Quizás Laura, para adormecer su sensibilidad herida, se dejaba llevar sin demasiada reflexión a esa vida que era y no era la suya. Estaba a la mano, era cómoda, no importaba demasiado, ella no iba a pensar en imposibles, ni siquiera en algo, simplemente di-
ferente a la vida cotidiana de Xalapa. Nada perturbaba el diario paseo por el jardín favorito, Los Berros, con sus altos álamos de hoja plateada y sus bancas de fierro, sus fuentes de agua verdosa y sus balaustradas cubiertas de lama, las niñas brincando la cuerda, las muchachas caminando en un sentido y los galanes en el contrario, todos coqueteando, mirándose descaradamente o evitando las miradas, pero sujetos todos a la oportunidad de verse sólo por unos segundos, aunque tantas veces como la excitación, o la paciencia, lo requiriesen.
– Cuídense de los señores con bastón al hombro en el Parque Juárez -advertían las mamás a sus hijas-. Tienen malas intenciones.
El parque era el otro sitio de reunión al aire libre preferido. Avenidas de hayas, laureles de Indias, araucarias y Jacarandas formaban una bóveda fresca y perfumada para los menudos placeres de patinar en el parque, ir a la kermesse en el parque, y en días claros, ver desde el parque la maravilla del Pico de Orizaba, Citlalté-petl, la montaña de la estrella, el volcán más alto de México. El Ci-tlaltépetl poseía una magia propia asociada al movimiento que animaba a la gran montaña según la luz del día o la época del año: cercano en la madrugada diáfana, la calina solar del mediodía lo alejaba, la llovizna del atardecer lo velaba, el segundo nacimiento acordado a la jornada, el crepúsculo, le daba su más visible gloria, y en las noches todos sabían que el gran cerro era la estrella invisible pero inmóvil del firmamento veracruzano, su madrina.
Llovía constantemente y entonces Laura y sus nuevas y disparejas amigas (ya no recordaba sus nombres) corrían a buscar refugio fuera del parque, zigzagueando bajo los aleros de las casas y salvando los chorros de agua que se cruzaban a media calle. Pero era muy bello escuchar los aguaceros tibios en los techos y el susurro de las plantas. Las cosas pequeñas deciden vivir. Luego, al serenarse la noche, las calles recién bañadas se llenaban del olor de tulipanes y junicuiles. Los jóvenes salían a callejonear. De siete a ocho, era «la hora de la ventana», cuando los novios visitaban a las novias frente a los balcones abiertos a propósito y -cosa normal en Xalapa pero extraña en cualquier otra parte del mundo- los maridos volvían a cortejar, en «la hora de la ventana», a sus propias mujeres, como si quisieran renovar votos y alentar emociones.
En aquellos años que culminaban y terminaban, casi al mismo tiempo, la Revolución mexicana y la guerra europea, el cine se
convirtió en la gran novedad. La revolución armada se apaciguaba: las batallas después de la gran victoria de Álvaro Obregón contra Pancho Villa en Celaya eran sólo escaramuzas; la poderosa División del Norte de Villa se desbarataba en bandas de forajidos y todas las facciones buscaban apoyos, acomodos, ventajas e ideales -en ese orden- tras el triunfo de Venustiano Carranza, el Ejército Consti-tucionalista y la entrada en vigor, en 1917, de la nueva Carta Magna -así la llamaban los periódicos- que era objeto de examen, debate y temores constantes entre los caballeros que se reunían todas las tardes en el Casino Xalapeño.
– Si la reforma agraria se aplica al pie de la letra, nos van a arruinar -decía el padre del joven bailarín cordobés que sólo hablaba de gallos y gallinas.
– No lo harán. El país tiene que comer. Sólo las grandes propiedades producen -concordaba el padre del joven tenista pelirrojo y abusivo.
– ¿Y los derechos obreros? -terciaba el anciano marido de la señora que añoraba la ausencia de los guapísimos zuavos franceses-. ¿Qué me dicen de los derechos obreros ensartados en la Constitución como un par de banderillas en el lomo de un toro?
– Como un Cristo con pistolas, señor mío.
