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Quizás me estaba diciendo: ¿Ves por qué no bajé del barco contigo en La Habana? Quería que me pasara esto que me está pasando. No quería evadir mi destino.

Entonces Raquel se soltó del brazo del guardia nazi y agarró con las manos el alambrado de púas; entre su verdugo o amante o protector o mimo y yo, Jorge Maura su joven amante universitario con el que un día entró a la catedral de Friburgo y los dos nos hincamos lado a lado sin temor al ridiculo y rezamos en voz alta,

vamos a regresar a nosotros mismos vamos a pensar como si fundáramos el mundo vamos a ser sujetos vivos de la historia vamos a vivir el mundo de la vida

esas palabras que entonces dijimos con profunda emoción intelectual, regresan ahora, Laura, como realidad aplastante, hecho intolerable, no porque se hubiesen realizado, sino precisamente porque no fueron posibles, el horror del tiempo las expulsó, pero de una manera misteriosa y maravillosa las hizo posibles, eran la verdad final de mi encuentro veloz y terrible con una mujer que amé y me amó…

Raquel clavó las manos en el alambrado y luego las arrancó del cerco de espinas de fierro y me las mostró sangrantes como… no sé cómo, porque no sé ni quiero saber ni quiero comparar a nada las bellas manos de Raquel Mendes-Alemán, hechas para tocar mi cuerpo como tocaba las páginas de un libro como tocaba un impromptu de Schubert como tocaba mi brazo para calentarse cuando caminábamos juntos en invierno por las calles universitarias: ahora sus manos sangraban como las llagas de Cristo y eso era lo que ella me enseñaba, no mires mi rostro, mira mis manos, no sientas pena por mi cuerpo, ten compasión de mis manos, George, ten piedad, amigo… Gracias por mi destino. Gracias por La Habana.

El comandante nazi que nos acompañaba, ocultando con una sonrisa la alarma y el enojo que le causaron el acto de Raquel, dijo frivolamente:

– Ya ven, no es cierto ese cuento de que las alambradas de Buchenwald están electrificadas.

– Cúrenle las manos. Mire cómo sangran, Herr Kom-mandant.

– Ella tocó el alambre porque quiso.

– ¿Porque es libre?

– Así es. Así es. Usted lo ha dicho.

– Soy débil. Sólo me quedas tú. Por eso vine a Lanzarote.

– Soy débil.

Caminaron de regreso al monasterio al caer la noche. Esta noche, sobre todas, Jorge quería regresar a la comunidad religiosa y confesar su debilidad camal. Laura, en el reencuentro con el cuerpo de Jorge, sintió la novedad del hombre, como si nunca hubiesen unido sus cuerpos antes, como si esta vez Laura hubiese encarnado, excepcionalmente, sólo para parecerse a ella, y él sólo para mostrarse desnudo ante ella.

– ¿En qué piensas?

– En que Dios aconseja lo que no permite. ¡Imitar a Cristo!

– No es que no lo permita. Lo vuelve difícil.

– Yo imagino que Dios me está diciendo todo el tiempo, «Odio en ti lo mismo que tú has odiado en los demás».

– ¿Qué es?

Vivía aquí, protegido a medias, indeciso, sin entender si quería una salvación física y espiritual completa y segura o un riesgo que le diera valor a la seguridad. Por eso caminaba todos los días del monasterio a la cabaña y de vuelta cada atardecer, de la intemperie al refugio, mirando a la cara, sin pestañear, a los de la Guardia Civil que ya se habían acostumbrado a él, lo saludaban, trabajaba con los hermanos, era un sirviente, un hombrecillo sin importancia.

Viajaba de una casa de piedra a otra entre un pasaje de piedra. Se imaginaba un cielo de piedra y un mar de piedra, en Lanzarote.

– Te has pasado el día preguntándome si creo en Dios o no, si he recuperado la fe de mi cultura católica, mi fe de niño…

– Y tú no me has contestado.

– ¿Por qué me volví republicano y anticlerical? Por la hipocresía y los crímenes de la Iglesia católica, su apoyo a los ricos

y poderosos, su alianza contra Jesús y con los fariseos, su desprecio hacia los humildes y los indefensos, mientras predicaba todo lo contrario. ¿Viste los libros que tengo en la cabaña?

