Durante casi todo el día siguiente Ling Bai se mantuvo igual, a la deriva entre consciencia e inconsciencia. Permanecía en la cama como una casa vacía, abandonada. A veces abría los ojos. No veía nada en especial. Del techo pendía un ventilador ocioso. Una mosca daba saltitos de la mesilla a la pared, de ahí al techo, a la ventana, y luego vuelta a empezar. Pronto se aburrió de la repetición y se adhirió al techo cual mancha persistente.
Mei le daba agua a su madre con una cuchara. La asistente había comprado cucharas nuevas en la tienda del hospital, así como una taza de porcelana blanca, dos toallas pequeñas y una palangana de color crema decorada con peonías rojas y amarillas, la flor nacional. Mei había tenido una parecida en su dormitorio común de la universidad. Todas las mañanas y todas las noches se la llevaba a los lavabos para lavarse la cara, y a veces el sedoso pelo largo. No recordaba de qué color era exactamente ni la flor que llevaba pintada, pero sí lo reluciente que estaba cuando su madre la llevó a casa. Tenía el olor de las cosas nuevas, tan fresco como su propia y joven vida.
Junto a la cama, la asistente vertía agua del termo en la palangana nueva, levantando nubes de vapor. Cuando el agua se hubo enfriado, empapó en ella una toalla. Luego la escurrió, la dobló varias veces y se la pasó a Mei. Mei la colocó en la frente de su madre y se inclinó hacia ella:
– ¿Te duele algo?
– Pierna -respondió Ling Bai con voz reseca.
A los pies de la cama, Mei levantó el edredón. Había un olor a sudor antiguo. Ling Bai tenía los pies hinchados, con las uñas gruesas y negras. Había perdido la sensibilidad en el lado izquierdo del cuerpo. Mei le masajeó con suavidad la pantorrilla, la rodilla y el muslo de la pierna derecha.
– ¿Mejor? -le preguntó.
Ling Bai asintió y suspiró en silencio.
A las once la enfermera volvía a hacer su ronda. Seguía siempre el mismo procedimiento: primero, contaba el número de gotas con su reloj de pulsera y ajustaba el goteo; luego, comprobaba los tubos y la temperatura de la enferma; por último, le encendía una linterna ante los ojos y gritaba: «¡Ling Bai!». Parecía satisfecha cuando Ling Bai reaccionaba. «¿Ha orinado?», preguntaba.
Cuando se marchó la enfermera, Ling Bai se durmió. La asistente sugirió que Mei comiera, pero ella dijo que no tenía hambre.
– Hermana Mayor… -la asistente era claramente mayor que Mei, pero insistía en llamarla «hermana mayor» para mostrarle respeto-, Hermana Mayor, he estado por los hospitales durante doce años. Una cosa que sé es que uno come cuando puede. Uno no sabe hacia dónde va a soplar el viento ni cuándo va a poder comer otra vez.
Era una mujer agradable, con su pelo rapado, su chaqueta Mao de un azul oscuro desvaído y su cara cuadrada. Mei le sonrió y le dio algo de dinero.
– No voy a ir a la cafetería del hospital: la comida no es buena. Voy al puesto de la puerta principal -dijo la asistente. Recogió. Se guardó con cuidado el dinero en el bolsillo y salió. Un rato después volvió con tres panes rellenos de carne del tamaño de una mano y una botella de agua mineral. Mei dio cuenta de todo ello.
Poco después de la comida, Mei fue a dar un paseo por las dependencias del hospital. Los enfermos convalecientes se movían despacio al cálido sol como figuras de juguete con los muelles rotos, acompañados por familiares y amigos. Un hombre considerablemente vendado andaba cojeando, con pasos vacilantes, deteniéndose a menudo. Dos campesinas de mediana edad ayudaban a un hombre corpulento con abrigo militar de invierno a recobrar el uso de las piernas; él iba escupiendo su frustración. Todo parecía moverse a un paso distinto, todo tenía su propio ritmo. Los minutos y las horas se estiraban aparentemente hasta lo infinito.
Deprimida, Mei giró y se encaminó a la puerta principal, rebasando la entrada de urgencias. Los conductores no paraban de agolparse, alegando necesidades especiales, mientras dos guardias uniformados gritaban y maldecían en el intento de mantener el paso libre para las ambulancias.
Una vez fuera, Mei giró a la izquierda, esquivando el acoso de los taxistas ilegales. A unos cincuenta metros calle abajo había un pequeño restaurante, el único en varios kilómetros. Tenía mantelillos de plástico grasiento y una camarera de aspecto mezquino. Mei lo rodeó hacia la parte trasera y vio su pequeño Mitsubishi rojo todavía allí aparcado. A juzgar por el número de coches, el restaurante estaba haciendo un negocio redondo a base de los enfermos y los moribundos.
La asistente había aconsejado a Mei que estacionara allí el coche toda la noche, lo cual resultó ser más caro que aparcar en el Teatro de Pekín. Pero la alternativa era dejarlo en la calle, lo que sin duda supondría que alguien le tiraría un ladrillo por la noche. Toma capitalismo, pensó Mei; la oferta y la demanda, y todo vale. Entró en el restaurante y pagó otra noche de aparcamiento.
Cuando volvió a la habitación 206 había dos hombres esperando junto a la puerta. Mei reconoció enseguida al tío Chen; llevaba una corta chaqueta informal beis que había encogido y dejaba asomar un cinturón gastado. Al otro hombre, Mei no lo conocía. Era alto, le calculó algo más de un metro ochenta; llevaba un suave traje gris y un par de gafas sin montura. Estaba serio y recién afeitado, y parecía un tipo estudioso que nunca hubiera dado un mal paso en su vida.
