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Le dieron la cabaña para que no se sintiese parte integral del monasterio pero también para poder decirle a las autoridades, si preguntaban algo, que él no vivía allí, era un empleado, un jardinero… Cuando lo recibieron, hicieron una excepción de su propia regla, pero a condición de que él corriese el riesgo de salir y entrar, de no sentirse totalmente fuera de peligro.

Jorge Maura entendió el ofrecimiento de los monjes. En caso de problema, ellos siempre podrían decir que Maura no vivía con ellos, hacía devociones en la capilla y trabajos domésticos y jardinería, sí, una jardinería invisible, escultura de piedra, siembra de roca volcánica, pero no estaba bajo la protección de la orden. La prueba es que vivía afuera, en el pueblo de San Bartolomé, expuesto a respirar la arena viajera que parece andar en busca de su clepsidra, su huso de vidrio para medir un tiempo que sin recipiente se perdería como la arena misma: la diáspora del desierto…

No se lo dijeron así, crudamente, aunque sí se lo dijeron así, insistente, medrosamente. Tenían una deuda con la familia de Maura, cuya donación había permitido construir el monasterio en Lanzarote. Bastante era que le hubiesen ofrecido protección porque durante la guerra trabajó con las agencias de ayuda que llevaron cobijas, medicinas, comidas a los más necesitados, las víctimas de los bombardeos aéreos, los prisioneros de guerra, los internados en campos de concentración, entre ellos muchos católicos opuestos al nazismo. Hitler se reía de la devoción católica de los franquistas, para él los católicos eran tan enemigos como los comunistas o los judíos, basura, y además Pío XII no decía una palabra en defensa de católicos o de judíos… El Santo Padre era un cobarde despreciable.

Jorge Maura se había instalado en Estocolmo como ciudadano desplazado y desde allí colaboró con las agencias de ayuda organizadas por el gobierno sueco y por la Cruz Roja. Pero después de la guerra vivió en Londres y se hizo ciudadano británico. Inglaterra había pagado heroicamente su abandono de la República en España, en donde pudo haber parado a Hitler. Ahora, durante el «Blitz», los ingleses resistieron el bombardeo diario de la Luftwaffe sin ayuda de nadie. Los viajeros británicos regresaron a España después de la guerra. Pero Jorge Maura no buscaba sol y exotismo. Había sido combatiente de la República y la sed de venganza del franquismo aún no se saciaba. ¿Respetarían a un subdito de S.M. Jorge VI? ¿O verían la manera de reclamar a un rojo que se les fue de las manos?

Los monjes entendían todo esto. ¿Querían, a pesar de todo, darle la oportunidad del riesgo, salir del monasterio, toparse con la Guardia Civil, ser reconocido o delatado? ¿O él mismo, Maura, buscaba este riesgo? ¿Por qué lo buscaba? ¿Para salvar de cualquier responsabilidad a los monjes?;O para exponerse, para probarse él mismo y sobre todo para negarse a sí mismo la seguridad inmerecida, le dijo ese día del encuentro a Laura, el día que ella llegó a verlo a Lanzarote? La seguridad a la que ni él ni nadie tenía derecho.

– Para qué te miento, mi amor. He venido por ti. Te pido que regreses conmigo a México. Quiero que estés seguro.

Quería entenderlo. Con gran franqueza, aunque quién sabe si con igual sabiduría, le había dicho te sigo queriendo, te necesito más que nunca, vuelve conmigo, perdóname que sea tan de a tiro ofrecida pero me haces mucha falta. No he querido a nadie como te sigo queriendo a ti.

Entonces él la miraba con algo que ella tomaba por tristeza, pero que poco a poco fue reconociendo como lejanía.

Sin embargo, ella sintió un movimiento de rechazo en sí misma cuando él dijo que quería estar en un lugar donde estuviese en peligro y al mismo tiempo necesitase protección para no sentirse fuerte… El peligro no lo despojaba de poder, pero le daba el poder de resistir, de nunca sentirse cómodo.

