El cielo era como una inmensa tapa negra a punto de desplomarse. Los rayos llegaban en oleadas, perseguidos por los truenos. La lluvia caía sesgada.
Mei pisó el acelerador, dubitativa. No alcanzaba a ver la carretera ni el canal. Un muro de agua caía oblicuo sobre el parabrisas y ante los faros. En un relámpago (con su rodar de trueno) vio la oscura y arqueada forma de un puente de piedra. Luces rojas destellaban en la negrura ante ella a medida que muy poco a poco avanzaba hacia delante. Al siguiente relámpago giró por una calle y vio los bares de Houhai, iluminados como farolillos de papel en un mar de tempestad.
Mei dejó el coche junto al puente y salió. Se protegió la cabeza y adelantó el hombro contra la lluvia. De inmediato se le empaparon los zapatos, se le empaparon los vaqueros. El agua le chorreaba mangas adentro mientras trataba de mantener sujeto el impermeable.
Vio el Audi negro, pegado a la cuesta que bajaba hasta el canal. Siguió adelante. Algo o alguien se movía detrás de las ventanas amarillas, pero no lo veía con claridad: la lluvia lo velaba todo.
Cuando vio el bar Las Tres Banderas Rojas, cruzó la calle. No había nadie cerca, ni turistas, ni policías de servicio ni camareras que invitaran a entrar. Nadie ofrecía bebidas especiales ni horas felices.
Mei batalló contra el viento y la lluvia hasta la puerta. Cuando estaba a medio metro de ella hizo un último esfuerzo y alcanzó el picaporte.
Lo giró y al momento estuvo dentro del bar. El encargado se acercó corriendo a cerrar para que no entrara la tormenta.
Estaba tocando un grupo heavy. La cantante, en atuendo de mujer primitiva, saltaba y gritaba como si tuviera muelles por piernas. La guitarrista, con el pelo de pincho y vaqueros ajustados, estaba tranquila: tocaba como si le fuera indiferente, y probablemente así era. La batería era un remolino volante de pelo.
El encargado dijo algo que Mei no logró oír. Se estaba preguntando si no se habría equivocado de sitio. Se desenvainó del impermeable y se lo dio al encargado, que le tendió la chorreante prenda de plástico amarillo a una camarera de negro.
– ¡He venido para ver al señor Song Kaishan! -gritó Mei lo más alto que pudo. Puso toda la fuerza en el nombre, con la esperanza de que él lo oyera.
El encargado abrió la boca. A Mei le pareció que estaba gritando una respuesta, pero lo que le estuviera diciendo no lo oyó.
Él le hizo gestos para que se alejaran de la banda. En el lateral había una puerta de palo de rosa de dos hojas, cada una de ellas decorada con intrincadas tallas de arriba abajo.
– Por aquí -le oyó decir, y le siguió a través de ella.
El pasillo era estrecho y con una sucesión de paneles de madera oscura. Al parecer habían rodeado la casa hacia la parte de atrás. Allí ya sólo se oía el sonido de la percusión.
– Por favor -el encargado abrió una puerta y le indicó a Mei que entrase-. Señor Song, ha llegado su invitada -dijo con voz nítida; y, con un chasquido del picaporte, desapareció.
Era un cuarto sin ventanas. Había una mesa baja negra en el centro, rodeada de blandos cojines. Luces de neón rosa brillaban en los vértices del techo.Song Kaishan estaba sentado en los cojines del otro lado de la mesa. Ante él había unas cuantas fuentecillas de huevos en salmuera, oreja de cerdo en adobo y cacahuetes tostados. Había también una botella de Wuliangye, con esos colores rojo y blanco de la etiqueta que atraían de inmediato la mirada, y un calentador de licores de porcelana blanca encendido a su lado.
– He llegado pronto. Espero que no te importe -señaló lo que había sobre la mesa.
Mei no habría podido decir cuánto tiempo llevaba él bebiendo ni cuánto había bebido. El cuarto olía a aguardiente de arroz lo bastante fuerte como para intoxicar a un cerdo. Song le tendió una mano blanca y le hizo gesto de que se sentara. Sus gafas sin montura le hacían parecer más inteligente, al tiempo que hacían pantalla a sus pensamientos.
– Espero que estés contenta con lo que he hecho por tu madre.
Mei sintió cómo se hundía al bajar el cuerpo hasta los cojines y doblar hacia arriba las piernas. Sabía que tenía que estarle agradecida a Song, quizás decirle una o dos palabras de gratitud. No era difícil ser amable con un hombre elegante. Pero ella no quería serlo.
– No he venido para hablar de mi madre. He venido por un jade y por un hombre llamado Zhang Hong.
Nada cambió en la expresión de él.
– ¿Quiere que le cuente la historia? -preguntó Mei.
Song llenó poco a poco el calentador de licores. Un penetrante olor a aguardiente de arroz se elevó como el humo.
Mei continuó:
– Hace treinta años, a dos jóvenes agentes secretos se les dio una misión en Luoyang, la antigua capital, donde decenas de miles de miembros de las Guardias Rojas habían decidido acabar por sí mismos con las viejas tradiciones… con los museos, los libros y las vidas de los intelectuales… Y, mientras lo hacían, se habían dividido en facciones que luchaban entre sí. El trabajo de los agentes consistía en apoyar a las Guardias Rojas y en recoger información sobre sentimientos antimaoístas en la región.
»Uno de los cabecillas de facción era un adolescente llamado Zhang Hong, un auténtico bestia, y un apostador nato. Puede que viera a uno de los agentes sacar un valioso jade del museo, así que él también cogió una cosa: una vasija ritual de tiempos de los Han. Zhang Hong no sabía nada de antigüedades, pero no era del todo idiota.
