Las luces se apagaron.
El otro huésped era un anciano, le dijo Leticia, no sale de su cuarto, allí le llevo las comidas.
Una tarde, Leticia se distrajo en la puerta y dejó la charola de la comida del huésped enfriándose en la cocina. Laura tomó la bandeja y la llevó tranquilamente al cuarto del huésped que nunca se dejaba ver.
Estaba sentado al filo de la cama, con algo entre las manos que escondió apenas oyó los pasos de Laura; ella alcanzó a distinguir un rumor inconfundible, las cuentas de un rosario. Al depositar la bandeja al lado del huésped, Laura sintió un temblor en todo su cuerpo, un calosfrío de reconocimiento súbito a través de velos y más velos de olvido, tiempo, y en este caso, desprecio.
– Usted, señor cura.
– Tú eres Laura, ¿verdad? Por favor, calla. No comprometas a tu propia madre.
El recuerdo de Laura tuvo que dar un gigantesco salto hacia atrás para ubicar al joven cura poblano, moreno e intolerante, un día desapareció con el cofre de las ofrendas.
– Padre Elzevir.
El cura tomó las manos de Laura.
– ¿Cómo te acuerdas? Eras una niña.
No hacía falta preguntarle qué hacía escondido allí. «Por favor calla. No comprometas a tu propia madre». Dijo que ella no tenía que preguntarle nada. Él le contaría que no llegó muy lejos con su robo. Era un cobarde. Lo admitía. Cuando la policía estaba a punto de capturarlo, pensó que más valía ofrecerse a la piedad de la Iglesia, pues la gendarmería del porfiriato no tenía ninguna.
– Pedí perdón y me lo dieron. Confesé y fui absuelto. Me arrepentí y entré de nuevo a la compañía de mi Iglesia. Pero sentí que todo eso era demasiado fácil. Cierto y profundo, pero fácil. Tenía que pagar el mal que hice, mi tentación. Mi engaño. Dios Nuestro Señor me hizo el favor de mandarme este castigo, la persecución religiosa de Calles.
Miró con sus ojos de indio vencido a Laura.
– Ahora me siento más culpable que nunca. Tengo pesadillas. Estoy seguro que Dios me castigó por mi sacrilegio haciendo caer esta persecución contra su Iglesia. Creo que soy responsable por mi acto individual de un mal colectivo. Lo creo profundamente.
– Padre, conmigo no tiene usted que confesarse.
– Oh sí, sí que tengo -Elzevir apretó las manos de Laura que nunca había soltado-. Sí que debo. Tú eras una niña, ¿a quién mejor que una niña puedo pedirle perdón por el escándalo del alma? ¿Tú me perdonas?
– Sí, padre, yo nunca lo acusé, pero mi madre…
– Tu madre y tus tías entendieron. Ellas me perdonaron. Por eso estoy aquí. Sin ellas, ya me habrían fusilado…
– Le digo que a mí usted no me hizo ningún daño. Perdone, pero ya me había olvidado de usted…
– Ése fue el daño, ¿ves?, el olvido es el daño. Yo sembré el escándalo en mi parroquia y si mi parroquia lo olvida, es que el escándalo penetró tan hondo que hasta se olvidó y fue perdonado…
– Mi madre lo ha perdonado -intervino Laura, un poco confusa ante las razones del cura.
– No, ella me mantiene aquí, me da un techo y me da de comer, para que yo conozca la misericordia que yo mismo no tuve con mi grey. Tu madre es un reproche vivo que yo agradezco. No quiero que nadie me perdone.
– Padre, mis hijos no han hecho la primera comunión. Ve usted, mi marido se… escandalizaría… si yo se lo pidiese. ¿No quisiera usted…?
– ¿Por qué me pides esto, realmente?
– Quiero ser parte de un rito excepcional, padre, la costumbre me mata. -Laura se alejó de un gemido intermedio entre la rabia y el llanto.
Sintió en verdad una satisfacción grave, cumpliendo con esa ceremonia que le faltaba en su vida de casada, dándose cuenta que contrariaba la voluntad implícita de su marido. Juan Francisco ni iba a misa ni hablaba de religión. Laura y los niños tampoco. Sólo María de la O guardaba unas estampas viejas encajadas en su espejo y eso Juan Francisco, sin decirlo, lo consideraba reliquia de vieja mocha.
