Diez años separados y el derecho a falsificar nuestras vidas para explicar nuestros amores y justificar lo que le ha sucedido a nuestros rostros. Podría mentirte como me mentí durante años a mí mismo. No llegué a tiempo, aquel día que nos separamos. El Prinz Eugen ya había zarpado de regreso a Alemania cuando llegué a Cuba. No pude hacer nada. El gobierno americano se negó a darle asilo a los pasajeros, todos ellos judíos que huían de Alemania. El gobierno cubano siguió, si no las instrucciones, sí el ejemplo de los Estados Unidos. Quizás la situación de los judíos bajo Hitler aún no calaba en la conciencia pública norteamericana. Los políticos más derechistas predicaban el aislacionismo, hacerle frente a Hitler era una ilusión peligrosa, una trampa izquierdista, Hitler le había devuelto el orden y la prosperidad a Alemania, Hitler era un peligro inventado por la pérfida Albión para embarcar a los yanquis en otra fatal guerra europea, Roosevelt era un sinvergüenza que buscaba la crisis internacional para volverse indispensable y ganar una reelección tras otra. Que Europa se suicide sola. Salvar judíos no era una propuesta popular en un país donde a los hebreos se les negaba en-
trada a los clubes de golf, a los hoteles caros y a las piscinas públicas, como si fueran portadores de la peste del Calvario. Roosevelt era un presidente pragmático. No contaba con apoyo para aumentar el número de inmigrantes aprobado por el Congreso. Cedió. Fuck you.
Podría mentirte. Llegué a Cuba aquella semana en que te abandoné y obtuve permiso para subir al barco. Tenía pasaporte diplomático español y el capitán era un hombre decente, un marino de la vieja escuela perturbado por la presencia en su barco de agentes de la Gestapo. Estos, al oír el nombre de España, levantaron el brazo con el saludo fascista. Daban por ganada la guerra. Yo los saludé igual. Qué me importaban los símbolos. Quería salvar a Raquel.
Me llamó la atención la extrema belleza juvenil de uno de los agentes, un Sigfrido de no más de veinticinco años, rubio y candoroso -no había frontera en su rostro entre la quijada muy rasurada y las mejillas cubiertas de rubio bozo- mientras que su compañero, un hombre pequeño de unos sesenta años, pudo haber sido, despojado del uniforme negro, las botas y el brazalete nazi, un contador de banco o conductor de tranvías o vendedor de conservas. Sus anteojillos pince-nez, su bigotillo mínimo brotando como dos alas de mosca a uno y otro lado de la hendidura labial que la espada del Dios de Israel abrió de un golpe encima de la boca de los recién nacidos para que olvidasen su inmensa memoria genitiva, prenatal. Los ojos del hombrecito se perdían como dos arenques muertos en el fondo de la cacerola de su cabeza rapada. Personificaba todo menos un policía, un verdugo.
Me saludaron con el brazo en alto, el hombrecito gritó viva Franco. Yo le devolví el saludo.
La encontré acuclillada en la proa, junto al astabandera donde colgaba la enseña roja con la esvástica negra. No miraba hacia el castillo del Morro y la ciudad. Miraba al mar, de vuelta al mar, como si su mirada alcanzase a regresar a Friburgo, a nuestra universidad y a nuestra juventud.
La toqué suavemente en el hombro y no tuvo necesidad de verme, se abrazó con los ojos cerrados a mis piernas, apretó la cara contra mis rodillas, lanzó un sollozo penitente, casi un grito que ya no le pertenecía a ella y que retumbaba en el cielo de La Habana como un coro que no salía de las voces de Raquel, sino que ella era la receptora de un himno llegado desde Europa para aposentarse en la voz de la mujer que yo había venido a salvar.
Al precio de mi amor por ti por/
– Nuestro amor nues/
– ¿Por qué nadie nos ayuda? -me dijo sollozando-, ¿por qué los americanos no nos permiten entrar, por qué los cubanos no nos dan asilo, por qué no responde el Papa a la súplica de su pueblo y el mío, Eli, Eli, lamma sabachtani!, por qué nos has abandonado, no soy yo una de los cuatrocientos millones de fieles que el Santo Padre puede movilizar para salvarme a mí, sólo a mí, una judía conversa al catolicismo…?
