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Qué peligrosos eran los dedos, imaginaba Laurita al despertar de las pesadillas en las que una mano solitaria caminaba por el piso, subía por las paredes y se dejaba caer sobre la almohada, junto a la cara de la niña. Despertaba gritando y lo que había junto a su cara era una araña que Laura Díaz no se atrevía a matar de un manotazo, porque hubiera sido lo mismo que cortarle otra vez los dedos a la abuela ensimismada en su mecedora.

– Mamá, quiero un toldo blando cubriendo mi cama.

– La casa la tenemos muy limpia. Aquí no se cuela ni el polvo.

– A mí se me cuelan sueños muy feos.

Leticia reía y se acuclillaba para abrazar cariñosamente a su pequeñita, que mostraba desde ahora la aguda gracia de todos los miembros de la familia salvo la bella abuela Cósima, enferma de melancolía.

A los canallas que le achacaban pasiones platónicas a su mujer, Felipe les contestó con tres lindas hijas a cuál más de bellas, inteligentes y hacendosas. «Con seis dedos basta para que una mujer ame a un hombre» se jactó groseramente una noche de cantina y enseguida se arrepintió como nunca antes o después en su vida. Era trabajador, estaba fatigado y un poco ebrio. Era el dueño de su propia finca cafetalera. Buscaba relajarse. Nunca volvió a decir lo que dijo esa noche. En secreto rogó que cuantos lo escucharon decir esa vulgaridad se muriesen pronto, o se fueran de viaje para siempre, que era lo mismo.

– Partir es morir un poco -repetía a cada rato Felipe, recordando un dicho de su propia madre francesa, cuando Felipe era Philip y su padre Heine Kelsen y su madre Letitia Lasalle, y la Europa que dejó en su estela Bonaparte se hacía y deshacía por todas partes, porque crecía la industria y disminuían los talleres, porque todos se iban a trabajar fuera de sus casas y sus campos, a las fábricas, no como siempre, cuando casa y trabajo estaban unidos; porque se hablaba de libertad y reinaban tiranos; porque se abría de pecho la nación y moría acribillada por el fusil autoritario; porque nadie sabía si su pie pisaba un surco nuevo o caminaba sobre antiguas cenizas, como había escrito Alfred de Musset, el maravilloso poeta romántico que juntaba en su lectura a novios y novias, exaltando a aquéllos, enamorando a éstas, conmoviendo a todo el mundo. Muchachos exaltados, muchachas desvanecidas: el joven Philip Kelsen, ojo azul y perfil griego, barba florida y capa dragona, sombrero de copa y bastón con puño de marfil y semblanza de águila, quería entender en qué mundo vivía y creyó comprenderlo todo en una gran manifestación en Dusseldorf donde se vio, se reconoció, se admiró y hasta se amó a sí mismo, con un reflejo turbador, en la figura maravillosa del joven tribuno socialista Ferdinand de Lasalle.

Philip Kelsen, a los veinticuatro años, se sintió tocado por un augurio oyendo hablar y mirando a ese hombre, casi su contemporáneo, aunque su mentor, que portaba el apellido de la madre de Philip, como ésta llevaba el de la madre de Napoleón, Letitia: los signos favorables arrastraban al joven alemán oyendo a Lasalle y evocando los párrafos de Musset: «Desde las esferas más altas de la inteligencia hasta los misterios más impenetrables de la materia y de la forma, esa alma y ese cuerpo son tus hermanos».

– Lasalle, mi hermano -le decía en silencio Philip a su héroe, olvidando alegre, tanto voluntaria como involuntariamente, los hechos fundamentales de la vida: Heine Kelsen, su padre, debía su posición al trato comercial y bancario supeditado pero respetuoso- con el viejo Johann Budenbrook, quien había hecho fortuna acaparando trigo y vendiéndolo caro a las tropas prusianas en la guerra contra Napoleón. Heine Kelsen representaba en Dusseldorf los intereses del viejo Johann, ciudadano de Lübeck, pero sus haberes -su dinero y su suerte- se duplicaron cuando se casó con Letitia Lasalle, ahijada del financiero francés Nucingen, quien se preocupó de darle a su protegida una renta vitalicia de cien mil libras al año como dote.

De todo esto se olvidó Philip Kelsen cuando a los veinticuatro años escuchó a Ferdinand de Lasalle por primera vez.

Lasalle hablaba con la pasión del romántico y la razón del político a los trabajadores renanos, recordándoles que en la nueva Europa industrial y dinástica, el gran Napoleón había sido sustituido por Napoleón el pequeño y la pequeñez de este tiranuelo ruin y procaz era que había aliado al gobierno y a la burguesía contra el trabajador: «El primer Napoleón -oyó Kelsen exclamar a Lasalle en el mitin- era un revolucionario, su sobrino es un cretino y sólo representa a la reacción moribunda».

