Todos se conocían, le explicó a Laura, a Juan Francisco y a Santiago. Pero es lo único que conocían. Ellos, ellos, ellos. Yo los voy a presentar con el mundo de hoy, pinches momias porfiristas. He aprendido a imitar tonos de voz, saben, maneras de vestir, apoyos verbales como decir «chao» y «Jesús me ampare» y «voiturette». He trabajado a la sociedad como se «trabaja» una carne asada en un restaurante. ¿Saben? Descubrí con el chico López Landa que un joven admira en otro joven lo que él no es. Yo lo supe y le ofrecí a los del Jockey lo que ellos no son para hacerme interesante. Lo mismo le ofrezco a Magdalena, le ofrezco lo que ella no es pero quisiera ser, rica pero glamorosa. Se lo doy a entender: no eres todo lo que podrías ser, mi sueño, pero yo te lo haré real. Creían los Ayub que me hacían el gran favor y que me podían poner toda clase de dificultades. Chiles. Las dificultades en esta vida hay que endosárselas a los demás como si fueran un regalo, ése es el chiste.
– Tus papis no me quieren, mi sueño.
– Yo haré que te quieran, Dantón.
– No quiero darte esa dificultad.
– No es dificultad. Es mi regalo para ti, mi amor, mi Dan…
Son de una cruel riqueza, se rió Dantón hablándole a sus padres y a su hermano. Se la han vivido atesorando para un día que nunca llegará. Han perdido las razones que tuvieron para hacerse ricos. Voy para reanimarlos. Ahora las razones son mías. Mamá, papá, la boda es el mes entrante, apenas me reciba de abogado. Soy un éxito, ¿por qué no me felicitan?
Mi hermano me ataranta, le dijo Santiago a Laura, me hace sentirme inferior, tonto, él tiene todas las respuestas de antemano, a mí sólo se me ocurren muy tarde cuando todo ya pasó, ¿por qué seré así?
Ella le contestaba diciéndole que los dos eran muy distintos, Dantón estaba hecho para el mundo de fuera, tú para el mundo
interior donde las respuestas, Santiago, no tienen que ser rápidas o graciosas porque lo que cuenta son las preguntas.
– No, a veces ni siquiera hay respuesta -sonrió desde la cama Santiago-. Sólo hay preguntas. Tienes razón.
– Si, hijo. Pero yo creo en ti.
Se incorporaba con dificultad del lecho y se acercaba a su caballete; era difícil distinguir el temblor de la fiebre y el de la anticipación creativa. Sentado frente al lienzo, transmitía esa fiebre, esa duda; Laura lo miraba y lo sentía en su propia piel. Es normal, así ha sido desde que descubrió su vocación de pintar; todos los días se sorprende a sí mismo, se siente transformado, descubre al otro que está en él.
– Yo lo descubro también, Juan Francisco, pero no se lo digo. Acércate un poco a él.
Juan Francisco negaba con la cabeza. No quería admitirlo, Santiago vivía en un mundo que él no entendía, no sabía qué decirle a su propio hijo, nunca estuvieron cerca el uno del otro, ¿no era un engaño acercarse ahora porque estaba enfermo?
– Es más que eso, Juan Francisco. Santiago no sólo está enfermo.
Juan Francisco no entendía esa sinonimia, ser artista y estar enfermo. Era como imaginar un espejo doble que siendo el mismo tiene dos caras, cada uno reflejando una realidad distinta, la enfermedad y el arte, no realidades necesariamente gemelas pero a veces, sí, hermanas. ¿Qué precedía, qué alimentaba los pesarosos días de Santiago, el arte o la enfermedad?
Laura miraba dormir a su hijo. Le gustaba estar sentada junto a la cama cuando Santiago despertaba. Vio eso: despertaba sorprendido, pero no era posible saber si era la sorpresa de amanecer vivo o el asombro de contar con un día más para pintar.
Ella se sintió excluida de esa diaria elección, confesó que le hubiera gustado ser parte de lo que Santiago escogía cada día, Laura, mi madre, Laura Díaz es parte de mi día. Lo pasaba con él, a su lado, había dejado todo para atender al joven, pero Santiago no externaba su reconocimiento de esa compañía, sólo estaba en la compañía, decía Laura, la admitía sin agradecerla.