– San Juan de la Cruz y ese volumen de Sor Juana Inés de la Cruz que compramos juntos en una librería de viejo en la calle de Tacuba. México… Parecen hermanos, pero él es santo y ella no. A ella la humillaron y le taparon la boca, le arrebataron sus libros y sus poemas. Hasta el papel, la tinta y la pluma le quitaron.

– Mira un libro que acaba de publicarse en Francia y que me entregó uno de los hermanos. La gravedad y la gracia de Simone Weil, una judía conversa al cristianismo. Léelo. Es una filósofa extraordinaria capaz de decirnos que nunca debemos pensar en un ser al que amamos y del cual estamos separados sin imaginar que quizás esa persona ha muerto… Hace una lectura increíble de Hornero. Dice que la Iliada contiene tres lecciones. Nunca admires el poder. Nunca desprecies a los que sufren. Y no odies a tus enemigos. Nada está a salvo del destino. Ella murió durante la guerra. De tuberculosis y de hambre, sobre todo de hambre, porque se negó a comer más que la ración que le daban a sus hermanos judíos en los campos nazis. Pero lo hizo como cristiana, en nombre de Jesús.

Jorge Maura se detuvo un momento ante la tierra negra y sembrada de alvéolos, a la vista del Timanfaya. La montaña era de un color rojo ardiente, como un evangelio de fuego.

Perdoné todos los crímenes de la historia porque eran pecados veniales al lado de este crimen: hacer el mal imposible. Eso hicieron los nazis. Demostraron que el mal inimaginable era no sólo imaginable sino posible. Ante ellos, huyeron de mi memoria todos los siglos de crimen del poder político, de las iglesias, de los ejércitos, de los príncipes. Cuanto ellos hicieron se podía imaginar. Esto que hicieron los nazis, no. Hasta entonces yo creía que el mal existía pero no se dejaba ver, trataba de esconderse. O se presentaba como un medio necesario para alcanzar un fin bueno. Recuerdas que así presentaba Gregorio Vidal los crímenes de Stalin. Eran medios para un fin bueno. Además, se fundaban en una teoría del bien colectivo, el marxismo. Y Basilio Baltazar sólo buscaba la libertad del ser humano por todos los medios, aboliendo el poder, el jefe, la jerarquía.

Esto no. El nazismo era el mal proclamado en voz alta, anunciado con orgullo, «Yo soy el Mal. Soy el Mal perfecto. Soy el Mal visible. Soy el Mal orgulloso de serlo. No justifico nada sino el exterminio a nombre del Mal. La muerte del Mal a manos del Mal. La muerte como violencia y sólo violencia y nada más que violencia, sin redención alguna y sin la debilidad de una justificación».

Quiero ver a esa mujer, le dije al comandante de Buchen-wald.

No, usted se equivoca, la mujer que dice no está aquí, nunca ha estado aquí.

Raquel Mendes-Alemán. Así se llama. Acabo de verla, tras la alambrada.

No, esa mujer no existe.

¿Ya la mataron?

Tenga cuidado. No sea temerario.

¿Se dejó ver por mí y por eso la mataron? ¿Porque me vio y me reconoció?

No. No existe. No hay récord de ella. No complique usted las cosas. Después de todo, ustedes están aquí por graciosa concesión del Reich. Para que vean el buen trato que reciben los prisioneros. No es el Hotel Adlon, de acuerdo, pero si hubieran venido en domingo, habrían oído a la orquesta de los presos. Tocaron la obertura de Parsifal. Una ópera cristiana, ¿saben ustedes?

Exijo ver el registro de presos.

¿El registro?

No se haga el idiota. Ustedes son muy precisos. Quiero ver el registro.

Había una página arrancada con prisa de la «M», Laura. Ellos tan precisos, tan bien organizados, habían permitido que el encuadernado izquierdo de la página perdida mostrara sus bordes agudos y desiguales como el risco de las montañas de Lanzarote.

No supe más del destino de Raquel Mendes-Alemán.

Cuando terminó la guerra, regresé a Buchenwald pero los cadáveres enterrados en fosas comunes ya no eran quienes fueron y los incinerados se convirtieron en polvo para las pelucas de Goethe y Schiller dándose la mano en Weimar, la Atenas del Norte donde trabajaron Cranach y Bach y Franz Liszt. A ninguno se le hubiese ocurrido inventar el lema colocado por los nazis a la entrada del campo de concentración. No el consabido Arbeit Macht Frei, Libres por el Trabajo, sino algo infinitamente peor, Jedem das Seine,

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