– Let sleeping dogs lie… -decía invariablemente el señor Díaz cuando miraba así fuese de reojo, los cuadros de género.
El comedor con mesa para doce invitados y otra vez las vitrinas, esta vez repletas de vajillas decoradas a mano con escenas de las guerras napoleónicas y ribeteadas, en ocasión, con relieves dorados en forma de guirnaldas.
El antecomedor o pantry, como lo llamaba Fernando, intermedio entre el comedor y la cocina olorosa a hierbas, guisados, y frutos del trópico desangrándose por la mitad. Cocina de braseros y comales, donde el fuego debajo de los sartenes y las ollas requería manos incansables en el manejo de los abanicos de petate para mantenerse vivo. Nada satisfacía más a doña Leticia que recorrer las hornillas de ladrillo y fierro, abanicando con de-
cisión los rescoldos de carbón que hacían burbujear mejor, atizados, los caldos, los arroces y los guisos, mientras las indias de la sierra de Zongolica echaban las tortillas y el negrito Zampaya regaba las macetas en los corredores, canturreando como un himno a sí mismo.
El baile del negro Zampayita es un baile que quita, que quita, que quita el hipo ya…
A veces, Laurita, con la cabeza sobre el regazo de su madre, oía deleitada, por enésima vez, la historia del encuentro de sus padres en las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan, un pueblecito de juguete donde cada dos de febrero, todos, hasta los viejecitos, salen a bailar al son del requinto y la jarana sobre los tablados de las plazas junto al río Papaloapan, por donde pasa la Virgen de barco en barco mientras los lugareños apuestan si la Madre de Dios, este año, tiene puesto el mismo pelo usado del año pasado, que pertenecía a Dulce María Estévez, o el que ahora regaló, con gran sacrificio de su parte, María Elena Muñoz, pues la Virgen requería cada año una nueva y fresca cabellera y era un gran honor para las señoritas decentes sacrificar su pelo y dárselo a Santa María.
Hay filas de hombres a caballo que se quitan el sombrero al paso de la Virgen, pero el viudo veracruzano don Fernando Díaz, a sus treinta y dos años, sólo tiene ojos para la alta, esbelta, finísima señorita Leticia Kelsen (pregunta y se lo cuentan) vestida toda de una tela blanca tiesa como un pergamino y descalza, a los diecisiete años, no porque no tuviera zapatos sino porque (como se lo dijo a Fernando cuando el viudo le ofreció el brazo para que no resbalara en el barro de la ribera) en Tlacotalpan el placer mayor es recorrer con los pies desnudos las calles de pasto, ¿él conocía otra ciudad con calles de pasto? No, rió Fernando, y se quitó él mismo, entre regocijos y asombros de los tlacotalpeños, los complicados botines de lazo y botonadura y unos calcetines a rayas rojas y blancas que mataron de la risa a la señorita Leticia.
– ¡Son como de payaso!
Él se ruborizó y se culpó a sí mismo de haber hecho algo tan fuera de sus hábitos regulares y mesurados. Ella lo amó allí mismo nomás porque se quitó los zapatos y se puso colorado como sus calcetines.
– ¿Qué más qué más? -decía Laurita que conocía de memoria la anécdota.
– Que ese pueblo no se puede describir, hay que verlo -añadía entonces su papá.
– ¿Cómo, cómo?
– Como de juguete -continuaba doña Leticia-. Todas las casas son de un piso, parejitas, pero cada una tiene distinto color.
– Azul, rosa, verde, rojo, naranja, blanco, amarillo, violeta… -enumeraba la niña.
– Las paredes más lindas del mundo -concluía el papá, encendiendo un habano.
– Un pueblo de juguetería…
Ahora que tenían la casona en el puerto, venían a verlas las hermanas Kelsen y don Fernando las vacilaba, ¿no que se iban a casar apenas nos reuniéramos Leticia, Laurita y yo?
– Y entonces, ¿quién cuida a María de la O?
– Siempre tienen un pretexto -se reía don Fernando.
– Ésa es la pura verdad -le daba la razón María de la O-. Yo me quedaré a cuidar a mi padre. Hilda y Virginia pueden largarse y casarse cuando quieran.
– Yo no necesito marido -exclamaba riendo Virginia la escritora… Je suis la belle ténébreuse… no necesito que me admiren.