– Quizás no tiene nada que agradecer y yo debo entender esto y respetarlo.
Una tarde él se sintió fuerte y le pidió a su mamá que lo llevase al balcón de las reuniones vespertinas en la sala. Había per-
dido tanto peso que Laura hubiese podido cargarlo, como no llegó a hacerlo de chiquito, educado lejos de ella con la Mutti y las tías en Xalapa. Ahora la madre podría recriminarse el abandono de entonces, las espurias razones, Juan Francisco empezaba su carrera política, no había tiempo para los niños y peor aún, Laura Díaz iba a vivir su vida independiente, le sobraban los hijos y hasta el marido, era una muchacha provinciana, casada a los veintidós años con un hombre dieciséis años mayor que ella, era su turno de vivir, arriesgarse, aprender, ¿fue la monja Gloria Soriano sólo un pretexto para dejar el hogar?; era el tiempo de Orlando Ximénez y Carmen Cortina, de Diego y Frida en Detroit, no era el tiempo de un niño cargado en brazos y cargado de promesas, este Santiago con una frente tan despejada que en ella podían leerse la gloria, la creación y la belleza. Nunca, se juró a sí misma, nunca más dejaría de atender a un niño que siempre, siempre, contenía toda la promesa, toda la hermosura, todo el cariño y la creación del mundo.
Ahora ese tiempo perdido se presentaba de golpe con el rostro de la culpa, ¿por eso no expresaba Santiago gratitud hacia un cuidado materno que llegaba demasiado tarde? Ser madre excluía toda apuesta de gratitud o reconocimiento. Debía bastarse sin argumentos o expectativas, como el instante de la ternura suficiente.
Laura se sentó con su hijo frente al paisaje urbano que ahora sí se transformaba como un bosque de hongos proliferantes. Los rascacielos aparecían por todas partes, los viejos «libres» eran sustituidos por taxímetros al principio incomprensibles y sospechosos para los usuarios, los camiones destartalados por autobuses gigantescos que escupían humo negro como el vaho de un murciélago y los tranvías amarillos con sus bancas de madera barnizada y sus «planillas» por trolebuses amenazantes como bestias prehistóricas. La gente ya no regresaba a comer a su casa a las dos de la tarde y a su trabajo a las cinco; se vivía la novedad gringa de las «horas corridas». Iban desapareciendo los cilindreros, los ropavejeros, los afiladores de cuchillos y tijeras. Iban muriendo los abarrotes, los estanquillos y las misceláneas en cada esquina y las compañías de teléfonos rivales se unificaron al fin, Laura recordó a Jorge (ya casi nunca pensaba en él) y se distrajo de lo que decía Santiago sentado en el balcón, vestido de bata y con los pies desnudos, te quiero, ciudad, mi ciudad, te quiero porque te atreves a mostrar el alma en tu cuerpo, te amo porque piensas con la piel, porque no me permites verte si antes no te he soñado como los conquistadores, porque
aunque te quedaste seca, ciudad laguna, tienes compasión y me llenas las manos de agua cuando necesito aguantarme el llanto, porque me dejas nombrarte sólo con verte y verte sólo con nombrarte, gracias por inventarme a mí para que yo te pudiera inventar de nuevo a ti, ciudad de México, gracias por dejarme hablarte sin guitarras y colores y balazos, sino cantarte con promesas de polvo, promesas de viento, promesas de no olvidarte, promesas de resucitarte aunque yo mismo desaparezca, promesas de nombrarte, promesas de verte a oscuras, ciudad de México, a cambio de un solo regalo de tu parte: sígueme viendo cuando ya no esté aquí, sentado en el balcón, con mi madre al lado…
– ;A quién le hablas, hijo?
– A tus manos tan bellas, mamá…
… A la infancia que es mi segunda madre, a la juventud que sólo es una, a las noches que ya no veré, a los sueños que les dejo aquí para que me los cuide la ciudad, a la ciudad de México que me seguirá esperando siempre…
– Te quiero, ciudad, te amo.
Laura, conduciéndolo de regreso a la cama, entendió que todo lo que su hijo le decía al mundo también se lo decía a ella. No necesitaba ser explícito; podría traicionarse con la palabra. Sacado al aire, podría secarse un amor que vivía sin palabras en el terreno hondo y húmedo de la diaria compañía. El silencio entre los dos podía ser elocuente.