– No, la ceiba no se puede abrazar. Le nacen puñales en el cuerpo.
Miró el brazo herido de su hermano pero no dijo nada.
Empezó a esperarla cada sábado, a la puerta de la casa que compartían, como si él viniera de otra parte y le trajera a ella un regalo, un ramito de flores, una concha para oír el rumor del océano, una estrella de mar, una tarjeta postal, un barquito de papel, mientras Leticia miraba inquieta desde la azotea donde tendía personalmente la ropa (igual que en Catemaco; le encantaba la frescura de las sábanas recién lavadas contra el cuerpo) viendo alejarse a la pareja, sin saber que su marido Fernando hacía lo mismo desde el balcón de la sala.
Lo que Laurita recibía en esos paseos era algo más que conchas de mar y flores y estrellas. Su medio hermano le hablaba como si ella tuviese otra edad, no sus indecisos doce años, sino veintiuno como él, o más. ¿Necesitaba desahogarse con alguien o de veras la tomaba en serio? ¿Creía, en todo caso, que ella podía entender todo lo que Santiago le contaba? Para Laura, la maravilla suficiente era que él la sacaba a pasear, le hacía llegar las cosas; no los regalitos sino las cosas que traía adentro, las cosas que le decía, lo que su compañía le entregaba.
Una tarde que él no se presentó a la cita, ella se quedó recargada contra la pared de la casa (que eran oficinas bancarias en la planta baja) y se sintió tan desprotegida en medio de la ciudad en siesta que estuvo a punto de regresar corriendo a su habitación y como eso le pareció una deserción, una cobardía (no sabía bien la palabra, sólo conocía, desde ahora, el sentimiento), pensó mejor que se perdía en la selva tropical, que allí podía esconderse y crecer sola, a su propio tiempo, sin este muchacho tan bello e inteligente que la llevaba con demasiada prisa a una edad que todavía no era la suya…
Caminó y encontró a Santiago recargado, a la vuelta de la esquina, contra otra pared. Se rieron. Se besaron. Se equivocaron. Se perdonaron.
– Estaba pensando que en el lago sería yo la que te llevaría a ver cosas.
– Sin ti, me perdería en la selva, Laura. Yo soy de aquí, de la ciudad, del puerto. La naturaleza me asusta.
Ella preguntó sin decir nada.
– Va a durar más que tú. O yo.
Caminaron hasta un punto de las dársenas donde él se detuvo muy concentrado, tanto que a ella le dio miedo verlo así como le había dado miedo oírlo decir que a veces le daban ganas de entrar a esa selva que tanto le gustaba a ella y perderse allí, no salir nunca y nunca más ver un rostro humano.
– ¿Qué esperan de mí, Laura?
– Todos dicen que eres harto inteligente, que escribes y hablas muy bonito. Nuestro padre te llama siempre una promesa.
– El viejo es un buen hombre. Pero sólo expresa buenos deseos. Un día te enseño lo que escribo.
– ¡Qué alboroto!
– No es genial. Es correcto. Es competente.
– ¿No basta eso que dices Santiago?
– No, no lo es. Imagínate, si hay algo que detesto es ser parte del rebaño. Nuestro padre es eso, perdona que te lo diga, un buen borrego de la grey profesional. Lo que no se puede ser es parte de un rebaño artístico, ser uno más en el arte, en la literatura… Eso me mataría, Laura, prefiero ser nadie que ser mediocre…
– No lo eres, Santiago, no digas esas cosas, tú eres el mejor, te lo juro…
– Y tú eres la más bonita, te lo digo yo.
– Ay Santiago, no trates siempre de ser el mejor de los primeros, ¿por qué no eres mejor el mejor de los segundos?
Él le pellizcaba la mejilla y reían otra vez, pero regresaban en silencio a la casa y los padres no se atrevían a decir nada porque Fernando, sería una maldad atribuir pecado donde no lo hay, como hacía el cura Elzevir en Catemaco, que nomás arruinaba a la gente con culpas imaginarias, porque Leticia, reconozco que desconozco a mi hijo, para mí ese muchacho es un misterio, pero tú a Laura sí te la sabes y confías en ella, ¿verdad?
