Mei se despertó con dolor de cabeza. No recordaba haber bebido mucho vino. No podía haber tomado ni medio vaso. Aun así, tenía la cabeza pesada.
Se acercó a la ventana y la abrió. El ruido del tráfico se vertió dentro como si estuvieran pasando por su salón. Mientras ella dormía, el mundo de cinco pisos más abajo había vuelto a la vida. Dejó una mano fuera y sintió el sol caliente. Ésa era la locura de la primavera en Pekín, pensó. Un día estaba invernal y el siguiente era un preludio del verano.
Mei estaba a punto de salir cuando sonó el teléfono. Era Lu.
– Mamá está peor. La trasladan al Hospital nº 301.
– ¿Qué ha pasado? Ayer estaba bien.
– No lo sé. Y la tía Pequeña tampoco. Sólo le han dicho lo que van a hacer, sin explicaciones. Estoy esperando a que el médico de guardia me devuelva la llamada, si es que lo hace.
– ¿No deberían habernos consultado antes de hacer una cosa así? -la rabia se elevó en el pecho de Mei, la voz le salió forzada, la respiración se le aceleró.
– Sí, deberían. Pero no lo han hecho, ¿vale? ¡No nos sirve de nada discutirles su forma de proceder!
– ¿Por qué la tomas conmigo? -estalló Mei.
– Bueno, la tomo con todo el mundo. La tía Pequeña no resulta muy útil en casos como éste. Y tú ¿dónde has estado?
– Ah, no me lo puedo creer. ¿Me estás echando la culpa por no haber estado allí? -replicó Mei-. ¿Por qué no estabas tú? Tú habías dicho que ibas a ir ayer al hospital, por eso no fui yo.
– Bueno, yo tengo un montón de obligaciones.
Mei sintió que el cuerpo se le tensaba y los brazos le empezaban a temblar. Tenía ganas de colgar de golpe el teléfono.
Pero encontró difícil rebatir a Lu. Lo que decía era cierto: nada había impedido a Mei estar al lado de su madre. Ella no tenía una carrera propiamente dicha. No tenía una familia, ni nadie a quien proteger o agradar. Aun así, no había cumplido con lo que era su deber de hija: cuidar a su madre. Se arrepentía de no haber ido al hospital la noche anterior, deseaba más que ninguna otra cosa haberlo hecho. Aflojó la mano del teléfono, súbitamente desbordada de remordimiento.
– Tienes razón. No tiene sentido que nos peleemos. Me voy al Hospital nº 309, estaba a punto de salir para allá en cualquier caso -le dijo a Lu.
– Yo iré al 301.
Colgaron. Mei cerró la puerta con varias vueltas de cerrojo y luego voló escaleras abajo. Había un niñito sentado en un escalón dibujando círculos con un trozo de tiza; Mei casi se lo lleva por delante.
Se metió en su coche. Cuando intentó girar la llave de contacto, las manos le temblaban. Por la calle, la gente pasaba en bicicletas cargadas de compras. Los niños jugaban y los vecinos charlaban al sol. Volvió a girar la llave: el motor rugió. Segundos más tarde, entre goma quemada y revoloteo de basura, arrancó.
En el Hospital nº 309, Mei le pagó diez yuanes por un pase de visita al amodorrado soldado de la ventanilla. Se lo enseñó al vigilante y entró. Corrió escaleras arriba hasta el largo corredor oscuro. La oficina de las enfermeras estaba abierta, pero vacía.
Parada en mitad del pasillo oscuro, Mei de pronto se percató del silencio. Todas las puertas estaban cerradas. No había nadie alrededor, ni carritos de agua hervida, ni parientes durmiendo en el suelo. Era como si hubiera tenido lugar una evacuación, como si ella estuviera en un edificio abandonado escuchando el paso del tiempo.
Se le encogió el corazón; no por ella misma, sino por su madre. Las paredes, vacías y encaladas, parecían estar mirándola. Con la imaginación se puso a dibujar formas absurdas en ellas.
Se dio la vuelta bruscamente y anduvo a paso ligero pasillo abajo, luego hacia la derecha y cruzó el corredor en voladizo hasta el despacho del médico. Salían voces del cuarto: una mujer se reía, unos hombres hablaban. Mei empujó la puerta y vio la larga mesa con unas cuantas cosas encima: una taza, un periódico en desorden, un montón de pipas de girasol tostadas, un par de pies sin zapatos con un dedo gordo asomando fuera del calcetín negro.
La televisión estaba encendida y el médico, con la boca abierta, abriendo y cerrando las ventanas de la nariz, sesteaba. Las gafas se le habían resbalado hacia un lado. Mei dio unos golpecitos en la puerta y él abrió los ojos. Era el mismo médico joven con el que había hablado el primer día.
Quitó los pies de la mesa y se enderezó en su asiento, colocándose las gafas.
– ¿Sí? -preguntó. Se enjugó una comisura de la boca con la manga de su bata blanca.
– ¿Cuándo han trasladado a mi madre? -preguntó Mei, mirándole con desprecio.
El médico se acomodó las gafas. Parecía confundido.
– ¿Es usted… la hija de Ling Bai?
– Sí, una de ellas.
Él se puso aún más derecho en su silla, con la espalda recta, y miró su reloj de pulsera:
– Hace media hora, o quizá tres cuartos de hora.
– ¿Por qué? ¿Quién ha tomado la decisión de moverla? ¿Cómo de mal estaba? ¿Por qué no se han puesto en contacto con la familia?
– Eh, eh, despacio, ¿vale? -el médico se puso de pie e hizo un gesto con las palmas a modo de barrera para detener elrío de preguntas de Mei-. ¿Hemos cuestionado algo? no. Hemos hecho lo que nos han dicho. ¡No me puedo creer que esté usted gritándome a mí! -se daba en el pecho con la mano.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Seamos francos. He sido yo quien ha tenido que redactar los informes médicos sobre su madre y mandarlos para arriba todos los días. Ustedes tienen amigos en las alturas. Pues muy bien. No tenemos nada que discutirles. Al fin y al cabo, no es la primera vez que lo vemos. Si tiene usted contactos, por todos los medios, úselos. Yo también lo haría.
– ¿De qué me está hablando? -Mei retrocedió.
– ¿No han dispuesto ustedes el cambio al Hospital nº 301? No ha sido decisión nuestra trasladar a su madre.
Mei negó con la cabeza.
– No. Nosotras no sabíamos nada de eso.
– Bueno, pues es raro -el doctor se echó hacia atrás para alcanzar su taza de té. Le dio un sorbo, frunció el ceño y la dejó en la mesa. Debía de haberse enfriado hacía ya rato-. Esta mañana llegó directamente de la dirección del hospital la orden de trasladar a su madre. Nos imaginamos que tenían ustedes buenos contactos.
– No. Desde luego, nosotras no hemos sido. ¿Me está diciendo que mi madre no se ha puesto peor?
– Tampoco es que esté mejor.
Ahora tanto Mei como el médico se sentían incómodos. Ella sonrió torpemente. Él trajinaba con sus gafas.
– Bueno, pues perdone que le haya molestado -dijo Mei, agarrándose el bolso.
– No, en absoluto.
Se despidieron educadamente y se volvieron cada uno para un lado, perplejos.