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– Qué ganas de que los nuestros no hubiesen cometido un solo crimen.

– Así ha de haber sido Armonía Aznar. Una mujer que conocí. O, más bien, que desconocí. Tuve que adivinarla. Te agradezco que tú me lo entregues todo sin misterios, sin puertas cerradas. Gracias, mi hidalgo. Me haces sentir mejor, más limpia, más clara en mi cabecita.

– Perdón. Es casi un saínete. Nos reunimos y repetimos las mismas frases trilladas, como en una de esas comedias madrileñas de Muñoz Seca. Ya lo viste hoy. Cada uno sabía exactamente lo que debía decir. Quizás así exorcizamos nuestra desazón. No sé.

Se abrazó a ella en el pórtico de Bellas Artes, rodeados de la noche mexicana parda, súbita y viciosa. -Me canso de esta pelea interminable. Quisiera vivir sin más patria que el espíritu, sin más patria…

Dieron media vuelta y se regresaron abrazados del talle a Cinco de Mayo. Se fueron apagando sus palabras como se iban apagando los aparadores de dulcerías, librerías, maleterías. Se encendían, en cambio, los faroles de la avenida abriendo un sendero de luz hasta el costado de la gran catedral herreriana, donde el 18 de marzo del año pasado habían celebrado la nacionalización del pe-

tróleo, ella con Juan Francisco, Santiago y Dantón y Jorge de lejos, saludándola con el sombrero en la mano y en alto, un saludo personal pero también una celebración política, por encima de las cabezas de la muchedumbre, saludando y despidiendo al mismo tiempo, diciéndole te quiero y adiós, ya regresé y te sigo queriendo… En el Café de París, Barreda, que los había estado observando, le dijo a Gorostiza y Villaurrutia que adivinaran de qué hablaban los españoles en una tertulia. ¿De política? ¿De arte? No, de jabugos. Les recitó otro par de líneas de la Biblia puesta en verso por un chiflado español, la descripción del Festín de Baltazar,

Borgoña, Rin, Valdelamasa: El salchichón sin tasa.

Villaurrutia dijo que no le hacían gracia las bromas mexicanas acerca de los españoles y Gorostiza se preguntó, más bien, el porqué de ese ánimo mexicano contra un país que nos dio su cultura, su lengua y hasta el mestizaje…

– Pregúntale a Cuauhtémoc cómo le fue con los gachupines a la hora de la merienda -rió Barreda-. ¡Tostada de patas!

– No -sonrió Gorostiza-, lo que sucede es que no nos gusta darle la razón a los victoriosos. Los mexicanos hemos sido derrotados demasiadas veces. Nos gusta querer a los derrotados. Son nuestros. Somos nosotros.

– ¿Hay victoriosos en la historia? -preguntó Villaurrutia, derrotado él mismo por el sueño o la languidez o la muerte, vaya usted a saber, pensó la guapa, inteligente y callada Carmen Barreda.

XIV. Todos los sitios, el sitio: 1940

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Viajaba a La Habana, Washington, Nueva York, Santo Domingo, le mandaba telegramas al Hotel L'Escargot, a veces llamaba al teléfono mexicano de su casa y sólo hablaba si oía la voz de ella y ella decía, «No, no es Ericsson, es Mexicana»; era la clave acordada, «no había moros en la costa», ni marido, ni hijos, aunque a veces a Jorge Maura no le importaba, hablaba y ella se quedaba callada o decía tonterías porque el marido o los hijos andaban cerca, no, necesito el plomero hoy mismo, o ¿cuándo estará listo el vestido?, o ¡qué caro se ha puesto todo! es que ya viene la guerra, mientras Jorge le decía: éstos son los mejores días de nuestra vida, ¿no crees?, ¿por qué no contestas?, y ella reía nerviosamente y él comenzaba, qué bueno que fuimos impacientes mi amor, ¿te imaginas si nos hubiéramos aguantado aquella primera noche?, ¿en nombre de qué íbamos a ser pacientes?, se nos va la vida, mi mujer adorada, mi fembra placentera y ella silenciosa mirando a su marido leer El Nacional o a los chicos hacer la tarea, queriendo decirle a Maura, di-ciéndole en silencio, nada calmaba mi ansiedad de vida hasta encontrarte a ti, y ahora me siento satisfecha. No pido nada más, mi hidalgo, sólo que vuelvas sano y salvo y nos juntemos en nuestro cuartito y me pidas que lo deje todo por todo y eso lo haré sin dudarlo, ni hijos ni marido ni madre me lo van a impedir, sólo tú porque junto a ti siento que no he agotado mi juventud, ¿permites que te lo diga con franqueza?, ayer cumplí cuarenta y dos años y sentí que no estuvieras aquí para celebrarlo juntos, a Juan Francisco y a Dantón se les olvidó por completo, sólo Santiago se acordó y le dije «Es nuestro secreto, no les digas a ellos» y mi hijo me indicó con un abrazo que éramos cómplices, ésa sería mi felicidad completa, tú y yo y mi hijo predilecto, ¿por qué negarlo?, qué necedad pretender que queremos por igual a todos los hijos, no es cierto, no es cierto, hay hijos en los que adivinas lo que te falta, hijos que son alguien

