Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Un hombre con una tea encendida pasó gritando por los pasillos de la casa abandonada, prendiendo fuego a todo lo inflamable; recibí un golpe en la nuca y caí mirando un rascacielos solitario parado de cabeza, bajo un cielo acatarrado; toqué la sangre ardiente del verano que aún no llegaba, bebí las lágrimas que no borran la oscuridad de la piel, escuché el ruido de la mañana, pero no su anhelado silencio; vi a los niños jugando entre las ruinas, examiné la ciudad yacente, ofreciéndose a una auscultación sin pudor; me oprimió el cuerpo entero un desastre de ladrillo y humo, el holocausto urbano, la promesa de las ciudades inhabitables; un hogar para nadie en la ciudad de nadie.

Alcancé a preguntarme, cayendo, si se puede vivir la vida de una mujer muerta exactamente como ella la vivió, descubrir el secreto de su memoria, recordar lo mismo que ella.

La vi, la recordaré.

Es Laura Díaz.

II. Catemaco: 1905

El recuerdo, a veces, se puede tocar. La leyenda más citada de la familia tenía que ver con el coraje de la abuela Cósima Kelsen cuando, allá por los 1870, se fue a comprar los muebles y el decorado de su casa veracruzana a la ciudad de México y, al regresar, la diligencia en la que viajaba fue detenida por los bandidos que aún usaban el pintoresco atuendo del chinaco -sombrero redondo de ala ancha, chaquetilla corta de gamuza, pantalones con vuelo, bota breve y espuela sonora-. Todo botonado de plata antigua.

Cósima Kelsen prefería evocar estos detalles que contar lo que ocurrió. Después de todo, la anécdota resultaba mejor relatada y en consecuencia más increíble, más extraordinaria aunque más duradera y conocida, cuando la iban repitiendo muchas voces; cuando iba pasando -valga la redundancia- de mano en mano, ya que de manos (o más bien de dedos) se trataba.

Fue detenida la diligencia en ese extraño punto del Cofre de Perore donde en lugar de ascender a la bruma, el viajero desciende de la diáfana altura de la montaña a un lago de niebla. El grupo de chinacos, disfrazados de humo, surgió entre relinchos de caballo y trueno de pistolas. «La bolsa o la vida» era el santo y seña de los bandidos, pero éstos, más originales, pidieron «la vida o la vida», como si, agudamente, comprendiesen la altiva nobleza, la rígida dignidad que la joven doña Cósima les mostró apenas se mostraron ellos.

No se dignó mirarlos.

El jefe de la gavilla, un antiguo capitán del derrotado ejército imperial de Maximiliano, había rondado la corte de Chapulte-pec lo suficiente como para hacer diferencias sociales. Aunque era famoso en la región veracruzana por sus apetitos sexuales -el Guapo de Papantla era su mote- lo era también por la certeza con la que distinguía entre una señora y una piruja. El respeto del antiguo oficial de caballería, reducido al bandidaje por la derrota imperial que culminó con los fusilamientos de Maximiliano, Miramón y Mejía -¡las tres emes, mierda! -exclamaba a veces el supersticioso con-

dotiero mexicano- hacia las damas de alcurnia, ya era instintivo y a la joven novia doña Cósima, viéndole primero los ojos brillantes como sulfato de cobre y enseguida la mano derecha ostensiblemente posada sobre la ventanilla del carruaje, el bandolero supo exactamente lo que debía decirle:

– Por favor, señora, déme sus anillos.

La mano que Cósima había mostrado provocativamente, fuera del carruaje, lucía una banda de oro, un zafiro deslumbrante y un anular de perlas.

– Son mis anillos de compromiso y de bodas. Primero me los cortan.

Cosa que sin mayor pausa, como si ambos conociesen los protocolos del honor, hizo el temible chinaco imperial: de un machetazo, le cortó los cuatro dedos sobresalientes de la mano derecha a la joven abuela doña Cósima Kelsen. Ella no respingó siquiera. El salvaje oficial del imperio se quitó la pañoleta roja que usaba, a la vieja usanza chinaca, amarrada a la cabeza, y se la ofreció a Cósima para que se vendara la mano. El dejó caer los cuatro dedos en la copa del sombrero y se quedó como un mendigo altanero, con los dedos de la bella alemana a guisa de limosnas. Cuando al cabo volvió a ponerse el sombrero, la sangre le chorreó por la cara. En él, este baño rojo parecía tan natural como para otros zambullirse en un lago.