La volvió a llevar a ese punto del muelle el siguiente sábado y le dijo mira los rieles, aquí mismo llegaron los furgones cargados de cadáveres, los obreros de Río Blanco asesinados por órdenes de don Porfirio por declarar la huelga y aguantarla con valentía, aquí los trajeron y los echaron al mar, el dictador ya sólo se sostiene con sangre, a los yaquis rebeldes los arrojó encadenados de un buque al mar en Sonora, a los mineros de Cananea los mandó fusilar, en un lugar llamado Valle Nacional tiene esclavizados a centenares de trabajadores, aquí mismo en la fortaleza de Ulúa están encarcelados los liberales, los partidarios de Madero y de los hermanos Flores Ma-gón, los anarcosindicalistas eran los parientes españoles de mi madre Elisa Obregón, la canaria, Laura, los revolucionarios. Laura, los revolucionarios, la gente que pide algo muy simple para México, democracia, elecciones, tierra, educación, trabajo, no reelección. Don Porfirio lleva treinta años en el poder.
– Perdóname. Ni a una niña de doce años le ahorro mis discursos.
Los revolucionarios. Esa palabra resonó en la cabeza de Laura Díaz esa noche y otra y más, nunca la había escuchado y cuando regresó de visita a los cafetales con su madre se lo preguntó al abuelo y la mirada anciana de Felipe Kelsen el antiguo socialista se nubló por un instante. ¿Qué es un revolucionario?
– Es una ilusión que se debe perder a los treinta años.
– Ay, Santiago apenas cumplió los veinte.
– Con razón. Dile a tu hermano que se apure.
Don Felipe jugaba ajedrez en el patio de la casa de campo con un inglés de sucios guantes blancos y la pregunta de la nieta le hizo perder un alfil y sufrir un enroque. No dijo más el viejo alemán. El inglés, en cambio, perseveró.
– ¿Otra revolución? ¿Para qué? Ya todos están muertos.
– Pues desee usted, sir Richard, que tampoco haya más guerras, porque entonces sí va a haber más muertos -don Felipe quiso desviar la atención de Laura al inglés de los guantes y a éste distraerlo del juego mismo.
– Y además, usted alemán y yo británico, para qué le cuento… ¡Hermanos enemigos!
Con lo cual don Felipe, protestando que él ya no era alemán sino mexicano, se dejó sitiar el rey, el inglés exclamó check mate, pero sólo cuatro años más tarde dejaron de hablarse don Felipe y don Ricardo y desprovistos de sus respectivos compañeros de aje-
drez, se murieron de aburrimiento y de tristeza; sonaron los cañones de la batalla del Ypres, las trincheras fueron la carnicería de jóvenes ingleses y alemanes y sólo entonces el abuelo Felipe les reveló algo a sus hijas y a su nieta.
– Qué cosa. Usaba esos guantes blancos porque él mismo se rebanó las yemas de los dedos para purgar su culpa. En la India, los ingleses le cortaban las yemas a los tejedores de algodón para evitar la competencia con las fábricas de hilados de Manchester. No hay gente más cruel que los ingleses.
– La pérfida Albión -decía, por no dejar, la tía Virginia -. Perfidious Albion.
– ¿Y los alemanes, abuelo?
– Bueno, nena. No hay gente más salvaje que los europeos. Tú vas a ver. Todos.
– Uber alles -canturreaba, prohibitivamente, Virginia.
No iba a ver nada. No iba a haber más que el cadáver de su hermano Santiago Díaz, fusilado sumariamente en noviembre de 1910 como conspirador contra el gobierno federal y coaligado con los complotistas veracruzanos, liberales, sindicalistas y maderistas como los hermanos Carmen y Aquiles Serdán que el mismo mes fueron fusilados en Puebla.
No se le ocurrió a don Fernando Díaz, velando el cadáver acribillado de su hijo en la sala encima del Banco, que esa serenidad del joven vestido de blanco, con el rostro más pálido que de costumbre, pero con las facciones intactas y el pecho perforado, iba a ser perturbada una vez más por la intervención de la policía.
– Éste es un recinto oficial.
– Es mi casa, señor. Es la casa de mi muerto. Exijo respeto.
– A los rebeldes se les vela en los panteones. ¡Ándele, fuera todos!