más que ellos mismos, hijos como espejos del tiempo pasado y por venir, así es mi Santiago que no se olvidó de mi cumpleaños y me hizo pensar que tú me has dado ese indulto que necesita una mujer de mi edad, y si no tomo, mi hidalgo, la vida que tú me das no tendré vida que darle yo misma, en el tiempo por venir, a mis hijos, a mi pobre marido, a mi madre…

2.

La muerte de Leticia, la Mutti magnífica y adorada, la imagen femenina central de la vida de Laura Díaz, la columna a la que se trenzaban todas las hiedras masculinas, el abuelo don Felipe, el padre don Fernando, el igualmente adorado hermano Santiago, y el doloroso y doliente Orlando Ximénez, el marido Juan Francisco, los niños criados por la abuela mientras la vida del país se calmaba después de una revolución tan larga, tan cruenta (tan lejana ya), mientras Laura y Juan Francisco se buscaban inútilmente, mientras Laura y Orlando se disfrazaban para no verse ni ser vistos, todos eran trepadoras que subían hasta el balcón de la madre Leticia, todos salvo Jorge Maura, el primer hombre independiente del tronco veracruzano nutrido por la madre, poderosa gracias a su integridad, su cuidado, su minuciosa atención a las labores de cada día, su inmensa capacidad de ofrecer confianza, de estar allí y de no comentar nada; su discreción…

Se fue Leticia y con su muerte llegaron todas las memorias de la infancia. La muerte hoy da presencia a la vida ayer. Laura no podía recordar, sin embargo, una sola palabra dicha por su madre. Era como si la vida entera de Leticia hubiese sido un largo suspiro disimulado por el cúmulo de actividades para que todo marchara bien en las casas del puerto y de Xalapa. Su discurso era su cocina, su limpieza, su ropa almidonada, sus roperos bien ordenados y olorosos a lavanda, su tinas de baño de cuatro patas y sus tibores de agua hirviente y sus aguamaniles de agua fría. Su diálogo era su mirada, su sabio silencio para entender y hacer entender sin ofensa ni mentira, sin regaño inútil. Su pudor era entrañable porque dejaba adivinar un amor protegido en la entraña, sin necesidad, jamás, de exhibirse. Tuvo una dura escuela: la separación de los primeros años, cuando don Fernando vivía en Veracruz y ella en Catemaco. Pero esta distancia impuesta por las circunstancias, ¿no permitió a Laura,

niña aún, llegar a la compañía de su hermano Santiago el Mayor justo cuando el encuentro debió ocurrir, cuando los dos pudieron, unidos, ser un poco niños y un poco adultos, jugar primero y llorar después, sin otro contacto que enturbiase la pureza de ese recuerdo, el más hondo y bello de la vida de Laura Díaz? No pasa noche sin que ella sueñe con el rostro de su joven hermano fusilado, enterrado en el mar, desapareciendo bajo las olas del Golfo de México.

El día del entierro de Leticia su madre, Laura vivió dos vidas al mismo tiempo. Automáticamente, cumplió con todos los ritos, dio todos los pasos de la velación y el entierro, ambos muy solitarios. De las viejas familias, ya ninguna quedaba en Xalapa. La pérdida de las fortunas, el temor a los nuevos gobernadores expro-piadores, comecuras y socialistas, el imán de la ciudad de México, la promesa de nuevas oportunidades fuera del solar provinciano, la ilusión y la desilusión, lanzaron a todos los viejos amigos y conocidos lejos de Xalapa. Laura visitó la Hacienda de San Cayetano. Era una ruina y sólo en la memoria de Laura se escuchaban los valses, las risas, el trajín de los meseros, el chocar de copa contra copa, la figura erguida de doña Genoveva Deschamps…

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