Wu el Padrino estaba de pie en el zaguán de su espaciosa tienda, equilibrando su peso hacia el punto intermedio entre sus dos pies. Contempló a Mei con la mirada vacía. No era un hombre grande, pero sí fuerte de la cabeza a los pies; bien afeitado y con el pelo a cepillo. Mei le echó unos cuarenta y tantos años, aunque era difícil decir si cuarenta y muchos o pocos. No le preguntó quién la enviaba ni por qué; se quedó allí contemplándola despectivamente con una mirada helada.
Ella le había dicho que trabajaba para un rico coleccionista y que quería hablarle de una de sus últimas adquisiciones; luego le enseñó la misma foto que les había mostrado a los otros marchantes.
Wu el Padrino echó una ojeada rápida a la foto y miró a Mei con indiferencia. La amistosa expectación hacia una cliente más se desvaneció en el oscuro vano de detrás de sus ojos.
Mei contempló cómo se acercaba a un joven que estaba detrás de un par de réplicas de jarrones Ming azules. Con las cabezas juntas, la miraron mientras hablaban. Un poco después, los dos hombres se alejaron en distintas direcciones: Wu el Padrino desapareció en la trastienda y el joven se fue derecho hacia Mei. Ella apretó los labios. Sabía que no podía hacer gran cosa para obligarla a irse. A fin de cuentas, era una mujer, bien vestida y poco amenazadora. Pero también sabía que no le quedaba nada que hacer allí, así que se fue.
Del otro lado de la calle había un bazar que vendía cosas pequeñas, como sellos de piedra y joyas antiguas, en bandejas. Los mostradores estaban dispuestos en forma de rectángulos cerrados, dentro de los cuales los vendedores se sentaban en altos taburetes o en sillas plegables.
Mei se quitó el abrigo y se soltó el pelo. Fingió que estaba interesada en comprar litografías, y mientras tanto no le quitaba el ojo a la entrada del sitio de Wu el Padrino.
Era un caserón de dos plantas con una entrada elevada, flanqueada por largas ventanas y un balcón en el primer piso. Las barandillas de las ventanas y del balcón estaban hechas de finos listones de madera, conformando delicados dibujos geométricos que recordaban a los caracteres chinos.
Al cabo de veinte minutos Mei vio salir a Wu el Padrino, vestido con una chupa negra de cuero con el cuello levantado. Se detuvo en lo alto de la escalera y se encendió un pitillo con ademanes lentos y calculados. Mientras lo fumaba, ojeó la calle en ambos sentidos; luego bajó los escalones, volvió a comprobar la calle, escupió entre sus propios pies y giró hacia la derecha.
Mei aprovechó la ocasión, incorporándose a la riada de compradores que derivaban hacia la parte sur de la calle Xinhua, sin despegar la vista de Wu el Padrino.
Un taxi rojo dio un giro de ciento ochenta grados y se paró en la entrada de la zona peatonal. Su luz se apagó y emergieron una mujer china y un hombre blanco. Wu el Padrino agitó el pitillo que llevaba emparedado entre los dedos, haciendo señas al conductor para que diera la vuelta con el taxi. Cuando éste se hubo detenido, Wu el Padrino tiró el pitillo al suelo de un golpe de muñeca y se metió dentro. La luz del taxi se encendió. Con un carraspeo de humo negro arrancó en dirección a la Puerta de la Paz.
Mei corrió hacia su coche.
Los escalones que llevaban a la entrada del Centro Lufthansa estaban invadidos de compradores y bolsas con compras. Por todas partes había confusión: amigos que buscaban a sus amigos, familias que discutían cómo volver a casa. Un hombre zigzagueaba entre la multitud vendiendo los relojes que llevaba en el forro del abrigo. De vez en cuando, un coche de lujo se detenía frente al centro comercial para verter a una chica guapa y su Dakuan: su Potentado.
Wu el Padrino se apeó del taxi y subió despacio los escalones, mirando alrededor. Parecía estar buscando algo o a alguien.
Mei continuó hasta el aparcamiento y apagó el motor. En lo alto de la escalera, Wu el Padrino se detuvo. Encendió un pitillo.
Desde un kiosco, un altavoz arrojaba publicidad de la última edición de una guía de la programación televisiva. Los taxistas se disputaban a los pasajeros. Los coches particulares se disputaban las plazas de aparcamiento.
No pasó mucho tiempo hasta que Wu el Padrino se puso en movimiento. Machacó el pitillo con el tacón y en dos zancadas bajó a recibir a un gran coche negro que acababa de detenerse. La puerta del coche se abrió. Un hombre alto con una lustrosa chaqueta deportiva salió de él, seguido de una joven patilarga de la misma estatura.
Los dos hombres se dieron la mano y conversaron. La chica fue presentada. La gente se volvía a mirar a la guapa pareja. El chófer señaló hacia un sitio cercano a la entrada y le dijo algo al hombre, probablemente indicando que esperaría allí. Mientras el coche se iba, Mei se fijó en que era un Audi, y en que tenía matrícula de Pekín.
Wu el Padrino y la guapa pareja entraron en el centro comercial.
Mei salió de su coche para seguirlos.