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Un anillo de plata con una servilleta enrollada, limpia, crujiente de almidón; en la mesa actuaban como si nada hubiese pasado.

Laura empezó a buscarlas una por una, por separado, con una sensación de que las cazaba, eran las aves nerviosas y huidizas de dos temporadas pasadas, la de Laura y la de cada una de ellas… Virginia e Hilda se parecían más de lo que ellas mismas sabían. A la tía pianista, una vez relatada por enésima vez la queja contra el padre Felipe Kelsen que no le permitió quedarse a estudiar música en Alemania, Laura le sustrajo la queja más profunda, soy una vieja quedada, Laurita, una solterona sin remedio, ¿y sabes por qué?, porque me pasé la vida convencida de que todos los hombres me habrían preferido si yo les hubiera negado la esperanza. En la fiesta de la Candelaria en Tlacotalpan me asediaban, allí se conocieron tus padres ¿recuerdas?, y yo me encargué, por puro orgullo, de hacerles saber a mis pretendientes que yo, en cambio, era inaccesible.

– Lo siento. Ricardo. El sábado entrante regreso a Alemania a estudiar piano.

– Eres muy dulce, Heriberto, pero yo ya tengo novio en Alemania. Nos carteamos diario. Cualquier día viene a mí, o yo regreso a él…

– No es que no me gustes, Alberto, pero no estás a mi altura. Puedes besarme si quieres. Pero es un beso de adiós.

Y como en la siguiente fiesta de la Candelaria ella reaparecía sin novio, Ricardo se burlaba de ella, Heriberto se presentaba con novia local y Alberto ya estaba casado… Los ojos de un azul acuamarino de la tía Hilda se llenaban de lágrimas que le rodaban bajo los gruesos espejuelos empañados como la brumosa carretera a Perote y terminaba con el consabido consejo, Laurita, no te olvides de los viejos, ser joven no es ser piadoso, es olvidarse de los demás…

La tía Virginia se obligaba a sí misma a pasear por el patio -ya no podía salir a la calle, tenía el temor explicable de los viejos de caerse, romperse una pierna y no levantarse hasta el día de la Santa Resurrección de las Almas. Pasaba horas polveándose y sólo cuando se sentía perfectamente arreglada salía a dar sus rondas por el patio, recitando en voz inaudible poemas propios o ajenos: era imposible saberlo.

– ¿Te acompaño en tus vueltas, tía Virginia?

– No, no me acompañes.

– ¿Por qué?

– Lo haces por caridad. Te lo prohibo. -No. Por puritito cariño.

– Anda, no me acostumbres a la compasión. Tengo pavor de ser la última de esta casa y morirme sola aquí. Entonces, si te llamo a México, ¿vendrás a verme para que no me muera sin compañía?

– Sí, te lo prometo.

– Papera. Ese día vas a tener un compromiso inaplazable, estarás lejos, bailando el fox-trot y te importará un bledo si vivo o muero.

– Tía Virginia, yo te juro.

– No jures en vano, sacrilega. ¿Para qué tuviste hijos si no los cuidas? ¿No prometiste cuidarlos?

– La vida es difícil, tía: a veces…

– Pamplinas. Lo difícil es querer a la gente, a la gente de uno, ¿me entiendes?, no abandonarla, no obligar a nadie a mendigar un poco de caridad antes de morirse, sacre bleu!

Se detuvo y miró a Laura con unos ojos de diamante negro aún más notables por la cantidad de polvo que los rodeaba.

– Nunca lograste que el ministro Vasconcelos publicara mis poemas. Así cumples tus promesas, malagradecida. Me voy a morir sin que nadie haya recitado mis poesías más que yo.

Le dio la espalda, con un movimiento temeroso, a la sobrina.

Laura le contó la conversación con la tía Virginia a María de la O, quien sólo le dijo, piedad, hija, un poco de piedad para los viejos sin amor y respeto ajeno…

– Tú eres la única que sabe la verdad, tiíta. Dímelo, ¿qué debo hacer?

– Déjame pensar. No quiero meter la pata.

Se miró los tobillos hinchados y le dio un ataque de risa.

De noche, Laura sentía dolor y miedo, le costaba conciliar el sueño y se paseaba sola por el patio, como la tía Virginia durante el día, descalza para no hacer ruido y para no interrumpir los sollozos y los gritos memoriosos que se escapaban, sin saberlo, de cada recámara donde dormían las cuatro hermanas…

¿Quién sería la primera en irse? ¿Quién, la última? Laura se juró a sí misma que, estuviera donde estuviese, ella se encargaría de la última hermana, se llevaría a la que sobreviviese a vivir con ella, o se vendría a acompañarla aquí, no le daría la razón a la tía Virginia, «tengo pavor de ser la última y morirme sola».