La risa de esta gracejada la interrumpía entonces la pianista Hilda, poniendo fin al tema con palabras que nadie entendía:
«Todo está escondido y nos acecha.»
Fernando miraba a Leticia, Leticia a Laura y la niña remedaba a la tía más blanca de todas moviendo las manos como si tocara el piano hasta que la tía Virginia le daba un coscorrón bien feo y Laurita se aguantaba la muina y las lágrimas.
La visita de las tías era ocasión para invitar a gente de la sociedad jarocha. Sucedió una vez que estando reunido un grupo entró tarde la tía María de la O y una señora le dijo.
– Muchacha, qué bueno que llegaste. Abanícame un rato, por favor. No seas floja, negrita, mira que hace calor…
Las risas se congregaron, María de la O no se movió, Laura se puso de pie, tomó a su tía morena del brazo y la condujo a un sillón.
– Siéntate aquí, tiíta, que yo abanicaré con mucho gusto primero a la señora y después a ti, mi amor.
Laura Díaz cree que algo cambió para siempre en su vida una noche en que la despertó el gemido ronco en la recámara de su
hermano Santiago, al lado de la suya. Se asustó pero no corrió de puntitas al pasillo y a la puerta del muchacho hasta que oyó por segunda vez el sofoco adolorido. Entonces entró sin tocar y el rostro de dolor de Santiago en la cama se juntó con un saludo increíble, único, en los ojos del muchacho, una gratitud por la presencia de la niña, aunque sus palabras la desmintieran, Laurita, no hagas ruido, regresa a tu cuarto, no vayas a despertar a la gente…
Tenía rasgada la camisa desde el hombro y con la mano derecha se apretaba el antebrazo izquierdo. ¿Podía la niña ayudarlo en algo?
– No. Sí. Vete a dormir y no le cuentes a nadie. Júralo. Yo me sé cuidar solo.
Laura hizo la señal de la cruz. Por primera vez, aunque no lo dijera, alguien la necesitaba, no era ella la que pedía algo, a ella se lo pedían, con palabras que eran «no» pero eran «sí, Laura, ayúdame…».
A partir de esa noche salieron a pasear por el malecón todos los sábados, agarrados de la mano, que Laura sentía rígida, tensa, mientras se cerraba la herida del brazo. Era el secreto de ambos y él sabía que contaba con ella y ella se sentía nueva, orgullosa porque Santiago lo sabía. Y sólo entonces, también, en ese contacto con su hermano, Laura sintió que pertenecía a Veracruz, que el mar y el cielo se reunían aquí en una sola rada vibrante, cielo y mar juntos y soplando fuerte para que detrás de Veracruz el llano vibrara también, luminoso y barrido, hasta perderse en la selva. A él sí le podía contar las historias de Catemaco. Él sí le creería que la mujer de piedra detenida en medio de la selva era una estatua, no un árbol.
– Cómo no. Es una figura de la cultura del Zapotal. ¿No lo sabía tu abuelo?
Laura negaba con la cabeza, no, el abuelo, después de todo, no lo sabía todo, y los tirabuzones de la niña se agitaron, oscuros y olorosos a jabón.
– Con razón dice mi papá «Santiago acaparó toda la inteligencia de la familia y a los demás nos dejó puras limosnas».
Santiago excusó su risa diciendo que Laura sabía más que él de árboles, de pájaros, de flores, de la naturaleza entera. De eso, él no sabía nada; sólo tenía el deseo de desaparecer un día de esa manera, haciéndose selva, convertido en uno de esos árboles que la niña conocía de memoria, el palo rojo y la araucaria, el trueno de flor simétrica, el laurel…
– No, ése es malo.
– Pero es bello.
– Destruye todo, se lo come todo…
– Y la ceiba.
– No, la ceiba tampoco. Las ramas se llenan de tordos y lo cagan todo.
Muerto de risa, Santiago dijo entonces la higuera, el lirio morado, el tulipán de Indias y ella sí, esas sí, esas sí, Santiago, riendo ya no como niña, se dijo sorprendida riendo como una mujer, como otra cosa que ya no era la nena Laurita de tirabuzones oscuros y olor a jabón. Con Santiago, sintió que hasta ahora había sido igual a Li Po, la muñeca china. Ahora todo iba a ser diferente.