– ¿Cómo? Yo nunca he estado allá. Sólo tú -la regañaba, interrumpiendo, Virginia, aunque dirigía su mirada a Leticia, la madre de Laura.
– Hay mucho que hacer en la casa -concluía Leticia.
Como todas las casas de campo que dejó España en el Nuevo Mundo, ésta, de un solo piso, se organizaba en cuatro costados enjalbegados alrededor de un patio central sobre el cual se abrían las puertas de comedores, sala y recámaras. Del patio entraba la luz a los lugares de estar; los muros externos eran todos ciegos, por razones de defensa eventual y de pudor permanente.
– Vivimos como si nos fueran a atacar los indios, los piratas ingleses o los negros rebeldes -comentaba con una sonrisa divertida la joven tía Virginia-. Aux armes!
El pudor, en cambio, lo agradecían. Los trabajadores de temporada, traídos a cosechar el café, eran curiosos, impertinentes, a veces respondones e igualados. Virginia les contestaba con una mezcla de injurias en español y citas en latín que los alejaba como si la joven de ojos negros, piel blanca y labios descarnados fuese una más de las brujas que, se decía, vivían en la otra ribera del lago.
Para llegar a la casa del patrón, había que entrar por la puerta grande como invitado. La cocina, hasta atrás, sí se abría a los corrales, las caballerizas, las bodegas y el campo; se abría a los molinos, las cañerías y el patio donde se beneficiaba el producto con la caldera y las máquinas para despulpar, fermentar, lavar y secar. Había pocas bestias en la hacienda bautizada por su fundador Felipe Kelsen, «La Peregrina», en honor de su mujer, la bravia pero mutilada Cósima: cinco caballos de silla, catorce mulas y cincuenta cabezas de ganado. Nada de esto le interesaba a la niña Laura, que nunca ponía los pies en esos lugares de trabajo que su abuelo regenteaba con disciplina, sin quejarse pero aduciendo a cada momento que la mano de obra para el cultivo del café era cara por lo frágil del producto y lo accidentado de su comercialización. Por ello, don Felipe se veía obligado a un cuidado constante para podar los árboles, asegurarles la sombra indispensable para que crecieran, cortar el cafeto, separarlo del retoño, limpiar el terreno y atender los asoleadores.
– El café no es como el azúcar, no es como la caña brava, que crece dondequiera, el café requiere disciplina -sentenciaba a cada rato el patrón don Felipe, vigilante cercano de los molinos, las galeras, los establos, y los famosos asoleadores, en un día dividido entre la minuciosa atención al campo y la no menor atención a las cuentas.
La niña Laura no tenía ojos para nada de esto. A ella le gustaba que la hacienda se prolongase en las lomas de café, y detrás de ellas, seguían la selva y el lago en un encuentro, al parecer, vedado. La niña Laura se encaramaba a la azotea para divisar, de lejos, el cristal azogado del lago, como lo llamaba su tía la lectora Virginia, y no se preguntaba por qué lo más bonito del lugar era, también, lo menos cercano, lo más alejado de la mano que la niña extendía como para tocar, dándole todo el poder del mundo a su deseo. Todas las victorias de su niñez se las entregaba a la imaginación. El lago. Un verso.
Del salón ascendían las notas melancólicas de un Preludio y Laura se sentía triste, pero contenta de compartir ese sentimiento con la tía mayor, una mujer tan bella y tan solitaria, pero dueña de diez dedos musicales.
Los trabajadores, por órdenes del abuelo y patrón del beneficio, don Felipe Kelsen, embadurnaban las paredes de la casa con las manos mojadas en una mezcla de cal y canto y baba de maguey, que le daba a los muros la tersura de una espalda de mujer desnuda. Eso le dijo el abuelo don Felipe a su siempre enhiesta aunque ya muy enferma esposa un día antes de que doña Cósima muriese:
– Cada vez que toque las paredes de la casa voy a pensar que recorro con mis dedos tu espalda desnuda, tu linda y delicada espalda desnuda, ¿recuerdas?
Cuando la abuela se murió de un suspiro a la mañana siguiente, su marido logró por fin, en la muerte, lo que doña Cósima siempre rehusó en vida: ponerle unos guantes negros con rellenos de algodón en los cuatro dedos ausentes de la mano derecha.
