Salieron los tres hacia el Venga la Suerte.
Era un lugar de sombras, con lámparas rojas sobre las mesas por toda iluminación. Olía a aguardiente de arroz hervido. En una mesa, a la izquierda de Mei, cuatro hombres apostaban sobre cuánto eran capaces de beber; la mesa estaba sucia de cacahuetes hervidos con sal y botellas de cerveza vacías. A la derecha, dos hombres jugaban a los chinos, cantando canciones para animarse a beber y riéndose. Querían que sus acompañantes femeninas se unieran al juego, pero las mujeres se limitaban a soltar risitas y agitar las cabezas como sonajeros. Detrás de la barra, dos camareras cuchicheaban e intercambiaban miradas cargadas de intención; al parecer hablaban de un hombre que estaba bebiendo solo en una esquina.
Había un grupo de jóvenes del barrio sentados a la gran mesa del centro de la sala, todos ellos fumando y bebiendo y compartiendo la misma expresión dura. Uno de ellos era una chica, bien fuera la chica del cabecilla o la cabecilla misma. A excepción de un chico atractivo, todos se movían con cuidado a su alrededor, mostrándole gran respeto.
El encargado saludó calurosamente al viejo Huang y al tío Ma. Preguntó por la señora Ma, por su estado de ánimo y por el tiempo que iba a hacer al día siguiente. Les señaló una mesa vacía en un rincón. El viejo Huang le dijo algo al oído, a lo que el encargado asintió y respondió:
– Por supuesto, pasen adentro.
Atravesaron la cocina. Había dos cocineras sentadas ante platos de tiras de carne de pollo y verduras rehogadas, cenando fuera de hora. Apenas parpadearon cuando Mei y su escolta pasaron ante ellas. Sobre los fríos fogones, sartenes cubiertas de la grasa de varios meses de uso permanecían ociosas. Había cajas de cartón abiertas y botellas de salsa medio agotadas desparramadas por todo. Un pollo decapitado yacía sobre la madera de una tabla de cortar junto a un enorme cuchillo de acero.
Pasada la cocina había un salón de juego. Los tubos halógenos ardían por encima del humo, y en el aire flotaba punzante el ácido olor de la cerveza. El techo era bajo y el suelo estaba frío, pero eso al parecer no incomodaba a nadie. Había una atmósfera de calma, como en un fumadero de opio donde los clientes fueran ya por la tercera pipa.
El juego era el opio de aquella gente. De día podían dedicarse a cualesquiera ocupaciones: podían ser maestros de escuela, o bien opulentos funcionarios. Uno podía encontrarse allí a una dulce abuelita con dentadura postiza o a un padre que no permitía a sus hijos la menor brizna de libertad. Algunos probablemente habían mentido, diciendo que iban a visitar a unos vecinos o a reunirse con unos amigos. Algunos no habían logrado eludir los reproches de la esposa histérica o del iracundo marido, y se sentaban a sus mesas descorazonados y avergonzados. Pero eran más frecuentes las expresiones de liberación y alivio: aquéllos eran los viajeros que estaban a miles de kilómetros de sus casas. En la inmensidad anónima de la ciudad se hallaban fuera del alcance de cualquier conocido y podían de verdad dejarse llevar.
– Qué, vecinos, ¿otra mano de mah-jong ? -les saludó un hombre bajo y cincuentón en un tono que no pretendía ser agradable. Le echó una mirada suspicaz a Mei. Tenía una tripa que parecía una rueda de repuesto.
– Es Lao Xia -le susurró a Mei el tío Ma-. Se ocupa de las mesas de juego.
El viejo Huang sacó un paquete de Marlboro medio vacío y lo abrió de una sacudida, de modo que los pitillos se alinearon limpiamente asomando las boquillas. Lao Xia sacó uno del paquete; el viejo Huang se lo encendió.
– No te inquietes, es una amiga de la Reina del Wentún -dijo el viejo Huang, devolviendo el paquete a su bolsillo. Mei recordó que el viejo Huang había estado fumando una marca nacional más barata en el restaurante.
– ¿Apuestas fuertes? -el viejo Huang señaló con la barbilla hacia las mesas de poker.
El viejo Xia dio varias caladas a su pitillo pero no respondió. Paseó la mirada por las mesas y la gente que las rodeaba con una expresión seria que parecía dar a entender que estaba ocurriendo algo importante.
Había tres mesas, cada una con cuatro personas apiñadas alrededor. En una de ellas, dos policías de uniforme estaban siendo bien atendidos por una chica de grandes pechos. Zhang Hong no estaba entre los jugadores.
En una de las mesas de mah-jong, una mujer exclamó de pronto «¡Mah-jong!» y tumbó su muralla de fichas. Se puso de pie, resplandeciente de emoción, para agarrar los billetes que había ganado. Tenía unos cuarenta y cinco años, era una mujer carnosa de estructura menuda, de labios finos, el superior más fino y más ancho que el de abajo. Un par de gruesos párpados le aplastaban los ojos hasta hacer de ellos dos finas líneas, lo que producía la impresión de que estaba mirando de reojo todo el tiempo. Su apretada camiseta se adhería a un par de pechos grandes como melones. El tío Ma se inclinó hacia delante:
– La señora Xia ha ganado otra vez.
Los compañeros de la señora Xia parecían desanimados. Se levantaron para marcharse, con un aspecto tan lúgubre como si acabaran de perder sus medios de subsistencia.
– Viejo Huang, viejo Ma -gritó la señora Xia, llamándoles con las manos.
Se dirigieron los tres a la cuadrada mesa de mah-jong. El viejo Huang y el tío Ma se sentaron. La señora Xia miró a Mei y a la silla desocupada que había junto a ella.
– ¿Tú juegas? -le preguntó.