Le dije acariciándole la cabellera que yo había venido a salvarla. La cabellera revuelta por el viento huracanado y frío de esta mañana de febrero en Cuba. Vi el pelo revuelto de Raquel, la fuerza del viento y sin embargo la bandera del Reich en la proa colgaba inmóvil, sin ondear, como lastrada por plomo.
– ¿Tú?
Raquel levantó la mirada oscura, las cejas negras y unidas,
la morena piel sefardí, los labios entreabiertos por la oración, el llanto y la semejanza a la fruta, la nariz larga y temblorosa y pude ver otra vez sus ojos.
Le dije que estaba allí para sacarla del barco, había venido a casarme con ella, era la única manera de que se quedara en América, casada conmigo sería ciudadana española, ya no la podrían tocar, las autoridades cubanas estaban de acuerdo, un juez cubano subiría para la ceremonia…
– ¿Y el capitán? ¿El capitán no tiene derecho a casarnos?
– Estamos en aguas cubanas, no tiene…
– Me mientes. Sí tiene derecho. Pero tiene más miedo. Todos tenemos miedo. Estos animales han logrado meterle miedo al mundo entero.
La tomé de los brazos; el barco iba a zarpar de regreso en un par de horas y nadie volvería a ver a los judíos regresados al Reich, nadie, Raquel, sobre todo tú y los pasajeros de este barco, ustedes son culpables de haberse ido y de no haber encontrado refugio, oye la gran carcajada del Fiihrer, si nadie los quiere, ¿para qué los quiero yo?
– ¿Por qué el sucesor de San Pedro que era un pescador judío no habla contra los que persiguen a sus descendientes los judíos?
Que no pensara en eso, ella iba a ser mi mujer y entonces lucharíamos juntos contra el mal, porque habíamos conocido al fin el rostro del mal, entre todo el sufrimiento de este tiempo, le dije, por lo menos hemos ganado eso, ya sabes qué cara tiene Satanás,
Hitler ha traicionado a Satanás dándole el rostro que Dios le quitó al lanzarlo al abismo: entre el cielo y el infierno, un huracán como este que se avecina a Cuba le borró el rostro a Luzbel, lo dejó con una cara en blanco como una sábana y la sábana cayó en medio del cráter del infierno cubriendo el cuerpo del diablo, esperando el día de su reaparición tal y como lo anunció San Juan: vi cómo salía del mar una Bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas y el pueblo adoró a la Bestia, ¿quién podría guerrear contra ella? Y de su boca salían palabras llenas de arrogancia y de blasfemia y fuele otorgado hacer la guerra a los santos y vencerlos… Ahora ya sabemos quién es la Bestia imaginada por San Juan. Vamos a combatir a la Bestia. Es una mancha de mierda sobre la bandera de Dios.
– Mi amor.
– Yo rezaré como católica por el pueblo judío, que fue el portador de la revelación hasta la llegada del Cristo.
– Cristo también tuvo rostro.
– Quieres decir que Cristo sí tuvo rostro. Escogió a la Magdalena para de¡ar la única prueba de su efigie.
– Entonces tú conoces la cara del bien pero también la cara del mal, la cara de Jesús y la cara de Hitler…
– No quiero conocer la cara del bien. Si pudiera ver a Dios, allí mismo me quedaría ciega. Dios nunca debe ser visto. Se acabaría la fe. Dios no se deja ver para que creamos en Él.
Tuvo que recibirla fuera del monasterio porque los hermanos no admitían la presencia de mujeres y aunque a él le daban una celda desnuda, también le arreglaron una cabaña cerca del pueblo de San Bartolomé. Allí soplaba un viento cálido que traía desde África el polvo del desierto y obligaba a los campesinos a proteger sus pobres siembras con bardas.
– Toda la isla está cercada por muros de piedra para defender las cosechas y la tierra misma está cubierta con una capa de lapillo para que crezca la vid, reteniendo la humedad de cada noche.
Ella miró alrededor de la cabaña de piedra. Adentro sólo había un catre, una mesa con una sola silla, una estantería muy pobre con un par de platos, cubiertos de estaño para una sola persona y media docena de libros.