– ¿Recuerdas? -interrumpió Basilio-. Los españoles somos mastines de la muerte. La olemos y la seguimos hasta que nos maten a nosotros mismos.
– Daría cualquier cosa por desandar lo andado -dijo con tristeza Pilar-. Preferí mi estúpida militancia política al cariño de tres hombres maravillosos. Ojalá me perdonen.
– A la violencia le gusta procrear -sonrió Laura-. Por fortuna, al amor también. Salimos parejos, por lo general.
Tomó las manos de Lourdes a su derecha y de Pilar a su izquierda.
– Por eso, cuando vi anunciada la exposición de fotos de los exiliados españoles, volé desde Acapulco y encontré el marco vacío de Basilio.
Miró a Laura.
– Pero si tú no estás allí, jamás nos habríamos reunido.
– ¿Cuándo le avisó a su amante mexicano que ya no volvería con él? -preguntó Santiago.
– Apenas vi el marco vacío.
– Fue valiente de su parte. Quizás Basilio estaba muerto.
– No -se sonrojó Pilar-. Todos los retratos traían fecha de nacimiento y de muerte, dado el caso. La de Basilio no. Yo sabía. Perdón.
Los jóvenes no hablaron mucho. Prestaban toda su atención a la historia de Pilar y Basilio. Santiago, sin embargo, cruzó una mirada de amor con su abuela y allí, en los ojos de Laura Díaz, encontró algo maravilloso, algo que le quería decir más tarde a Lourdes, que no se le olvidara, no lo decía él, lo decía la mirada, la acti-
tud toda de Laura Díaz aquella Navidad de 1965, y esa mirada de Laura abarcaba a los presentes pero también se abría a ellos, les daba voz, los invitaba a verse y leerse entre sí, revelándose amorosamente.
Pero ella era el punto de equilibrio del mundo.
Laura Díaz había aprendido a amar sin pedir explicaciones porque había aprendido a ver a los demás, con su cámara y con sus ojos, como ellos mismos, quizás, jamás se verían.
Les leyó, al terminar la cena, una breve nota de felicitación de Jorge Maura, fechada en Lanzarote. Laura no pudo resistir; le comunicó la noticia de la maravillosa e inesperada reunión de Pilar Méndez y Basilio Baltazar.
La nota de Jorge sólo preguntaba, «¿Qué parte de la felicidad no viene de Dios?».
La noche de San Silvestre, se casaron Lourdes Alfaro y Santiago Díaz-Pérez. Los testigos fueron Laura Díaz, Pilar Méndez y Basilio Baltazar.
Laura pensó en un cuarto testigo. Jorge Maura. No se verían nunca más.
XXIII. Tlatelolco: 1968
– Nadie tiene derecho a reconocer un cadáver. Nadie tiene derecho a llevarse a un muerto. No va a haber en esta ciudad quinientos cortejos fúnebres mañana. Arrójenlos a la fosa común. Que nadie los reconozca.
Desaparézcanlos.
Laura Díaz fotografió a su nieto Santiago la noche del 2 de octubre de 1968. Ella llegó caminando desde la Calzada de la Estrella para ver la entrada de la marcha a la Plaza de las Tres Culturas. Había venido fotografiando todos los sucesos del movimiento estudiantil, desde las primeras manifestaciones a la creciente presencia de los cuerpos de policía al bazukazo contra la puerta de la Preparatoria a la toma de la Ciudad Universitaria por el Ejército a la destrucción arbitraria de laboratorios y bibliotecas por los sardos a la marcha universitaria de protesta encabezada por el rector Javier Barros Sierra seguido por toda la comunidad universitaria a las concentraciones en el Zócalo gritándole al presidente Gustavo Díaz Ordaz «sal al balcón hocicón» a la marcha del silencio con cien mil ciudadanos amordazados.
Laura grabó las noches de discusión con Santiago y Lourdes y la docena o más de jóvenes hombres y mujeres apasionados por los acontecimientos. El niño de dos años, el Santiago IV, estaba dormido en la pieza que la abuela le preparó en el apartamento de la Plaza Río de Janeiro, desalojando archivos viejos, deshaciéndose de cachivaches inservibles que en realidad eran recuerdos preciosos, pero Laura le dijo a Lourdes que si a los setenta años ella no había archivado en la memoria lo que resultaba digno de recuerdo, iba a hundirse bajo el peso del pasado indiscriminado. El pasado tenía muchas formas. Para Laura, era un océano de papel.
