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Era un hombre tierno. Eficaz y concienzudo en su trabajo. Decidido a superarse. Leía inglés y francés, aunque era más anglófilo que afrancesado. Pero tenía conciencia de un extraño vacío que le impedía comprender los misterios de la vida, los secretos que son parte esencial de cada personalidad, sin prejuzgar a buenos o malos. Leía muchas novelas para suplir este defecto. Al cabo, sin embargo, para Fernando las cosas eran como eran, el trabajo puntual, la superación un mandato, los placeres una medida, y las personalidades, la propia o la ajena, un misterio que se debía respetar.

Indagar en el alma de los demás era para este hombre formado, de cuarenta y cinco años, chisme, fisgonería de viejas argüen-deras. Leticia lo amaba porque, a los treinta años, aunque casada a los diecisiete, compartía todas sus virtudes con él, y, como él, se quedaba desamparada ante el misterio de los demás. Aunque la única vez que usó esa expresión -los demás- Fernando dejó caer la novela de Thomas Hardy y le dijo, nunca digas los demás, porque parece que estarían de más, sobrando.

– Te recomiendo que siempre nombres a las personas.

– ¿Aunque no las conozca?

– Inventa. Las facciones o la ropa ya te dicen quién es una persona.

– ¿El Bizco, el Fachas, el Barrendero? -se rió Leticia y su marido la acompañó, con su peculiar regocijo silencioso.

El Guapo. Ese mote Laura lo escuchó desde niña aplicado al chinaco que le cortó los dedos a la abuelita Cósima y ahora deseaba confiárselo (quiero decirlo en secreto, pensaba) a su hermoso medio hermano, vestido a las doce del día, todo de blanco, con cuello alto y tieso y corbata de seda, saco y pantalón de lino y altos botines negros de complicados enlaces de agujetas. Sus facciones, más que regulares, eran de una simetría llamativa que a Laura le recordaban la de las hojas de la araucaria en la selva tropical. En él, todo era exacto a su pareja y si tuviese, al levantarse de la cama, sombra, ésta le acompañaría como un perfecto gemelo, nunca ausente, nunca reclinado, siempre al lado de Santiago.

Como para desmentir la perfección de un rostro exacto a su otra mitad, usaba unas gafas frágiles, de marco plateado apenas perceptible, que ahondaban su mirada cuando las usaba, pero no la extraviaban cuando se las quitaba. Por eso podía jugar con ellas, esconderlas un minuto en la bolsa del saco, usarlas como rehiletes al siguiente, tirarlas al aire y pescarlas con displicencia antes de regresarlas a la bolsa. Laura Díaz nunca había visto un ser así.

– Terminé la preparatoria. Mi padre me concedió un sabático.

– ¿Qué es eso?

– Un año de libertad para decidir seriamente mi vocación. Leo. Ya me ves.

– Pues no te veo mucho, Santiago. Siempre andas desaparecido.

El muchacho reía, se colocaba el bastón en el antebrazo y le mesaba el pelo a la hermanita furiosa por la condescendencia.

– Ya tengo doce años. Casi.

– Ojalá tuvieras quince, para raptarte -reía Santiago.

Don Fernando, desde la ventana de su despacho, veía pasar a su elegante y esbelto hijo, y a su vez temía que su mujer le reprochase, no tanto los doce años de separación y espera, no tanto la vida compartida de padre e hijo con exclusión de madre e hija… Éstas, después de todo, se habían acompañado felizmente, y la separación fue acordada y entendida como cimiento de valores permanentes, seguros, que le darían estabilidad, llegado el momento, a la vida en común.

Al contrario, don Fernando estaba convencido de que la prueba a la que se sujetaron no sólo no era excepcional en el tiempo que les tocó vivir, con sus noviazgos sempiternos, sino que le daría una especie de aureola retrospectiva (llamémosla más que prueba o sacrificio, anticipación, apuesta, felicidad sólo pospuesta) a su matrimonio.

Su temor era otro. Era Santiago mismo.

Su hijo era la prueba, a su vez, de que toda la voluntad for-mativa de un progenitor no basta para que el hijo se sujete al molde paterno. Femando se preguntaba, ¿de haberle dado plena libertad, se habría conformado más; lo hice diferente al proponerle mis propios valores?