El rechazo de Laura fue involuntario. Estaba sentada en la única silla de la cabaña mientras él permanecía de pie apoyado contra un muro desnudo. ¿De qué se sorprendía si en Jorge Maura siempre había habido algo monacal y severo, con ocasionales lapsos prácticos? Pero la vida práctica y la vida espiritual de este hombre que ella amaba estaba siempre envuelta, como la tierra por la atmósfera, por la piel de la sensualidad. Ella no lo conocía sin su sexo. Él la miró y la adivinó.

– No creas que soy un santo. Soy un narcisista arruinado, que es diferente. Esta isla es mi prisión y es mi refugio.

– Pareces un rey resentido porque el mundo no te comprendió -dijo ella jugueteando con la cajita de fósforos indispensables en este espacio abandonado donde no llegaba la luz eléctrica.

– Un rey herido, en todo caso.

¿Estaba aquí por convicción, por conversión, porque ella se hizo católica y ahora él también buscaba la manera de regresar a la Iglesia, de creer en Dios? Raquel y Jorge, la otra pareja.

Jorge rió; no había perdido la risa, no era el santo mártir de alguna pintura de Zurbarán que es exactamente lo que parecía en este recinto de claroscuros que la sugestionaba y la introducía en un mundo pictórico donde la figura central personificaba la pérdida del orgullo como manera de redimirse. Pero al mismo tiempo, en esa figura se puede ver que la redención es su orgullo. ¿Tolera Dios la soberbia del santo? ¿Puede haber un santo heroico? Si Dios es invisible, ¿puede en Santo mostrarse?

Levantó la mirada y encontró la de Maura. El rostro del hombre había cambiado mucho en diez años. Siempre tuvo la cabellera blanca, desde que tenía veinte años. No tenía ojos tan hundidos, tan enamorados del cerebro; el rostro tan adelgazado, la barba blanca acentuando un tiempo usado que antes, en la juventud prolongada, era puro tiempo prometido. El rostro había cambiado, pero como lo reconoció, era el mismo; no había cambiado, no era otro, aunque fuese distinto.

– Puedo distanciarme de mí mismo, pero no de mi cuerpo -él la miró como si la adivinase.

– Recuerda que nuestros cuerpos se gustaban mucho. Me gustaría estar otra vez contigo.

Él le dijo que ella era el mundo y ella le preguntó, ¿dime tú por qué tú no puedes estar en el mundo?

El silencio de Jorge Maura no fue elocuente pero ella continuó adivinándolo porque él no le estaba dando otra oportunidad sino ésa: la conjetura. ¿Andaba en busca de la soledad, de la íe, o de ambas?, ¿huía del mundo, por qué huía?

– Estás y no estás en el monasterio.

– Así es.

– ¿Estás o no estás en la religión?

Ella creía que él podía explicarle un poco. Se lo debía, después de tanto tiempo.

– Siempre nos entendimos tú y yo.

Él le contestó muy indirectamente y con una sonrisa lejana. Le recordó lo que ella ya sabía. Fue uno de los discípulos privilegiados de la universidad española y europea, cuando España -sonrió- salía del Escorial y entraba a Europa, lamiéndose las heridas de la guerra perdida con los Estados Unidos, de la pérdida final del imperio español en las Américas, Cuba y Puerto Rico, siempre las últimas colonias. España se unió a Europa gracias al genio de Ortega, y Maura era su discípulo. Eso lo marcó para siem-

pre. Luego con Husserl en Friburgo, en compañía de Raquel… Fue un privilegiado. Tuvo que insistir para que lo dejaran luchar contra los enemigos de la cultura, Franco y la Falange que profanaban con sus botas embarradas de mierda las aulas universitarias al grito de «¡Muerte a la inteligencia!». No lo dejaron. Le dieron el sabor acre y la veloz metralla en el Jarama y luego le dijeron eres más útil como diplomático, hombre que convence, correo fidedigno… era un republicano de origen aristocrático. Estaba del buen lado. El mundo era suyo. Aunque lo perdiera, siempre sería suyo. Se sentía más cerca del pueblo que luchó en Madrid y el Ebro y el Jarama que de los burgueses crueles y los lumpen vulgares del fascismo. Odiaba a Franco, a Millán Astray y su famoso grito «muerte a la inteligencia», a Queipo de Llano y sus programas de radio desde Sevilla y su desafío a las mujeres españolas para que se dejaran por única vez fornicar por moros en Andalucía, donde los hombres sí eran hombres.

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