Cuando Mei llegó a su casa era ya de noche. Llamó a la tía Pequeña.
– Hermana Mayor sigue más o menos igual. A ratos está espabilada y con la mente clara, y a ratos está confusa. No ha comido nada en más de tres días ya, así que el médico le ha puesto alimentación asistida para que pueda nutrirse un poco. Han venido varias personas a visitarla. Por la mañana vino el director de Asuntos de los Camaradas Ancianos. Preguntó por su estado y habló con el médico. Dijo que su unidad de trabajo hará lo posible por sufragar los gastos sanitarios. Luego vino un señor que se llama Song Kaishan. Dijo que era un viejo amigo.
– ¿Vio a Mamá?
– Hermana Mayor estaba despierta, así que habló con ella un rato, unos diez minutos.
– ¿De qué hablaron?
– No lo sé -dijo la tía Pequeña-. Quería quedarse a solas con ella. Por la tarde vino el tío Chen. Hermana Mayor estaba dormida, así que charlamos un poco. Me dijo que conocía al señor Song.
– En todo caso, ¿quién es ese señor? ¿Por qué de pronto viene a ver a Mamá?
– Ah, no es más que un viejo amigo -dijo rápidamente la tía Pequeña-. ¿Estás bien?
– Eso creo. Estoy trabajando en un caso. Eso me ayuda a no pensar en otras cosas -Mei hizo una pausa; acababa de recordar algo-. ¿Ha ido Lu a ver a Mamá? Quedamos de acuerdo en que hoy iría ella.
– No ha podido. Llamó para decir que le había surgido algo importante.
– ¿Quieres que vaya yo para que puedas descansar un poco?
– No necesito descansar -dijo la tía Pequeña-. La asistente se encarga de buena parte del turno de noche.
Unos instantes después colgaron el teléfono.
Mei se fue al cuarto de baño, se lavó los dientes, se lavó la cara y se la secó con una toalla. Se untó una generosa dosis de crema de noche y luego se arrastró hasta debajo del ligero edredón de plumón. Lo único que quería hacer en ese momento era acurrucarse como un gato y dormirse.
El ruido del tráfico de la carretera de circunvalación persistía. Como solía ocurrir, justo cuando se estaba quedando dormida pasó una motocicleta a toda velocidad.
Se volvió para recostarse de lado. La suavidad de la almohada la abrazaba, y al cabo de un rato la arrastró a un sueño profundo.
Entonces sonó el teléfono.
¿Cómo era posible? Estaba segura de haberlo apagado.
Se levantó y se dirigió al salón, donde el teléfono descansaba en la mesa próxima al sofá.
– ¿Diga?
Nada.
– ¿Diga? ¿Diga?
Nadie.
– ¿Quién está ahí? -gritó.
Se oyó un chasquido, y a continuación un largo pitido.
¡A Mamá le había pasado algo! Mei fue presa del pánico. Tenía que irse al hospital. Empezó a correr, pero cayó de rodillas; algo le había dado un golpe en la cabeza: un gran murciélago. Oyó un golpe violento, y luego otro, y otro. Abrió los ojos como un ciervo atrapado ante los faros. Estaba sudando y con el corazón acelerado. Los estruendosos golpes no cesaron. Alguien estaba aporreando la puerta.
Se dio la vuelta y encendió la luz. En el despertador ponía «23:55». Soltó un gemido, mientras sus pies buscaban las zapatillas de plástico que se había quitado de un puntapié dos horas antes.
– ¿Quién es? -preguntó.
Giró el cerrojo y abrió una rendija en la puerta. Era Hermana Mayor Hui, con ojos de enfado y la boca abierta.
– ¿Dónde has estado? Llevo dos días intentando hablar contigo. ¿No has oído mis mensajes?
– El contestador está roto.
– ¿Y se puede saber qué estás haciendo? -Hermana Mayor Hui se quedó mirando el pijama de Mei.
– Dormir.
– ¡Pero si es viernes por la noche!
Hermana Mayor Hui iba profusamente maquillada. Llevaba las cejas pintadas. Se había puesto colorete de color melocotón en las redondas mejillas y carmín en los labios; el carmín se le había corrido un poco en las comisuras de la boca. Le brillaba la frente. Llevaba unos pantalones de satén naranja y una camisa de cuello mandarín con bordados rojos en los puños. La fragancia de su perfume se derramó sobre Mei como una ola.
– Tienes que venir ahora mismo conmigo -Hermana Mayor Hui entró con decisión.
– ¿A dónde?
– Una fiesta.
Mei cerró la puerta y siguió a su amiga hasta el salón.
– Pero yo no quiero ir a ninguna fiesta. Estoy cansada. Llevo un par de días muy duros.
– Tonterías. Te vienes. Le he prometido a Yaping que te iba a llevar.
Hermana Mayor Hui depositó su maternal trasero en el sofá.
– ¿Qué me estás diciendo? -a Mei se le heló el pensamiento.
– Yaping está en Pekín en viaje de negocios. Todos nuestros compañeros de clase se han reunido en su hotel. Se ha divorciado.
A Mei se le oprimió la garganta. No podía hablar.
– No te quedes ahí. Ve a arreglarte -Hermana Mayor Hui sacó un estuche de maquillaje y lo abrió: la paleta se encendió como una pequeña bomba de colorete-. ¡Date prisa! -ladró.
Mei se fue al cuarto de baño. Sintió vértigo. En su interior los pensamientos se arremolinaban como en una tormenta. «Yaping está en Pekín.» Ni siquiera mientras se estaba repitiendo a sí misma esas palabras podía creer que fueran ciertas. Aquello sonaba a broma. A lo mejor alguien estaba jugando con su mente. Miró a su alrededor. No había nada fuera de lo corriente. Sus cosméticos yacían esparcidos en un cestillo junto al lavabo; había un jabón rosa en el platillo de porcelana blanca. En el espejo vislumbró su propio rostro, pecoso como siempre, aunque más pálido.
Se lavó la cara con agua fría. Hacía nueve años que él se había ido. Ella había quemado todas sus cartas, había intentado olvidarle. No había sido fácil. De cuando en cuando, todavía le volvía al pensamiento. Ella había imaginado que un día se encontrarían, algún día del futuro lejano en que ambos fueran viejos y canosos. Había imaginado que cuando volvieran a verse ella estaría tranquila y dispuesta a perdonar. Y ahora, sin previo aviso, él estaba de vuelta, soltero otra vez. ¿Qué había pasado? Las preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Estaría él triste? ¿Habría cambiado? ¿La reconocería? ¿Le reconocería ella a él? ¿Qué se dirían? ¿Había algo que decir?
Una abrumadora mezcla de emociones brotó en su interior, como el agua que brota de un pozo profundo, y sus pensamientos se enmarañaron. Por un instante no quiso ir. Se sentía herida, humillada. No quería que él viera que seguía soltera y pensara que todavía le amaba. Pero cuando el instante pasó deseó volver a verle, oír su voz, aunque sólo fuera por una noche.
Sacudió la cabeza. Se maquilló, se vistió y salió al salón.
– ¿Qué has estado haciendo tanto rato? -protestó Hermana Mayor Hui-. Vamonos. El coche está esperando.
Bajaron a la calle. Había un Mercedes Benz negro aparcado ante su edificio. El conductor saltó fuera y les abrió la puerta a las damas.
– ¡Por todos los santos!, ¿qué es esto? -preguntó Mei, sin creer lo que veían sus ojos. Hermana Mayor Hui era profesora en la Universidad de Pekín, y su marido, ingeniero, no era tampoco un magnate.
– Es de Yaping. Lo ha enviado por ti.