La respuesta se detenía al filo de ese misterio que Fernando Díaz no sabía vadear: la personalidad ajena. ¿Quién era su hijo, qué quería, qué hacía, qué pensaba? El padre no tenía respuestas. Cuando Santiago le pidió, al terminar la preparatoria, el año sabático antes

de decidir la carrera universitaria, Fernando se lo concedió gustoso. Todo parecía coincidir en la ordenada mente del contador y gerente: la graduación del hijo y el arribo de la segunda mujer con la segunda hija. La ausencia «sabática» de Santiago (se dijo con cierta vergüenza Fernando) permitiría que el nuevo hogar se integrase sin accidentes.

– ¿Adonde vas a pasar el sabático?

– Aquí mismo en Veracruz, papá. Mira qué chistoso. Es lo que menos conozco, este puerto, mi propia ciudad. ¿Qué te parece?

Había sido tan estudioso, tan lector, tan fino escritor desde la adolescencia. Había publicado en revistas juveniles: poesía, crítica literaria y de arte… El poeta Salvador Díaz Mirón, que le dio clases, lo exaltaba como joven promesa. ¿Quién me aseguró -se dijo Fernando Díaz- que todo esto auguraba continuidad, reposo acaso, pero continuidad al cabo? ¿No aseguraba la regularidad, más bien, si no la rebeldía, sí la fatal excepción? Egresado de la Preparatoria, Fernando imaginó que su hijo, al pedirle el año de descanso, lo pasaría viajando -su padre había hecho los ahorros necesarios- y regresaría, purgada su curiosidad de hombre joven, a reanudar su carrera literaria, sus estudios universitarios, y a formar familia. Como en las novelas inglesas, habría hecho su grand tour.

– Me quedo aquí, papá, si no te importa.

– No, hijo, ésta es tu casa. No faltaba más.

No tenía nada que temer. La vida privada de Fernando Díaz era de una pulcritud ejemplar. De su pasado, era bien sabido que su primera mujer, Elisa Obregón, descendiente de inmigrantes canarios, había muerto en el parto de Santiago y que los primeros siete años de su vida, el ahora recién graduado poeta vivió acogido, casi, a la caridad de un cura jesuíta de la ciudad de Oriza-ba, mientras su padre don Fernando volvía a casarse, mantenía alejada a su nueva familia en Catemaco pero traía a Santiago a vivir con él en Veracruz.

Llamado a explicarse en alguna tertulia jarocha, el recto, decente aunque poco imaginativo hombre de números dijo que a veces era necesario aplazar la satisfacción mientras se cumplía con el deber, duplicando así, al cabo, aquélla.

Estas razones, que parecieron convencer a los contertulios, sólo provocaron la sorna del poeta Salvador Díaz Mirón, que entre ellos se encontraba:

– Sin sospecharlo, don Fernando, es usted más barroco que el mismísimo Góngora.

Pero así que don Fernando no penetraba el misterio ajeno, nadie penetraba -acaso porque no existía- el suyo. Salvo la perfecta casada, su segunda mujer Leticia que, simplemente, era igual a él. Sin embargo, sí era barroco el arreglo inicial de la nueva pareja. Durante once años, Leticia, acompañada por su media hermana María de la O, venía a visitar a Fernando a Veracruz una vez al mes y él tomaba un cuarto en el Hotel Diligencias para estar solos, mientras María de la O desaparecía discretamente y sólo la abuela sin dedos, doña Cósima Kelsen, sospechaba adónde iba. Cada tres meses, Fernando, a su vez, regresaba a Catemaco, saludaba al abuelo alemán y jugueteaba con la niña Laura.

En el puerto, padre e hijo ocupaban piezas contiguas en una pensión, Santiago en la recámara para que pudiera estudiar y escribir, Fernando en la sala, como de paso entre horarios de oficina. Cada cual su aguamanil y su espejo para el arreglo personal. El baño público estaba a dos cuadras. Una negra con pelo de nube se ocupaba de las bacinicas. Las comidas las hacían en pensión.

Ahora todo había cambiado. La residencia del gerente arriba del banco tenía todas las comodidades, una gran sala con vista a los muelles, sofá de mimbre para el fresco, mesas de barnizadas maderas con tapas de mármol, mecedoras, bibelots, lámparas eléctricas pero candelabros antiguos y cómodas cuyas vitrinas mostraban toda clase de figurines de Dresden, cortesanos en poses galantes, pas-torcillas soñadoras y un par de cuadros ejemplares. En el primero, un píllete molestaba con una vara a un perro dormido; en el segundo, el perro le muerde las pantorrillas al muchachillo que no alcanza a saltar la pared y se suelta llorando…

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