Un patio nocturno donde se daban cita las pesadillas de cuatro ancianas.

A Laura le costaba incluir a su madre, Leticia, en ese coro del miedo. Se recriminó a sí misma cuando admitió que si alguna de las cuatro se quedaba sola, ojalá fuera la Mutti o la tiíta. Las tías Hilda y Virginia se habían vuelto maniáticas e insoportables y eran ambas, la sobrina estaba convencida de ello, vírgenes. María de la O no.

– Mi madre me obligó a acostarme con sus clientes desde los once años…

Laura no sintió ni horror ni compasión cuando la tiíta le confesó esto; sabía que la generosa y cálida mulata se lo decía para que Laura entendiese cuánto le debía la hija bastarda del abuelo Felipe Kelsen a la simple humanidad, pareja de la suya propia a pesar de las diferencias de edad, de clase y de raza, de la abuela Cósima Reiter y a la generosidad, también, del padre de Laura, Fernando Díaz.

La sobrina se acercó a abrazar y besar a la tía cuando le dijo esto, años atrás, en la casa de la Avenida Sonora, pero María de la O la detuvo con un brazo extendido, no quería compasión y Laura sólo besó la palma abierta de la mano admonitoria.

Quedaba Leticia, y Laura, de vuelta en el hogar, deseaba con toda su alma que la Mutti fuese la última en morir, porque era ella la que nunca externaba una queja, ni se dejaba vencer, era ella la que mantenía limpia y operante la casa de huéspedes y sin ella Laura se imaginó a las otras tres desamparadas, vagando por los pasillos como almas en pena mientras los platos sucios se acumulaban en la cocina de braseros, las hierbas crecían despeinadas en el patio, las despensas se vaciaban muertas de hambre, los gatos entraban a vivir en la casa y las moscas verdes cubrían con una máscara zumbante los rostros dormidos de Virginia, de Hilda, de Leticia y de María de la O.

– Sí, todos tenemos un futuro sin cariño -le dijo inopinadamente Leticia una tarde en que Laura la ayudaba a lavar los platos de la comida, añadiendo, tras una breve pausa, que se sentía contenta de tenerla aquí de vuelta, en su casa.

– Mutti, sentía mucha nostalgia de mi niñez, de los interiores sobre todo. Cómo se te van quedando, aunque se vayan dejando al mismo tiempo, una recámara, un ropero, un aguamanil, ese horrible par de cuadros del mocoso y el perro que no sé para qué los guardas…

– Nada me recuerda tanto a tu padre, no sé por qué, él no era así para nada…

– ¿Picaro, o pictórico? -sonrió Laura.

– No tiene importancia. Son cosas que asocio a él. No puedo sentarme a comer sin verlo a él en la cabecera, con esos cuadros detrás de su cabeza…

– ¿Se quisieron mucho?

– Nos queremos mucho, Laura.

Tomó las manos de su hija y le preguntó si creía que el pasado nos condenaba a la muerte.

– Vas a ver un día cómo cuenta el pasado para seguir viviendo y para que las personas que se quisieron, pues se sigan queriendo.

Aunque logró restablecer la intimidad con su pasado, Laura no pudo, en cambio, establecer contacto verdadero con sus propios hijos. Santiago era todo un caballerito, cortés y prematuramente serio. Dantón era un diablillo que no tomó a su madre ni en serio ni en broma, como si fuese una tía más de este gineceo sin sultán. Laura no supo hablarles, ni atraerlos y sintió que la falla era de ella, de una insuficiencia emocional que a ella, y no a sus hijos, le correspondía llenar.

Más bien dicho, el hijo más ¡oven, a sus once años de edad, se comportaba como si el sultán fuese él, un príncipe del hogar que no necesitaba probar nada para actuar caprichosamente y exigir, obteniéndola, la aquiescencia de las cuatro mujeres que lo miraban con un poco de miedo, así como a su hermano lo miraban con verdadero cariño. Dantón parecía ufanarse de la reticencia casi medrosa con que sus tías y su abuela lo trataban, aunque María de la O murmuró una vez este mocoso lo que requiere es un par de nalgadas y otra vez que ni siquiera anunció que no regresaría a dormir, la abuela Leticia se encargó de dárselas, a lo cual el niño contestó que no olvidaría el insulto.

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