– No tengo nada en contra, pero insisto, ¿por qué? -preguntó Leticia.
– El mundo se vuelve demasiado plano sin ceremonias que marquen el tiempo.
– ¿Tanto miedo te da que se te pierdan los años?
– Sí, Mutti. Temo el tiempo sin horas. Así debe ser la muerte.
Leticia, sus tres hermanas y Laura se reunieron en la recámara del cura con los niños Santiago y Dantón.
– Este es mi cuerpo, ésta mi sangre -entonó Elzevir con dos pedazos de pan que puso en las bocas de los niños de ocho y siete años, divertidos de que se les llevase a una recámara oscura a comer pedacitos de bolillo y oír palabras en latín. Preferían correr por los jardines de Xalapa, Los Berros y el Parque Juárez, vigilados como siempre por la tía morena, posesionados de una ciudad tranquila que hicieron suya como de un espacio sin peligros, un territorio propio que les daba la libertad prohibida en la capital con sus calles llenas de carros y su escuela pública llena de provocadores y valentones de los que Santiago tenía que proteger al hermano menor.
– ¿Por qué miras tanto al techo de esa casa, mamá?
– Nada, Santiago. Allí viví de jovencita con tus abuelos.
– Me gustaría tener en la casa una periquera como esa. Yo sería el dueño del castillo y te defendería contra los malos, mamá.
– Santiago, tomé una criada en México antes de salir a Xa-lapa: ustedes ya estaban aquí con la tía. Ahora que regresen respeten mucho a Carmela.
– Carmela. Cómo no, mamá.
Tuvo Laura una sensación premeditada. Le pidió a María de la O que se quedase unos días más en Xalapa con los niños mientras que
ella regresaba a México a arreglar la casa. Ha de ser un bati-
ciillo, con Juan Francisco solo allí y tan ocupado con su política. En cuanto tenga todo en orden, los mando llamar.
– Laura.
– Sí, Mutti.
– Mira lo que olvidaste cuando te casaste.
Era la muñeca china Li Po. Era cierto. No había vuelto a pensar en ella.
– Ay mamá, qué pena me da olvidarla.
Cubrió la auténtica tristeza con una risa falsa.
– Creo que se debe a que yo me convertí en la Li Po de mi marido…
– ¿Quieres llevártela?
– No, Mutti. Mejor que me espere aquí en su lugar para mi regreso.
– ¿Crees que vas a regresar, hija?
Ni Carmela ni Juan Francisco estaban en la casita de la Avenida Sonora cuando Laura llegó desde la estación de Buena-vista, con el retraso acostumbrado de los trenes, hacia las doce del día.
Sintió algo distinto en la casa. Un silencio. Una ausencia. Claro, los niños, la tiíta, eran el rumor, la alegría de la casa. Recogió el periódico metido debajo de la puerta cochera. Planeó su día solitario. ¿Iría al Cine Royal? A ver qué estaban pasando.
Abrió El Universal y encontró la foto, frontal, de «Carmela». Gloria Soriano, monja carmelita, había sido arrestada por complicidad en el asesinato del presidente electo Alvaro Obregón. Fue descubierta en una casa cercana al Bosque de Chapultepec. Al darse a la fuga, la policía le disparó en la espalda. La religiosa murió instantáneamente.
Todas las horas del día las pasó Laura sentada en el comedor de las reuniones políticas con el periódico abierto sobre la mesa, mirando fijamente la foto de la mujer muy blanca de ojeras profundas y ojos muy negros. Llegó el crepúsculo y aunque ya no podía ver el retrato, no encendió la luz. Se sabía ese rostro de memoria. Era el rostro de un rescate moral. Si Juan Francisco le había echado en cara, todos estos años, la culpa de no haber visitado a la anarquista catalana en el altillo, ¿cómo podría reprocharle que ahora le diese asilo a la monja perseguida? Claro que no se lo reprocharía, se sentirían al fin semejantes en su humanidad combatiente se dijo Laura repitiendo la palabra, combatiente.
Juan Francisco regresó a las once de la noche. La casa estaba a oscuras. El hombrón moreno arrojó el sombrero sobre el sofá, suspiró y prendió la luz. Se sobresaltó visiblemente cuando vio a Laura sentada allí con el periódico abierto.