»Treinta años más tarde, todo es diferente. Las revoluciones hace ya tiempo que pasaron de moda. Ahora impera el dinero. Así que Zhang Hong vino a Pekín a vender la cerámica que había robado del antiguo Museo de Luoyang. Inmediatamente se hizo rico.
»¿Qué haría alguien como Zhang Hong al tener dinero? Gastárselo. Vivió como nunca había soñado. Cogió a una chica de un club nocturno y se fue a alojar en un resplandeciente hotel. Se jugaban el dinero en grandes cantidades.
»Muy pronto perdió todo el dinero y se endeudó. Volvió al marchante que le había comprado la vasija ritual a pedirle ayuda; el marchante se la negó. Por pura casualidad, Zhang Hong vio en su despacho una foto en la que reconoció al padre del socio del marchante, que era de hecho el agente que había visto en Luoyang hacía treinta años.
»Decidió hacerle chantaje. Y entonces fue asesinado en su habitación del hotel.
Song Kaishan sirvió un chupito de aguardiente de arroz para él y otro para Mei.
– ¿Por qué me estás contando esto?
– No era sólo por el jade por lo que le hacía chantaje, ¿verdad? Robar tesoros nacionales es un delito pequeño comparado con el asesinato. Hubo muchas muertes en Luoyang. ¿Cuántas las causó usted con sus propias manos?
Mei miró el vasito de licor, pero no lo tocó.
Song sacudió la cabeza y se echó a reír. Vació su vaso.
– ¿Estás asustada? ¿Crees que puedo haber envenenado tu bebida? Mei, estás totalmente equivocada conmigo. Yo estaba enamorado de tu madre, puede que todavía lo esté. Déjame, por favor, que te cuente mi historia ahora que yo he oído la tuya. Llevo treinta años esperando. Ya le he hecho a ella bastante daño.
»¡ La Revolución Cultural! ¿Quién no hizo algo terrible en la Revolución Cultural? Mucha gente mató a otra gente. Pero tu madre no podía digerir aquello.
Se sirvió otro chupito.
– Ella siempre decía que lo mejor de tu padre era su integridad y su valor. ¿Y qué, si tenía valor? Desafiar al Partido no era una actitud inteligente, al menos durante la Revolución Cultural. Mira lo que él te aportó: el campo de trabajo. Tu madre eligió ir con él. Él no tenía nada que ofrecerle: ni protección, ni comida. ¿Por qué fue?
– Porque le quería.
– A lo mejor necesitaba demostrarse a sí misma que le quería.
Mei le contempló. Las palabras se le demoraban pesadamente en la garganta.
– En todo caso, tu madre no se podía permitir ser tan arrogante y tan egoísta como tu padre: tenía dos hijas pequeñas de las que preocuparse. La realidad era que tú y tu hermana sencillamente no podíais sobrevivir con esa clase de vida. Así que ella volvió y me pidió ayuda. No fue fácil. Ella había sellado su propio destino cuando se negó a colaborar con el Partido y se exilió al campo con tu padre: el Partido nunca olvida ni perdona.
»Yo la ayudé, con gran riesgo para mí mismo. Ella hizo lo que el Partido le pedía y aportó pruebas contra tu padre. Tuvo que dejar el ministerio, por supuesto. El que se hubiera casado con tu padre y su conducta hasta ese momento la habían descalificado para el ejercicio de su cargo. Pero denunciando a tu padre se salvó a sí misma y os salvó a vosotras dos. Intenté ayudarla en lo que pude cuando dejó el ministerio, buscándole trabajos temporales y alojamiento. Pero en aquellos años había veces en que ni siquiera podía protegerme a mí mismo y a mi propia familia.
»Hacia el final de la Revolución Cultural, cuando hasta a mí se me puso crudo, coincidí con tu padre en la cárcel. Yo siempre le había conocido como un tipo listo, cultivado, un poco arrogante quizá. Por eso fue un golpe encontrarme con que era un hombre deshecho. Hasta hoy le recuerdo sentado en un rincón tosiendo, o cojeando por el patio de la cárcel. Cada vez que había algún ruido fuerte o se acercaban los guardias, los ojos se le contraían y se le encogía el cuerpo. Era como un pájaro aterrorizado atrapado en una jaula invisible.
«Intenté hablar con él de prisionero a prisionero, pero tu padre no quería escuchar. No era la clase de hombre que perdonara fácilmente. El odio había echado dentro de él raíces que habían desarrollado nudos mortales. Me di cuenta de que eso le estaba matando desde dentro.
»Yo no pasé en la cárcel mucho tiempo. En unos pocos meses fui trasladado, y me soltaron cuando la Revolución Cultural terminó.
»Hasta que volví a Pekín no tuve noticia de la muerte de tu padre. El relato oficial era que había muerto de una enfermedad en la cárcel. Fui a ver a tu madre, fue la única vez que accedió a verme. Quería saberlo todo sobre él. Qué tipo de comida comía, si estaba de buen ánimo, si pensaba en las niñas, qué había dicho sobre ella, por qué no le había escrito. Pensé que nunca había recibido información alguna sobre él, así que le conté todo. Buena parte de ello no fue para ella sorpresa, pero aun así se lo tomó muy mal. Cuando le conté que tu padre había dicho que nunca la perdonaría, lloró.
El hombre elegante hizo una pausa y tomó un sorbo de Wuliangye para humedecerse la garganta. Mei creyó ver un brillo de tristeza en sus ojos.