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Capítulo 15

Mei durmió mal. La cara de su madre, contraída de dolor, se le aparecía en sueños. A la mañana siguiente, cuando despertó de su pesadilla, le dolía el cuerpo y le palpitaba la cabeza. Estaba agotada.

En cuanto se hubo levantado llamó a la tía Pequeña al hospital. Sólo hablaron un minuto. Su madre estaba despierta. La tía le aseguró que no había habido ningún cambio desde la tarde anterior.

Mei se hizo una taza de café y se la bebió mientras veía el telediario matutino. El café no le sirvió de mucho para el dolor de cabeza. A las nueve y media se fue al trabajo; estaba en condiciones de trabajar, y lo necesitaba. Tenía que mantenerse ocupada para dejar de pensar en su madre. Sentía que, de no hacerlo así, el peso de su ansiedad y su miedo sencillamente la aplastaría.

Mei aparcó su coche al pie del roble. Del otro lado del patio, la Paloma Voladora de Gupin estaba encadenada al joven álamo en su posición habitual. Hacía sol, igual que en los últimos dos días. Mei se quedó un rato sentada en su coche con el motor apagado. Creía haber oído cantos de pájaros, pero cuando se paró a escuchar sólo oyó el ruido de la ciudad, de los coches y la gente. La vida continuaba igual que siempre; le dieron ganas de llorar. ¿Volvería Mamá a ver un sol y un día como éstos?

El encargado estaba con los pies encima de la mesa del cuarto de calderas, con la radio encendida.

– Ya te han subido el agua caliente -le dijo a Mei al verla pasar. Ella asintió.

Gupin estaba sentado a su ordenador, tecleando. Al ver a Mei se puso de pie.

– ¿Qué ha pasado? ¿Está bien tu madre? -preguntó.

Mei negó con la cabeza.

– Le dio un ataque. Mi tía está ahora con ella en el hospital.

– Estaba preocupado de verdad. Ayer, cuando no viniste, pensé que debía de ser grave -Gupin se detuvo, se le encendió la mirada-. Pero no te preocupes. Se pondrá mejor, espera y verás. Pareces cansada. Deja que te traiga un poco de té.

Mei asintió. Intentó sonreír, pero le faltó ánimo.

Entró en su despacho. Desde la ventana se veía la copa del roble y, a cincuenta metros, otro edificio de cuatro plantas idéntico al suyo. Los dos edificios habían sido construidos por el Ejército de Liberación del Pueblo a principios de los setenta, cuando los intelectuales y sus hijos adolescentes eran enviados a campos de trabajo y Comunas Populares. Eran funcionales, nada más. Con el paso de los años, las pintadas y la contaminación los habían ido desfigurando.

Mei abrió la ventana. Una brisa suave entró flotando como un recuerdo largamente olvidado.

Gupin trajo el té, el correo y los recados.

– Mi madre tuvo una vez un tumor -le contó a Mei-. Fue hace años. Se quejaba de que le dolía mucho la cabeza. La llevamos al médico de la capital de la comarca, el doctor Yao, que dijo que tenía un tumor cerebral. Todos pensamos que no lo lograría, hasta el médico. Pero Madre vivió. Perdió el uso de las piernas y un brazo no lo tiene muy bien. Pero vivió. El médico dijo que era porque había trabajado durante toda su vida. Tu madre es como la mía: de mente fuerte y buena naturaleza. Se pondrá bien.

Mei sabía que Gupin estaba tratando de levantarle el ánimo. Pero para él, por lo visto, animarse era algo fácil. Las menores cosas le hacían feliz: un cielo azul, el timbre de las bicicletas por las mañanas, el cambio de estaciones y hasta la altura de los rascacielos.

– Por desgracia, mi madre no es de mente fuerte -dijo Mei, pensando en las lágrimas que su madre había vertido a lo largo de los años-. Ha tenido que soportar muchas cargas. Y no es optimista -«podría estar hablando de mí misma», pensó.

– No es optimismo lo que hace falta. Eso no sirve. Lo que hay que hacer es escuchar al destino. Eso fue lo que hizo Madre. Su destino era vivir y tener un hijo entregado como mi hermano. Ella piensa que era también su destino que mi hermano se casara con Loto, mi cuñada. Loto odia a Madre. No puede esperar a que Madre se muera para convertirse ella en la señora de la casa. Pero yo no la voy a dejar. Dice que yo soy un descastado y que no me ocupo de Madre. Pero mando dinero a casa. Si no, ¿con qué íbamos a pagar a los especialistas en hierbas de Madre, o a reconstruir la casa familiar?

