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– ¿Quién me ayuda?

Fernando, Leticia, el negro Zampayita, las criadas indias, Laura con una flor clavada entre los senos nacientes, ellos cargaron la caja pero fue Laura la que dijo, papá, mamá, él amaba el malecón, amaba el mar, amaba Veracruz, ésta es su tumba, por favor, la niña se prendió a la falda de su madre, miró implorante a su padre y a los criados, y le hicieron caso, como si cada uno temiera que enterrado Santiago, lo sacasen un día para fusilarlo otra vez.

Con cuánta lentitud fue desapareciendo el blanco cuerpo del hermano blanco bajo la tumba del mar, el cadáver sujeto al le-

cho acolchonado de la muerte, la tapa del féretro abierta a propósito para que todos lo vieran desaparecer lentamente en esa noche sin olas, Santiago haciéndose cada vez más bello, más triste, más añorado, más doloroso a medida que se hundía dentro del féretro descubierto, con la cabeza a punto de ser coronada de algas y devorada por los tiburones junto con todos los poemas no escritos, el rostro protegido por la última voluntad del ajusticiado:

– A la cara no, por favor.

Sin más descendencia que el mar, Santiago se fue perdiendo en el mar como en un espejo que no lo desfiguraba, sólo lo iba alejando, poco a poco, misteriosamente, del espejo del aire en el que inscribió sus horas en la tierra. Santiago se iba separando del horizonte del mar, de la promesa de la juventud. Suspendido en el mar, les pidió a los que lo quisieron déjenme desaparecer haciéndome mar, no pude hacerme selva como te lo dije un día, Laura, sólo te mentí en una cosa, hermanita, sí tenía cosas que contar, si tenía cosas que decir, no iba a quedarme callado por temor a ser mediocre, porque te conocí a ti, Laura, y cada noche me acosté soñando, ¿a quién le contaré todo sino a Laura?, decidí en un sueño que iba a escribir para ti, niñita preciosa, aunque tú no te enteraras ni nos volviéramos a ver, todo sería para ti y tú lo sabrías a pesar de todo, tú recibirías mis palabras sabiendo que te pertenecían, tú serías mi única lectora, para ti ninguna palabra mía se perdería, ahora que me voy hundiendo en la eternidad del mar, expulso lo poco que me queda de aire en los pulmones, te regalo unas cuantas burbujas, mi amor, me despido de mí con dolor intolerable porque no sé a quién le voy a hablar de aquí en adelante, no sé…

Laura recordó que su hermano quería perderse para siempre en la selva, hacerse selva. Ella quiso entonces hacerse mar con él, pero sólo le vino a la cabeza describirle el lago donde ella creció, qué raro, Santiago, haber crecido junto a un lago y nunca haberlo visto en verdad, es cierto que es un lago muy grande, casi un mar chiquito, pero lo recuerdo a pedacitos, aquí se bañaban las tías antes de que llegara el cura Elzevir, aquí atracaban los pescadores, aquí descansaban los remos, pero el lago, Santiago, verlo como tú sabías ver el mar, eso no, voy a tener que imaginar el lugar donde crecí, hermani-to, tú me vas a obligar a imaginarlo, el lago y todo lo demás, en este minuto, lo estoy sabiendo, de ahora en adelante ya no voy a esperar que las cosas pasen, ni las voy a dejar pasar sin poner atención, tú me vas a obligar a imaginar la vida que tú ya no viviste pero te juro que

la vas a vivir a mi lado, en mí cabeza, en mis cuentos, en mis fantasías, no te dejaré escapar de mi vida, Santiago, tú eres lo más importante que me ha ocurrido nunca, voy a serte fiel imaginándote siempre, viviendo en tu nombre, haciendo lo que tú no hiciste, no sé cómo, mi lindo y joven y muerto Santiago, te soy sincera y no sé cómo, pero te juro que lo haré…

Fue lo último que pensó al darle la espalda al despojo bajo las olas y regresar a la casa de la calle junto a los portales, dispuesta a pesar de sus pensamientos a ser niña otra vez, acabar de ser niña, perder la madurez prematura que le dio, por un momento, Santiago. Pidió conservar los anteojos acribillados y lo imaginó sin lentes, esperando la descarga, guardándoselos en la bolsa de la camisa.