¿Qué era una fotografía, después de todo, sino un instante convertido en eternidad? El flujo del tiempo era imparable y conservarlo en su totalidad sería la fórmula de la locura misma, el tiempo que ocurre bajo el sol y las estrellas seguiría transcurriendo, con
o sin nosotros, en un mundo deshabitado, lunar. El tiempo humano era un sacrificio de la totalidad para privilegiar el instante y darle, al instante, el prestigio de la eternidad. Todo lo decía el cuadro de su hijo Santiago el Menor en la sala del apartamento: no caímos, ascendimos.
Laura barajó con nostalgia las hojas de contacto, tiró a la basura lo que le pareció inservible y desalojó el cuarto para que lo ocupara su biznieto. ¿Lo pintamos de azul o de rosa?, rió Lourdes y Laura se rió con ella; mujer u hombre, el bebé dormiría en una cuna rodeada de olores de película, los muros estaban impregnados del inconfundible perfume de la fotografía húmeda, el revelado y las copias colgadas, como ropa recién lavada, de ganchos de madera más propios de un tendedero.
Vio el entusiasmo creciente de su nieto y hubiera querido prevenirlo, no te dejes arrastrar por el entusiasmo, en México la desilusión castiga muy pronto al que tiene fe y la lleva a la calle: lo que nos enseñaron en la escuela, le repetía Santiago a sus compañeros, muchachos entre los diecisiete y los veinticinco años, morenos y rubios, como es México, un país arcoiris, dijo una linda muchacha de melena hasta la cintura, tez muy oscura y ojos muy verdes, un país de rodillas al que hay que poner de pie, dijo un chico moreno, alto pero con ojos muy pequeños, un país democrático, dijo un muchacho blanco y bajito, musculoso y sereno pero con anteojos que le resbalaban continuamente por la nariz, un país unido a la gran revuelta de Berkeley, Tokio y París, un país en el que no sea prohibido prohibir y la imaginación tome el poder, dijo un chico rubio, muy español, de barba cerrada y mirada intensa, un país en que no nos olvidemos de los demás, dijo otro muchacho de aspecto indígena, muy serio y escondido detrás de espejuelos gruesos, un país en que nos podamos querer todos, dijo Lourdes, un país sin explotadores, dijo Santiago, no hacemos más que llevar a la calle lo que nos enseñaron en la escuela, nos educaron con ideas llamadas democracia, justicia, libertad, revolución; nos pidieron creer en todo esto, doña Laura, ¿te imaginas, abuela, un alumno o un maestro defendiendo dictadura, opresión, injusticia, reacción?, pero se expusieron a que les viéramos las caras, dijo el trigueño alto, y les reclamásemos, dijo el chico indígena de gruesos anteojos, oigan, ¿dónde está lo que nos enseñaron en las escuelas?, oigan, añadió su voz al coro la muchacha morena de ojos verdes, ¿a quiénes creen que engañan?, miren, dijo el muchacho de barba cerrada y mirada intensa, atré-
vanse a mirarnos, somos millones, treinta millones de mexicanos menores de veinticinco años, ¿creen que nos van a seguir engañando?, saltó el intenso chico alto y de ojos pequeños, ¿dónde está la democracia, en elecciones de farsa organizadas por el PRI con urnas retacadas de antemano?, ¿dónde está la justicia -continuó Santiago- en un país donde sesenta personas tienen más dinero que sesenta millones de ciudadanos?, ¿dónde está la libertad, preguntó la muchacha de melena hasta la cintura, en los sindicatos maniatados por líderes corruptos, en los periódicos vendidos al gobierno, añadió Lourdes, en la televisión que oculta la verdad?, ¿dónde está la revolución? concluyó el chico blanco y bajito, musculoso y sereno, ¿en los nombres dorados de Villa y Zapata inscritos en la Cámara de Diputados, concluyó Santiago, en las estatuas cagadas por los pájaros nocturnos y por los jilgueros madrugadores que hacen los discursos del PRI?