– Estás ayudando, Gupin. Aunque no estés allí para cuidarla. Estoy segura de que tu madre piensa lo mismo -dijo Mei con suavidad.

Sus palabras flotaron aliviando sus propios pensamientos. Soy una buena hija, pensó, y Mamá lo sabe.

Pero su confianza se evaporó rápidamente, dejándole sólo dudas y un sentimiento de reproche. Sí, había querido a su madre y se había ocupado de ella. También la había desobedecido. La había herido con su fracaso y su individualismo. Le había traído tristeza y preocupación. Se habían peleado. Se habían herido la una a la otra con palabras y con actos.

Mei sintió que le empezaba a latir otra vez la cabeza.

– ¡A trabajar! -dijo abruptamente.

No había consuelo que Gupin ni nadie pudiera proporcionarle. Nadie podía apaciguar sus miedos. El tiempo huía. El tiempo que necesitaba para hacer que Mamá volviera a quererla se le estaba escapando entre los dedos como arena.

Mei se pasó casi todo el día encerrada en su despacho. Revisó carpetas antiguas y se ocupó de menudencias de los últimos dos días. Repasó sus notas y sus recuerdos de la visita a Liulichang y al Centro Lufthansa. Le habría gustado ver más de cerca al hombre con quien se encontró Wu el Padrino. Lo recordaba alto, bien vestido y de piel clara, más o menos de la misma edad que Wu el Padrino. Estaba claro que era rico, con ese coche, el chófer y la novia modelo. Mei intentó imaginar la conversación que habrían mantenido ante un té en alguna de las cafeterías del sótano. Probablemente hablaron de la vasija ritual Han, y de que ella andaba haciendo preguntas.

Mei decidió que tenía que encontrar al vendedor de la vasija, y pronto.

Abrió la puerta y llamó:

– Gupin, ¿puedes venir, por favor?

Cuando su secretario entró, le indicó por señas que se sentara en el sillón.

– ¿Qué sabes del tren que hace el trayecto de Luoyang a Pekín?

– Pues muchas cosas: ése es el tren que yo cogí para venir a la ciudad. Sólo hay uno al día. Llega a la Estación Oeste de Pekín a las cinco y media de la mañana. Lo recuerdo como si fuera ayer. Vine en febrero, después del Año Nuevo Chino. Cuando el tren llegó, fuera todavía estaba oscuro, y tuve que esperar en la estación a que se hiciera de día. Cuando hubo luz y los autobuses empezaron a circular, seguí las indicaciones que me habían dado. Cogí tres autobuses para ir a ver a un chico de un pueblo vecino que había venido a Pekín hacía un año. Me dijo que me podía quedar con él y trabajar en la misma obra. Yo estaba emocionado de ver Pekín por primera vez: los edificios altos, los autobuses, las calles anchas y los camiones limpiacalles. Nunca había visto camiones limpiacalles.

– Si no conocieras a ese hombre del pueblo vecino, ¿a dónde habrías ido?

– Probablemente a alguno de los hoteles baratos que hay alrededor de la estación. Muchos viajeros hacen eso. A veces hasta se puede alquilar una habitación de algún residente en Pekín por tan sólo quince yuanes la noche. Por supuesto que es ilegal que los residentes alquilen habitaciones, porque son propiedad de sus unidades de trabajo, y no suya. Pero ya sabes lo que pasa: la gente necesita dinero.

– Estoy buscando a un tipo de Luoyang. Vino a Pekín hace un par de semanas a vender una valiosa reliquia. Lo único que tengo de él es su descripción. Puede que se quedara por la zona de la estación, como tú dices. Pero estoy segura de que ya no está ahí. Ahora que ha vendido su reliquia, es rico.

– Pero es posible que alguien de esa zona le recuerde -razonó Gupin-; quizá una camarera, o la gente del hotel. Puede que alguno de ellos sepa adónde se fue.

Mei lo pensó un momento.

– También puedes probar con la consigna de la estación -añadió Gupin-. Habrá tenido que guardar su reliquia en algún sitio seguro. Esos hoteles baratos son todos privados, en general poco de fiar: sólo un tonto dejaría objetos de valor ahí.

– Creo que tienes razón -dijo Mei-: empezaré por la estación.

– ¿Quieres que vaya contigo? -preguntó Gupin-. La zona de la estación no es segura por la noche. Está llena de gente de paso y de matones del barrio.

– Eres muy amable, pero creo que debería hacer esto por mí misma. A veces la gente le dice más cosas a una mujer si va sola.

Gupin se quedó decepcionado. Bajó la cabeza. La atmósfera de emoción que le había rodeado desapareció.

– Quizá la próxima vez -le dijo Mei-. Te veré mañana.

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