¡Cómo admiró el joven Kelsen a ese otro joven fogoso, La-salle, al que la propia policía de Dusseldorf describía como un muchacho de «extraordinarias cualidades intelectuales, incansable energía, gran determinación, ideas salvajemente izquierdistas, un amplio círculo de amistades, gran agilidad práctica y considerables recursos financieros»! Por todo esto era peligroso, dictaminó la policía; por todo esto era admirable, se convenció su joven seguidor Kelsen, porque Lasalle andaba bien vestido (y Marx su rival tenía lamparones de grasa en el chaleco), porque Lasalle iba a las recepciones de la misma clase a la que combatía (y Marx no salía de los más miserables cafés de Londres), porque Lasalle creía en la nación alemana (y Marx era un cosmopolita enemigo del nacionalismo), porque Lasalle amaba la aventura (y Marx era un aburrido paterfamilias de clase media incapaz de regalarle una sortija a su aristocrática señora Von Westphalen).

Toda su vida lucharía Philip Kelsen contra el fervor lassa-liano de su juventud socialista; toda su juventud la perdió en esa ilusión esplendorosa, que como el surco europeo del poeta, era, quizás, sólo un hoyanco de cenizas. El socialista Lasalle acabó aliándose con el feudalista Bismarck, el junker prusiano ultranacionalis-ta y ultrarreaccionario, para dominar, entre los dos, a los capitalistas voraces y sin patria, ésa fue la razón de la incómoda alianza. La crítica del poder se convirtió en el poder sobre la crítica y Philip Kelsen abandonó Alemania el mismo día en que su héroe mancillado, Ferdinand de Lasalle, se convirtió en su héroe ensangrentado, muerto en duelo en un bosque cerca de Ginebra el 28 de agosto de 1864 por un motivo tan absurdo y romántico como el apuesto socialista: se enamoró apasionadamente de Helena (Von Doniger, informó la crónica), retó a duelo al novio de la bella Helena (Yanko von Raco-witz, añadía la nota de prensa) y éste, muy cumplidamente, le atravesó a Lasalle el estómago con una bala, sin la menor consideración

hacia la historia, el socialismo, el movimiento obrero o el Canciller de Hierro.

¿Qué más lejos del panteón de Breslau donde enterraron a Lasalle a los treinta y nueve años, podía irse, a los veinticinco, el socialista desilusionado, Philip Kelsen, que a costas de América, a Ve-racruz, donde agoniza el Atlántico tras una larga travesía desde el puerto de Hamburgo y, tierra adentro, hasta Catemaco, tierras calientes, abundantes, pródigas, ubérrimas se decía en los discursos, donde la naturaleza y el hombre se podían reunir y prosperar, fuera de la desilusión corrupta de Europa?

De Lasalle, Philip sólo conservó el recuerdo conmovido, el nacionalismo y el amor a la aventura, que lo trajo del Rin al Golfo de México. Sólo que aquí, esos atributos ya no iban a ser alemanes, sino mexicanos. El viejo Heine, en Dusseldorf, aplaudió la decisión de su hijo rebelde, le dio una dotación de marcos y lo embarcó en Hamburgo rumbo al Nuevo Mundo. Philip Kelsen hizo una escala de tres años en Nueva Orleans, trabajando con desgano en una fábrica de tabaco, le repugnó el racismo norteamericano, tan candente entre las ruinas incendiadas de la Confederación sureña, y siguió a Veracruz, explorando la costa desde Tuxpan en la verde Huasteca hasta los Tuxtlas sobrevolados por centenares de pájaros.

– Barriga llena, corazón contento -le dijo la primera mujer con la que se acostó en Tuxpan, una mulata que le daba igual sensualidad a la cama y a la cocina, alternando en la boca voraz del joven seductor alemán dos pezones morados y enorme cantidad de bocoles, pemoles y tamales de zacahuil… Mal acostumbrado, Philip Kelsen volvió a encontrar en Santiago Tuxtla su mulata y su merienda, ella se llamaba Santiaga como su ciudad y los platos que ofrecía al reposo del alemancito sensual y novedoso eran todos los caribeños, la yuca, el ajillo y el mogo-mogo de plátano macho. Pero más que cualquier platillo, sexual o gastronómico, Philip Kelsen fue seducido por la belleza de Catemaco, a un paso de los Tuxtlas: un lago que podía ubicarse en Suiza o Alemania, rodeado de montañas y tupida vegetación, terso como un espejo, pero animado por rumores invisibles de cascadas, sobrevuelo de aves y colonias de monos macacos rabones.

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