Al día siguiente, el negrito barría los corredores como si nada, cantando como siempre:

Se baila, tomando a la pareja, del talle si se deja, se deja, que sí se dejará…

IV. San Cayetano: 1915

«-¿Crees que conociste bien a Santiago? ¿Crees que tu hermano te lo dio todo sólo a ti? Qué poco sabes de un hombre tan complicado. A ti sólo te entregó una parte. Te dio lo que le sobraba de su alma de niño. Otra parte se la dio a su familia, otra a su poesía, otra a la política. ¿Y la pasión, la pasión amorosa, a quién se la dio?»

Doña Leticia, en silencio, quería terminar a tiempo el dobladillo del vestido de baile.

– No te muevas, niña.

– Es que estoy muy nerviosa, mamá.

– No hay motivo, un baile de largo no es nada del otro mundo.

– ¡Para mí sí! Es la primera vez, Mutti.

– Ya te acostumbrarás.

– Qué pena -sonrió Laura.

– Silencio. Déjame acabar. ¡Muchacha ésta!

Cuando Laura se puso el vestido de color amarillo pálido, corrió al espejo y no vio el traje de baile moderno que su madre, hábil en la costura como en todo quehacer doméstico, copió del último número de La Vie Parisienne, la revista que ahora, con retraso por la guerra en Europa y la distancia entre Xalapa y el puerto, les llegaba a pesar de todo, regularmente. París había abandonado los complicados e incómodos atuendos del siglo XIX, con sus restos versallescos de crinolinas, varillas y corsets. Ahora, como decía don Fernando el anglófilo, la moda era streamlined, es decir, fluida como un río, simplificada y linear, ajustada a las formas reales del cuerpo femenino, tenue y reveladora alrededor de los hombros, el busto y la cintura, y súbitamente ampulosa de la cadera para abajo. El modelito parisino de Laura se recogía allí, entre la cadera y la pantorrilla, con lujo de drapeado, como si una reina hubiese recogido la cola de su manto para bailar, y en vez de enrollarse al antebrazo, la cola, por ímpetu propio, se hubiese drapeado en torno a las piernas de la mujer.

Laura se miraba a sí misma, no al traje de baile. Sus diecisiete años habían acentuado, sin resolverlos aún, los anuncios de los doce; tenía una cara fuerte, una frente demasiado amplia, una nariz demasiado grande y aguileña, labios demasiado delgados aunque, eso sí, le gustaban sus propios ojos; eran de un castaño limpio, casi dorado; a veces, en horas cuando el día apuntaba o se iba, dorados de verdad. Parecía que soñaba despierta.

– La nariz, mamá…

– Tienes suerte, ve a las actrices italianas de cine. Todas son narigonas…, bueno, de perfil señalado. No me digas que quisieras ser una chatita cara de manazo, sin chiste…

– La frente, mamá…

– Si no te gusta, usa fleco y disimula.

– Los labios…

– Píntatelos del tamaño que gustes. Y mira nada más, mi amor, qué ojos más lindos te dio Dios…

– Eso sí, mamá.

– Vanidosilla -sonrió Leticia.

Laura no se atrevió a prevenir. ¿Y si la pintura de los labios se borra con los besos, no voy a parecer una farsante, me van a querer besar otra vez, o debo hundir los labios como una viejita, tocarme la barriga como si fuera a vomitar y salir corriendo al baño a rehacerme la boca? Que complicado es hacerse señorita.

– No te preocupes de nada. Estás preciosa. Vas a causar sensación.

No le preguntó a Leticia por qué no la acompañaba. Sería la única muchacha sin chaperón. ¿No daría mala impresión? Leticia ya había suspirado bastante pero se propuso no hacerlo más, recordando el hábito de su propia madre Cósima, sentada en la mecedora de la casa familiar de Catemaco. Ya había suspirado bastante. Como diría don Fernando, it never rains but it pours.

Las tres tías solteras estaban en Catemaco cuidando al abuelo Felipe Kelsen, cuyos achaques se iban juntando poco a poco, pero sin tregua, como él mismo lo predijo la única vez que le obligaron a ver un doctor en Veracruz. ¿Cómo te encontró, papá? -preguntaron las tres hermanas con una sola voz, hábito cada vez más arraigado del cual ellas mismas no se daban cuenta.

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