– Me ha llamado Lu. Cuánto lo siento -dijo el tío Chen.
– Siento lo de tu madre -el tipo estudioso le dio la mano-. Hemos entrado a verla, pero estaba durmiendo. No queríamos perturbar su descanso -hablaba con voz cálida.
Mei le echó más o menos la edad de su madre. Seguía apretándole la mano, con firmeza y sinceridad. Pensó que probablemente sería un secretario delegado del Partido en la unidad de trabajo de su madre, o quizá el director de Asuntos de los Camaradas de la Tercera Edad; ésos eran los personajes que solían enviar a los recorridos hospitalarios.
– Hemos hablado con el médico -dijo-. No te preocupes. El Partido no ha olvidado. Nos ocuparemos de todo.
Por fin Estudioso la liberó del apretón. Se veía sin dificultad que de joven había sido guapo.
– El señor Song Kaishan es un viejo camarada y antiguo compañero de trabajo de tu madre y mío… -dijo el tío Chen.
El señor Song le interrumpió:
– Viejo Chen, tenemos que irnos ya -se dirigió a Mei-: Por favor, transmítele a tu madre mis mejores deseos -volvió a darle la mano, esta vez brevemente.
– Llámame si necesitas cualquier cosa -murmuró el tío Chen. Mei notó que quería añadir algo, pero titubeó, se dio la vuelta y siguió en silencio los elegantes pasos del señor Song. Mei los vio desaparecer en la oscuridad del pasillo. Una extraña sensación la asaltó. Le pareció que de la nada se había levantado un aire frío y, como un fantasma, la había tocado con su mano invisible.
Lu acudió por la tarde, trayendo a la tía Pequeña, que acababa de llegar en avión de Shanghai. La tía llevaba consigo una pequeña bolsa de cuero negro con lo necesario para pasar la noche. Tenía los ojos rojos.
Mei le acercó un taburete de plástico para que se sentara y le cogió la bolsa.
– He venido, Hermana -la tía prorrumpió en dialecto de Shanghai y le cogió la mano a su hermana, que yacía inmóvil en la cama.
– Ésa no; en ese brazo tiene todas las agujas -Mei guió a la tía Pequeña hacia la mano derecha de Ling Bai, la que aún tenía sensibilidad. Luego revisó las agujas del brazo izquierdo para asegurarse de que seguían sujetas con sus esparadrapos y funcionando. El brazo estaba amoratado y tumefacto. La tía acarició suavemente la mano de su hermana.
– No te rindas, Hermana. Te vas a poner mejor, y entonces volveremos a Shanghai. Iremos al Nuevo Mundo a comer sopa de wentún grandes. Volveremos a nuestro pueblo a visitar la tumba de Madre -mientras hablaba, sus lágrimas silenciosas empezaron a sofocarla.
Ling Bai abrió despacio los ojos.
– Tercerita… -murmuró. Volvió a mover los labios, pero no salió ningún otro sonido.
– Hermana, he venido a cuidarte como tú hiciste por mí durante tanto tiempo. Te vas a poner mejor -dijo la tía Pequeña con determinación. Suavemente soltó la mano de su hermana.
La tía cogió su bolsa negra y se puso de pie. Las tres mujeres avanzaron hacia el armario de los pacientes, junto a la puerta.
– Gracias por venir -le dijo Mei-. ¿No hay problema con tu unidad de trabajo?
– No hay mucho que hacer en el laboratorio en este momento. Por una semana no tiene que haber problema -la tía era analista de laboratorio en el Instituto de Investigación Biológica de Shanghai.
En ese momento, el ayudante de Lu entró a decirle que había reservado una habitación en el hotel del hospital por una semana para la tía.
– Es básica pero decente -dijo de forma prosaica, tendiéndole a Lu una llave con una etiqueta-. Ésta es la llave, y el equipaje está ya en la habitación.
Lu, cuando hubo hablado con su madre (primero de Lining, que estaba a punto de emprender su viaje anual a Canadá y Estados Unidos, y luego de su nuevo programa de televisión), se fue con su ayudante a buscar al médico. Mei le presentó a la asistente a la tía Pequeña y le enseñó cómo tenía que darle el agua a Mamá. También le contó a la tía que su madre se había estado quejando de dolores en la pierna y le mostró cómo darle un masaje.
Lu volvió al poco y dijo que el médico no tenía grandes novedades:
– Lo único que pueden hacer es mantener a Mamá en observación -dijo.
– Marchaos a descansar. Las dos tenéis que ir mañana a trabajar -dijo la tía Pequeña-. Ahora estoy yo aquí.
– Si pasa algo, llámanos con el móvil que te he dado -le dijo Lu.
La tía Pequeña asintió:
– No os preocupéis.
– Qué bueno que la tía Pequeña haya podido venir tan rápido -le dijo Mei a su hermana mientras salían del edificio.
Lu asintió:
– Le dije a la tía que el dinero no era problema para mí; puedo pagarle todos los gastos, el avión, el hotel y la comida. Para mí el problema es el tiempo. Si ella no hubiera venido, tú o yo habríamos tenido que quedarnos hoy. Quizá tú puedas, porque eres tu propia jefa, pero yo tengo que ajustarme a mi horario. Tengo casos que estudiar y gente a quien entrevistar.
Mei acompañó a Lu hasta su coche. Su ayudante ya estaba allí esperándola.
– ¿Mamá y el tío Chen han trabajado juntos alguna vez? -preguntó Mei.