La mandó a la eternidad, dijo, completita, como la recibió cuando la novia por encargo llegó de Alemania a los veintidós años, igualita a su daguerrotipo, con la cabellera partida a la mitad y arreglada en dos grandes hemisferios que nacían de la perfecta raya con perfecta simetría y cubrían las orejas como para resaltar la perfección de los aretes de madreperla que pendían de los lóbulos ocultos.
– Las orejas son lo más feo de una mujer -gruñía Virginia.
– No haces más que encontrar defectos -le replicaba Hilda.
– Yo te hago recitar, Virginia, y te oigo tocar, con mis horrendas orejitas -se reía la mamá de Laura Díaz-. ¡Qué bueno que la Mutti Cósima no traía puestos los aretes en Perote!
Llegó de Alemania a los veintidós años con la cabellera muy negra como para resaltar aun más la blancura de la piel. En el retrato, apoyaba contra el pecho un abanico detenido entre los cinco dedos de la mano derecha.
Por eso Hilda tocaba con vergüenza y pasión el piano, como si, al mismo tiempo, quisiera suplir la deficiencia de su madre y ofenderla diciéndole yo sí puedo, tú no, con el rencor disimulado de la única hija Kelsen, la mayor, que en una sola ocasión regresó a Alemania con su madre y con ella escuchó, en Colonia, un recital del famoso pianista y compositor Franz Liszt. Era el retintín de muchos inmigrantes europeos. México era un país de indios y gañanes, donde la naturaleza era tan abundante y rica que las necesidades inmediatas se podían satisfacer sin trabajar. El fomento a la inmigración alemana quería remediar ese estado de cosas, introduciendo en México otra naturaleza, la naturaleza industriosa de los europeos. Pero éstos, invitados a cultivar la tierra, no soportaban la dureza y el aislamiento y se iban a las ciudades. Por eso era fiel Felipe Kelsen a su compromiso de trabajar la tierra, trabajarla duro y apartar dos tentaciones: el regreso a Alemania o los viajes a la ciudad de México, que le costaron tan caro a Cósima su mujer. A la salida del concierto, Hilda le dijo a su madre: -Mutti, ¿por qué no nos quedamos a vivir aquí? ¡qué horrible es México!
Don Felipe prohibió entonces no sólo cualquier viaje de regreso a la vaterland; prohibió también el uso de la lengua alemana en la casa y con el puño cerrado, más severo porque, en reposo, no golpeó nada, sólo dijo que ahora todos ellos eran mexicanos, iban a asimilarse, no habría más viajes al Rin y nadie hablaría más que español. Philip era Felipe, y Cósima, pues ni modo, Cósima. Sólo Virginia, con ternuras traviesas, se atrevía a llamar Mutti a la madre y hacer citas en alemán. Don Felipe se encogía de hombros; la muchacha le había salido excéntrica…
– Hay bizcos, hay albinos, hay Virginia -decía ésta de sí misma, fingiendo estrabismo-. Gesundheit!
Ni hablar alemán, ni ocuparse de otra cosa que la casa o, como se decía modernamente, de la economía doméstica. Las hijas se volvieron tan hacendosas para suplir, quizás, la deficiencia de la
madre, que se sentó en su mecedora (otra novedad llegada de la Lui-siana) a abanicarse con la mano izquierda y a mirar a lo lejos, hacia el Camino Real y la bruma de Perote donde, tan joven, dejó cuatro dedos y, dicen algunos, el corazón.
– Cuando una mujer conoce al Guapo de Papantla, ya no lo olvida nunca -decía la voz popular veracruzana.
Don Felipe, en cambio, no se guardaba de reprocharle a su joven novia el viaje de compras a México. -Ya ves. Te hubieras ido a Nueva Orleans y no te habría pasado esta desgracia.
Cósima adivinó desde el primer día que la voluntad de su marido era asimilarse a México. Ella era la última concesión que Philip Kelsen le hacía a la patria vieja. Cósima sólo se adelantó a la voluntad marital de ser para siempre de aquí, nunca más de allá. Y por ello se quedó sin cuatro dedos. -Prefiero comprar el ajuar en la capital mexicana. Somos mexicanos, ¿no es cierto?