– Gracias -dijo la joven y bella Cósima, mirándolo, por una sola vez-. ¿Se le ofrece algo más?

Por toda respuesta, el Guapo de Papantla le dio un chicotazo en la grupa al caballo más próximo y la diligencia se fue rodando, cerro abajo, hacia la tierra caliente de Veracruz que era su destino más allá de la bruma montañesa.

– Que nadie vuelva a tocarme a esta señora -le dijo el jefe a su gavilla y todos entendieron que en ello, a ellos, les iba la vida, pero también que su jefe, por un instante y acaso para siempre, se había enamorado.

– Pero si se enamoró de la abuela, ¿por qué no le regresó los anillos? -preguntó Laura Díaz cuando pudo razonar.

– Porque no tenía otro recuerdo de ella -le contestaba la tía Hilda, la mayor de las tres hijas de Cósima Kelsen.

– Pero entonces, ¿qué hizo con los dedos?

– De eso no se habla, niña -le contestaba enérgica e irritada, la segunda del trío, la joven doña Virginia, soltando el libro en turno de los veinte que, orgullosamente, leía al mes.

– Cuídate de lo gitano -le dijo con su cometón acento costeño, avaro de eses, la cocinera de la hacienda-. Le cortan dedo a lo niño para hacé tamale.

Laura Díaz se miraba las manos -las manitas-, las extendía y movía juguetonamente los dedos, como si tocara un piano. Acto seguido, las escondía bajo el delantal escolar de cuadritos azules y miraba con terror creciente la actividad de los dedos en la casa paterna, como si todos, a todas horas, no hicieran otra cosa que ejercitar lo que el Guapo de Papantla le quitó a la entonces joven, y bella, y recién llegada, abuela doña Cósima. La tía Hilda tocaba, con una especie de fiebre disimulada, el piano Steinway llegado al puerto de Veracruz después de un largo viaje desde la Nueva Orleans que pareció corto porque, como notaron los viajeros y se lo contaron a la señorita Kelsen, las gaviotas acompañaron al vapor, o quizás al piano, de la Luisiana hasta la Veracruz.

– Más le hubiera valido a la Mutti ir a la Nouvelle-Or-léans a comprar el ajuar de nozze -alardeaba y criticaba de un solo respiro la tía Virginia, para quien mezclar idiomas era tan natural como mezclar lecturas y desafiar, de modo irreprochable, cierta voluntad de su padre. La Nueva Orleans, de todas maneras, era el punto de referencia comercial civilizada más próximo a Veracruz y allí, exiliado por la dictadura del cojitranco Santa Anna, el joven liberal Benito Juárez había trabajado enrollando puros cubanos en una fábrica; ¿habría una placa conmemorativa, después de que Juárez derrotó a los franceses y mandó fusilar -tan feo, tan indito él- al guapísimo Habsburgo Maximiliano?

– Los Habsburgo han gobernado a México por más tiempo que nadie, no lo olvides. México es más austriaco que otra cosa -le decía la leída y escribida Virginia a su más joven hermana Leticia, la madre de Laura Díaz; para Leticia, las noticias del imperio eran inconsecuentes con lo único que a ella le importaba, su hogar, su hija, su cocina, su hacendosa atención a la vida diaria…

En cambio, la resonancia melancólica que los ágiles dedos de Hilda le daban a los Preludios de Chopin -sus piezas favoritas- aumentaban toda porción de tristeza, real, recordada o previsible, en la casa vasta pero simple en la colina sobre el lago tropical.

– ¿Habríamos sido distintas si nos hubiéramos criado en Alemania? -preguntaba con añoranza la hermana Hilda.

– Sí -contestaba con prontitud Virginia-. Y de haber nacido en China, seríamos más distintas aún. Assez de chinoiseries, ma chére.

– ¿No sientes nostalgia? -se dirigía entonces Hilda a la hermana menor, Leticia.

3
{"b":"100285","o":1}