– No -dijo despacio Mei. No era del todo cierto. Había jugado antes, en el ministerio. Pero siempre había odiado el juego-. No lo suficiente para apostar dinero -añadió.
– Está bien, en la primera ronda no apostamos -dijo la señora Xia, que ya había empezado a revolver las fichas-. Siéntate. A mi marido no le gusta que venga aquí a jugar. Le preocupa el dinero. A mí el dinero en realidad no me importa. Vengo a jugar al mah-jong y ya está.
Sus dedos de salchicha se movían con tanta calma como si estuviera haciendo tareas domésticas.
– ¿Y de qué conoces a este par de pájaros?
– Del Lai Chun -replicó el viejo Huang, fumando uno de sus pitillos baratos.
La señora Xia empezó a levantar su muralla de fichas. Mirando al perfil de Mei, preguntó:
– Tú eres pekinesa, ¿verdad? ¿Qué hacías en el Lai Chun? Mei se tomó su tiempo, mientras alineaba cuidadosamente sus fichas. Cuando terminó, alzó la mirada y vio que la señora Xia estaba esperando una respuesta.
– Iba buscando a una persona y me he hecho amiga de la Reina del Wentún -dijo.
– Está buscando a un tipo de Luoyang que se llama Zhang Hong -dijo el viejo Huang, irritado-: el muy cerdo vino a Pekín a vender cosas viejas…
– Antigüedades -le interrumpió el tío Ma en voz casi inaudible, y luego se apresuró a replegarse a su propia sombra.
– Lo que sea. Y escuche: el tipo se hace con el dinero, con un montón de dinero; pero no se vuelve a casa con su mujer. En lugar de eso, coge a una jovencita y se pega la gran vida en Pekín -el viejo Huang sopló algo de humo y dejó caer una ficha sobre la mesa. Mei la recogió.
– Ah, otro de ésos. Los hombres… ¿cómo puede una confiar en ellos? -la señora Xia repasó la muralla de fichas que tenía delante con ojos inquisitivos. Al otro lado de la mesa, el tío Ma hundía la cabeza entre sus fichas como un niño en una tienda de caramelos.
– ¿Qué aspecto tiene ese Zhang Hong? -preguntó la señora Xia, cogiendo una nueva ficha.
– Tiene una cicatriz sobre la ceja izquierda, es de estatura media y de complexión fuerte -dijo Mei, ateniéndose a los hechos.
La señora Xia movió la cabeza.
– No me suena haberle visto por aquí, pero claro, tampoco vengo todos los días. Y mi marido por supuesto nunca me cuenta nada: es muy discreto. Pero yo me entero de las cosas de todas formas -miró a Mei-. Mira, las chicas de por aquí saben un montón. Deja que pregunte a la chica que suele atenderme, Liu Lili: es una de las camareras del salón de juego. Aunque esta noche no la he visto.
No se dijo nada más. Jugaron al mah-jong, turnándose para cambiar sus fichas.
– ¿De cuánto dinero estamos hablando? ¿Diez mil, veinte mil yuanes? -al fin la señora Xia hizo la pregunta que le estaba traspasando el corazón.
– Mucho más -dijo Mei.
– ¡Cielo santo! -exclamó la señora Xia, golpeando la mesa con una ficha.
– Lo bastante como para comprarse a una de esas chicas -subrayó el viejo Huang con una sonrisa socarrona.
La señora Xia le lanzó una mirada afilada, que no le hizo mella. El viejo Huang se limitó a torcer el gesto, mientras con las manos acariciaba una ficha como si quisiera asfixiarla. El tío Ma soltó una risita desagradable.
– Vamos a tomar un té -la señora Xia hizo señas con la mano a su marido; él se acercó a la mesa y luego salió de la sala de juego.
La señora Xia miró sonriente a Mei y con ensayada voz de algarroba le preguntó:
– ¿Y qué reliquia es esa que puede costar tanto dinero?
– Algo muy antiguo. Me han dicho que era de la época de la dinastía Han.
– Tiene que ser anterior a los Ming -dijo el viejo Huang con aire de entendido, hablando como si fuera un auténticoexperto-. Ya no nos queda nada como eso en Pekín. Lo destrozaron todo en la Revolución Cultural. Hoy en día sólo se encuentra ese tipo de cosas en el campo.
– Me lo imagino -la señora Xia dejó de mover las fichas-. La Gran Esposa Li del segundo piso se trajo antigüedades cuando fue a visitar a la gente que había conocido en la época del campo de trabajo. No sé si las vendió. Ah, ¿más de veinte mil yuanes, dices? Yo tengo parientes en mi tierra, un pueblecito del sur. Me pregunto si ellos tendrán algo como eso.
Inclinó la cabeza hacia un lado como si se la estuviera sobrecargando la súbita magnitud de sus pensamientos.
– ¿Cómo se puede saber si son auténticas? ¿Adónde se puede ir a venderlas?
– Las tiendas de Liulichang las compran -dijo Mei. Pudo sentir cómo la emprendedora mente de la señora Xia alzaba el vuelo. En aquellos tiempos todo el mundo era emprendedor. Unas pocas apuestas, un poco de compraventa en la avanzadilla del mercado de existencias locales y una visita a los parientes pobres con la esperanza de hallar antigüedades de valor, eran cosa de todos los días.
Una de las chicas encargadas del té entró con una tetera de porcelana marrón y una pila de vasos de plástico. Les sirvió el té a todos.
– ¿Dónde está Lili? -le preguntó la señora Xia.
– Lleva algunos días sin venir a trabajar -respondió la chica del té. Tenía la barbilla larga y el rostro inexpresivo, la mirada torcida, el pelo corto peinado con raya en medio. Era muy joven, de unos dieciséis o diecisiete años.