El impacto fue tan bárbaro que se me cayó toda la ropa, ¿te imaginas?, la ropa se me evaporó, me quedé allí sangrante, encuerada

y rota. Y entonces, Laura, pasó lo más extraordinario. Me llovió oro encima. Mi cuerpo desnudo, roto, yacente, se cubrió de polvo dorado.

Encendió un cigarrillo Alas y soltó una carcajada de humo.

– Un artesano llevaba unos paquetes con polvo dorado en el camión a la hora del chingadazo. Quedé rota, pero cubierta de oro. ¿Qué se te hace?

A Laura se le hacía que el viaje a Detroit en compañía de Frida y Diego le llenaba de tal modo la existencia que no le quedaba tiempo para nada más, ni para pensar en Xalapa, su madre, sus hijos, las tías, Juan Francisco su marido, Orlando su amante, Carmen la amante de su amante, Elizabeth su «amiga», todo iba quedando tan lejos como la frontera triste y pobre de Laredo y el desierto anterior y la meseta donde todo el chiste, repetía Frida, consistía en «defenderse de los cabrones».

Mirándola dormir, Laura se preguntaba si Frida se defendía sola, o si necesitaba la compañía de Diego, el hombre imperturbable, dueño de su verdad propia, pero también de su propia mentira. Quiso imaginar qué dirían de un hombre así todos los hombres de la vida de Laura, los varones del orden y la moral como el abuelo Felipe y el padre Fernando, los pequeños ambiciosos como su marido Juan Francisco, las promesas quebradas como su hermano Santiago, las promesas inéditas como sus hijos Dantón y el segundo Santiago, el enigma perpetuo que era Orlando y, para cerrar y reini-ciar el círculo, el hombre inmoral que también fue el abuelo, capaz de abandonar a una hija ilegítima, mulata: ¿qué habría sido de la tierna, adorable tiíta María de la O si no la salvan la voluntad firme de la abuela Cósima y la misericordia igualmente tenaz del padre, Fernando?

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