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No quería privarse, quería decir, de esa parte de ella misma que era su hijo.

– Cuéntame tus planes, tus ideas.

– Me hablas como si fuese a vivir cien años.

– Cien años caben en un día de éxito -murmuró Laura sin temor a la banalidad.

Santiago nada más se rió -¿Vale la pena tener éxito?

– No -ella lo adivinó-. A veces la ausencia, el silencio, es mejor…

Laura no iba a hacer la lista de lo que un muchacho de gran talento, moribundo a los veintisiete años, no iba a hacer, no iba a conocer, ni iba a disfrutar… El joven pintor era como un marco sin cuadro que ella hubiese deseado llenar con experiencias propias y con promesas compartidas, le hubiese gustado llevar a su hijo a Detroit a ver el mural de Diego en el Instituto de Artes, le hubiese gustado ir, los dos juntos, a los museos legendarios, el Ufizzi, el Louvre, el Mauritshuis, el Prado…

Le hubiese gustado…

Dormir contigo, entrar a tu lecho, extraer de la cercanía y el sueño formas, visiones, desafíos, la fuerza propia que quisiera darte cuando te toco, cuando te murmuro al oído tu debilidad final me amenaza a mí más que a ti y quiero probarte tu fuerza, decirte que tu fuerza y la mía dependen la una de la otra, que mis caricias, Santiago, son tus caricias, las que no tuviste ni tendrás, acepta así mi cercanía, acepta el cuerpo de tu madre, tú no hagas nada, hijo mío, yo te parí, te traje adentro, yo soy tú y tú eres yo, lo que yo haga es lo que tú harías, tu calor es mi calor, mi cuerpo es tu cuerpo, no hagas nada, yo lo hago por ti, no digas nada, yo lo digo por ti, olvida esta noche, yo la recordaré siempre por ti…

– Hijo, ¿qué te hace falta, qué puedo hacer por ti?

– No, mamá, ¿qué puedo yo hacer por ti?

– Sabes, quisiera robarle al mundo todas sus glorias y virtudes para regalártelas.

– Gracias. Ya lo hiciste, ¿no lo sabías?

No lo dirían nunca. Santiago amó como si soñara. Laura soñó como si amara. Los cuerpos volvieron a ser como al principio, semilla de cada uno dentro del vientre del otro. Ella renació en él. Él la mató una sola noche. Ella no quiso pensar en nada. Dejó que por su mente pasaran, fugaces y huracanadas, miles de imágenes perdidas, el perfume de la lluvia en Xalapa, el árbol del humo en Catemaco, la diosa enjoyada de El Zapotal, las manos ensangrentadas lavándose en el río, el palo verde en el desierto, la araucaria en

Veracruz, el río desembocando con un alarido en el Golfo, las cinco sillas del balcón frente a Chapukepec, los seis cubiertos y las servilletas enrolladas dentro de anillos de plata, la muñeca Li Po, Santiago, su hermano, hundiéndose muerto en el mar, los dedos cortados de la abuela Cósima, los dedos artríticos de la tía Hilda tratando de tocar el piano, los dedos manchados de tinta de la tía poeta, Virginia, los dedos urgidos y hacendosos de la Mutti Leticia aderezando un huachinango en las cocinas de Catemaco, Veracruz, Xalapa, los pies hinchados de la tiíta bailando danzones en la Plaza de Armas, los brazos abiertos de Orlando invitándola al vals en la hacienda, el amor de Jorge, el amor, el amor…

– Gracias. ¿No lo sabías?

– Qué más. Algo más.

– No dejes las jaulas abiertas.

– Regresarían. Son pájaros buenos y querenciosos.

– Pero los gatos no.

La abrazó muy fuerte. Ella no cerró los ojos, abrazada a su hijo. Miró, alrededor, los bastidores blancos, los cuadros ya terminados recostados de pie unos contra otros como una infantería dormida, un ejército de colores, un desfile de miradas posibles que podrían, o nunca podrían, darle su vida momentánea al lienzo, dueña cada tela de una doble existencia, la de ser mirada y no serlo.

– Soñé en lo que les pasa a los cuadros cuando cierran los museos y se quedan solos toda la noche.

