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– No quiero ser un guerroso, no quiero dar lata.

Silencio. Quietud. Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca. Sin necesidad de decirlo. Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades, adivinaciones y acciones de gracia.

Todo esto vivieron Laura y Santiago mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos, adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí?, no me traicionen con la piedad…, seré un hombre hasta el fin.

A ella le costó mucho no sentir pena por su hijo, no sólo por mostrar la pena, sino desterrarla de su ánimo y de su mirada misma. No sólo disimularla, sino no tenerla, porque el disimulo lo captaban enseguida los sentidos despiertos, eléctricos, de Santiago. Se puede traicionar con la compasión; eran palabras que Laura repetía al quedarse dormida, ahora ya todas las noches, en un catre al lado de su hijo afiebrado y demacrado, el hijo de la promesa, el niño adorado al fin.

– Hijo, ¿qué te hace falta, qué puedo hacer por ti?

– No mamá, ¿qué puedo yo hacer por ti?

– Sabes, quisiera robarle al mundo todas sus glorias y virtudes para regalártelas.

– Gracias. Ya lo hiciste, ¿no lo sabías?

– Qué más. Algo más.

¿Qué más? ¿Algo más? Sentada al filo de la cama de Santiago enfermo, Laura Díaz recordó súbitamente una conversación entre los dos hermanos que una noche ella escuchó sin querer y sólo porque Santiago, que siempre dejaba la puerta de su recámara abierta, había recibido en ella, extraordinariamente, a Dantón.

Papá y mamá andan confusos por nosotros, adivinó Dantón, imaginan demasiados caminos para cada uno… Qué bueno que nuestras ambiciones no se interfieren, replicó Santiago, no nos hacemos cortocircuito… ¿Tú crees sin embargo que tu ambición es buena y la mía es mala, verdad?, persistió Dantón… No, aproximó Santiago, no es que la tuya sea mala y la mía buena o al revés; estamos condenados a cumplirlas, o por menos a tratar de… ¿Condenados?, rió Dantón, ¿condenados?

Ahora, Dantón ya estaba casado con Magdalena Ayub Longoria y vivía, como lo quiso siempre, en la Avenida de los Virreyes en Las Lomas de Chapultepec, se salvó de los horrores neo-barrocos de Polanco pero no porque fuera el gusto de su familia política, aunque también soñara con habitar una casa de líneas rectas y geometrías que no distraían. Laura veía cada vez menos a su segundo hijo. Se daba como pretexto que él tampoco la buscaba pero admitía, en cambio, que ella buscaba afanosamente a Santiago. Más que buscarlo, lo tenía, debilitado por enfermedades recurrentes, en la casa familiar. No era su prisionero. Santiago era un joven artista iniciando un destino que nadie podía deshacer porque era el destino del arte, de obras que al cabo sobrevivirían al artista.

Tocando la frente afiebrada de Santiago, Laura se preguntaba, sin embargo, si este joven artista que era su hijo no hermana-

ba demasiado la iniciación y el destino. Las figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una conclusión. No eran un principio, eran, irremisiblemente, un fin. Estaban todas terminadas. Entender esto la angustiaba porque Laura Díaz quería ver en su hijo la realización completa de una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente, no dependiese de la voluntad -la de Santiago, la de su madre.

Ella no estaba dispuesta a resignarse. Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, pintando solo y sólo para él, como debe ser, cualquiera que sea el destino del cuadro, mi hijo va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir: su pintura es inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca, su progreso es asombroso, consagrarse al arte es una revelación tras otra, al ir de asombro en asombro.

– Todo lo bueno es trabajo -solía decir el joven Santiago mientras pintaba-. El artista no existe.

– Tú eres un artista -se atrevió a decirle Laura-. Tu hermano es un mercenario. Esa es la diferencia.

Santiago se rió, casi acusándola de ser vulgarmente obvia.

– No, mamá, qué bueno que somos distintos, en vez de estar divididos por dentro.

Ella se arrepintió de su banalidad. No quería hacer comparaciones ni odiosas ni disminuyentes. Quería decirle ha sido maravilloso verte crecer, cambiar, generar nueva vida, no quiero preguntarme nunca, ¿pudo ser grande mi hijo?, porque ya lo eres, te miro pintar y te veo como si fueses a vivir cien años, mi adorado hijo, yo te escuché desde el primer momento, desde que me pediste sin decir palabra, madre, padre, hermano mío, ayúdenme a sacar lo que traigo adentro, permítanme presentarme…

No acababa de entender este ruego, sobre todo cuando recordaba otra conversación sorprendida entre los hermanos, cuando Dantón le dijo a Santiago lo bueno del cuerpo es que nos puede satisfacer en cualquier momento y Santiago le dijo también nos puede traicionar en cualquier momento y por eso hay que pescar el gusto al vuelo, le replicó Dantón y Santiago:

– Otras satisfacciones cuestan, hay que trabajar por ellas, y los dos al unísono: -Se nos escapan… seguido de la risa fraternal, compartida…

Dantón no le tenía miedo a nada, salvo a la enfermedad y la muerte. Esto le pasa a muchos hombres. Son capaces de luchar cuerpo a cuerpo en una trinchera, pero incapaces de tolerar el dolor de un parto. Buscó, y encontró, pretextos para ir cada vez con menos frecuencia a la casa paterna de la Avenida Sonora. Prefería llamar por teléfono, preguntar por Santiago, aunque Santiago odiaba los teléfonos, eran la distracción más espantosa inventada para torturar a un artista, qué bueno cuando era niño y había los dos sistemas, Ericsson y Mexicana, y costaba mucho comunicarse.

Miró a Laura.

Eso era antes de que las enfermedades se sucediesen cada vez con mayor rapidez y los doctores no alcanzaran a explicarse la debilidad creciente del muchacho, su poca resistencia ante las infecciones, el desgaste incomprensible de su sistema inmunológico, y lo que no decían los médicos, lo que decía sólo Laura Díaz, mi hijo tiene que cumplir su vida, de eso me encargo yo, no me importa nada, la enfermedad, las medicinas inútiles, los consejos médicos, lo que yo debo darle a mi hijo es todo lo que mi hijo debería tener si viviera cien años, yo le voy a dar a mi hijo el amor, la satisfacción, la convicción de que no le faltó nada en los años de su vida, nada, nada, nada…

Lo vigilaba de noche, mientras dormía, preguntándose, ¿qué puedo salvar yo misma de mi hijo el artista que perdure más allá del eco de la muerte? Admitió con un sobresalto en el pecho que no quería solamente que su hijo tuviera todo lo que merecía, sino que ella, Laura Díaz, tuviese también lo que su hijo podía darle. Él necesitaba recibir. Ella también. Ella quería dar. ¿Él también?

Como todos los pintores, Santiago el Menor, cuando aún se movía con libertad, gustaba de alejarse de sus cuadros, verlos con cierta distancia.

– Los busco como amantes, pero los recreo como fantasmas -intentaba reír el muchacho.

Ella contestó en silencio a esas palabras más tarde, cuando Santiago ya no podía moverse de la cama y ella tenía que recostarse junto a él para consolarlo, estar realmente a su lado, apoyarlo… -No quiero ser privada de ti.

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