– Batallones Rojos, Casa del Obrero Mundial. Yo les aseguro que Carranza y Obregón son comunistas y van a hacer aquí lo mismo que Lenin y Trotski en Rusia.
– Todo esto es inaplicable, ya lo verán sus mercedes.
– Un millón de muertos, señores míos, y todo ¿para qué?
– Le aseguro a usted que la mayoría no murieron en los campos de batalla, sino en los pleitos de cantina.
Esto provocaba la hilaridad general pero cuando pasaron en el Salón Victoria unas películas de las batallas revolucionarias hechas por los hermanos Abitia, el culto público protestó. Nadie iba al cine a ver huarachudos con rifles. El cine era el cine italiano, sólo italiano. La emoción y la belleza eran privilegio de las divas y vampiresas italianas de la pantalla de plata; la sociedad iba a sufrir y gozar con los dramas de Pina Menichelli, Italia Almirante Manzini y Giovanna Terribili González, mujeres estupendas de ojos brillantes, ojeras profundas, cejas inquietantes, cabelleras eléctricas, bocas devoradoras y ademanes trágicos. Cuando llegaron las primeras vistas americanas, todos protestaron en la sala. ¿Por qué escondían
las caras al llorar las hermanitas Gish, por qué andaba
vestida de limosnera Mary Pickford? Para ver pobreza, las calles; para evitar emociones, las casas.
Que seguían siendo, en la vida de Laura y de toda la sociedad provinciana, sedes insustituibles de la vida en común. Se «recibía» constante aunque esporádicamente, casi por turno. En las casas privadas se jugaba a la lotería y al siete y medio, formando grandes ruedas alrededor de las mesas. Allí se conservaban las costumbres culinarias. Allí se enseñaba a las muchachas más jóvenes a bailar, dando pasitos por las salas, «se hace así, levantando la falda», preparándolas para los grandes saraos del Casino, así como para las fiestas de bautizos, del acostamiento del Niño Dios en Navidad, con sus exhibiciones de pesebres y magos y en el centro del salón el «barco francés» que se abría lleno de dulces después de la misa de gallo. Luego venían el carnaval y sus bailes de fachas, los cuadros plásticos de final de cursos en la escuela de las señoritas Ramos con sus representaciones del cura Hidalgo proclamando la Independencia o el indio Juan Diego en tratos con la Virgen de Guadalupe. Pero la fiesta principal era el baile del Casino cada diecinueve de agosto. Entonces se daba cita toda la sociedad local.
Laura hubiera preferido quedarse en casa, no sólo para estar cerca de sus padres, sino porque, condenado el altillo tras la muerte de la anarquista catalana, la muchacha empezó a darle un valor particular a cada rincón de su casa, como si supiera que el placer de vivir y crecer allí no era para siempre. La casa del abuelo en Cate-maco, la casa encima del Banco y frente al mar en Veracruz y ahora la casa de un piso en la Calle Lerdo de Xalapa… ¿cuántas más le tocaría habitar durante los años de su vida? No podía prever ninguna. Sólo podía recordar las casas de ayer y memorizar la de hoy, creando los refugios que su vida incierta, nunca más previsible y segura como durante la infancia junto al lago, necesitaría para encontrar asidero en el tiempo por venir. Un tiempo que Laura, a los veintidós años, no podía imaginar, por más que se dijera, «Pase lo que pase, el futuro será distinto de este presente». No quería imaginar las peores razones para que la vida cambiara. La peor de todas era la muerte de su padre. Iba a decir que la más triste era quedarse perdida y olvidada en un pueblecito, como las tías Hilda y Virginia en la casa paterna, despojadas de la razón de su arraigo y de su soltería, que era cuidar a don Felipe Kelsen. El abuelo había muerto, Hilda le tocaba el piano a nada, a nadie; Virginia acumulaba cuartillas, poemas, que nadie conocería jamás; era preferible la vida activa, com-
prometida con otra vida, como era el caso de la tía María de la O, al cuidado constante de Fernando Díaz.
– ¿Qué haría sin ti, María de la O? -decía seriamente, sin suspirar, la infatigable Mutti Leticia.