Era el tema de Santiago el Menor. Las parejas desnudas que se miran y no se tocan, como si se supieran, pudorosamente, vistas. Los cuerpos de sus cuadros no eran bellos, no eran clásicos, tenían algo demacrado y hasta demoniaco. Eran una tentación, pero no la de acoplarse, sino la de ser vistos, sorprendidos en el momento de constituirse como pareja. Ésta era su belleza, expuesta en tonos grises pálidos o de un rosa muy tenue, donde la carne resaltaba como una intrusión imprevista por Dios, como si en el mundo artístico de Santiago Dios no hubiese concebido nunca a ese intruso, su rival, el ser humano…

– No creas que no me resigno a vivir. No me resigno a ya no trabajar. No sé, desde hace días ya no me da el sol en la cabeza cada mañana, como antes. ¿No abres las cortinas, mamá?

Después de apartar las cortinas para que entrara la luz, Laura se volvió a mirar la cama de Santiago. Su hijo ya no estaba allí. Quedaba flotando un lamento silencioso.

XVII. Lanzarote: 1949

No debiste venir aquí. Esta isla no existe. Es un espejismo de los desiertos africanos. Es una balsa de piedra desprendida de España. Es un volcán que se olvidó de irrumpir en México. Vas a creer lo que ves y cuando te vayas te darás cuenta de que nada está allí. Vas a acercarte en el vapor a una fortaleza negra que surge del Atlántico como un fantasma lejano de Europa. Lanzarote es la nave de piedra anclada precariamente frente a las arenas de África; pero la piedra de la isla es más ardiente que el sol del desierto.

Todo lo que ves es falso, es el cataclismo nuestro de cada día, sucedió anoche, no ha tenido tiempo de hacerse historia, y va a desaparecer en cualquier momento, como llegó, de la noche a la mañana. Miras las montañas de fuego que dominan el paisaje y recuerdas que hace apenas dos siglos no existían. Las cumbres más altas y fuertes de la isla acaban de nacer y nacieron destruyendo, sepultaron en lava ardiente las humildes viñas, y apenas se calmó la primera erupción, hace cien años, otra vez, el volcán volvió a bostezar y con su hálito quemó todas las plantas y cubrió todos los techos.

No debiste venir aquí. ¿Qué te trajo de nuevo hasta mí? Nada de esto es cierto. ¿Cómo van a caber dentro de un cráter debajo del mar una cordillera de arena y un lago de un azul más fuerte que el del mar y el del cielo? Qué ganas de darte cita allá abajo de las olas, donde tú y yo nos volvamos a ver como dos espectros del mar océano que siempre debió separarnos. ¿Vamos a reunimos ahora tú y yo en una isla trémula donde el fuego está enterrado en vida?

Mira: basta plantar un árbol a menos de un metro de hondura para que sus raíces ardan. Basta verter un cántaro en un hoyo cualquiera para que su agua hierva. Y si yo me hubiese podido refugiar en el dédalo de lava que es la colmena subterránea de Lanzarote, lo hubiese hecho y nunca me habrías encontrado. ¿Por qué me has buscado? ¿Cómo me encontraste? Nadie debe saber que estoy

aquí. Has llegado y no me atrevo a mirarte. Ésta es una mentira; has llegado y no quiero que me mires. No quiero que me compares con el hombre que viste por primera vez en México hace diez años -unos diez siglos entre aquel encuentro y éste, si es que el infierno tiene historia y el diablo lleva la cuenta del tiempo: también él es parte de la eternidad. Ahora no es hace diez años, cuando te dije,

– Quédate un rato más, ya no puedes recordar nuestras discusiones con Basilio Baltazar y Gregorio Vidal y te vas a reír, Laura, nuestras razones se volvieron todas sinrazones, pérdida, muerte, crueldad inexplicable, atentado a la vida, ¿qué queda de nosotros, Laura, sólo mi mirada de hace diez años, cuando nuestros ojos se anclaron yo en los tuyos y tú en los míos y tú te preguntaste por qué era yo distinto de todos los demás y yo te contesté en silencio «porque sólo te miro a ti»?

¿Queda la verdad que ves ahora, ves a tu antiguo amante refugiado en una isla frente a la costa de África y la última vez que lo viste fue en México, en tus brazos, en un hotel escondido junto a un parque de pinos y eucaliptos? ¿Es éste el mismo hombre que aquél? ¿Sabes qué cosa buscaba aquel hombre y qué cosa busca éste? ¿Será la misma cosa o dos cosas diferentes? Porque este hombre busca, Laura, sólo a ti me atrevo a decírtelo, este hombre que te amó está buscando algo. ¿Te atreves a mirarme y decirme la verdad: qué ves?

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