Lu había estado considerando si celebrar su boda el ocho de agosto, fecha doblemente propicia porque el número ocho, ba, rimaba con «hacerse rico», fa. Pero Lu detestaba el calor, que en agosto podía ser endiablado. Así que la revisó con un maestro de fengshui, que le confirmó que el ocho de agosto del año lunar era de hecho más propicio. En 1995, el ocho de agosto [2] del año lunar caía en septiembre.
Los detalles de la boda se habían planeado durante varios meses, haciendo muchos cambios a lo largo del camino. Al principio Mei iba a ser la madrina principal, y luego ya no iba a serlo. Mei lo entendió: por supuesto que ella era la hermana de Lu, pero la boda iba a ser un gran acontecimiento, con cámaras y personal de televisión. Wei Wei, la estrella de cine, resultaría más paichang: aportaría más esplendor al gran día.
Dos días antes de la boda, llamó Lu.
– Siento estar haciendo esto por teléfono. Todavía hay mucho que hacer y, para colmo, una crisis: el cocinero del restaurante se ha ido al nuevo Ultraoceánico. He pasado hoy por allí y le he dicho al señor Zhang que más le vale que su antiguo cocinero cocine para mis invitados el sábado. Ya sabes el tipo de gente que va a venir a la boda. No puedo tener un chef desconocido. Le he dicho al señor Zhang: «Desde luego, no se me va a chafar por eso». Ése es el problema de los restaurantes en Pekín últimamente: abren algo nuevo cada mes. No logra una ponerse al día lo bastante rápido para estar a la última.
Mei no dijo nada. No sabía mucho de restaurantes ahora que ya no trabajaba para el ministerio.
– He estado pensando y también hablando con Mamá de esto. Sabes que lamento lo que te ocurrió en el ministerio, sea cual sea la verdad.
– ¿Qué quieres decir con «sea cual sea»? Sólo hay una verdad; soy yo la que está diciendo la verdad -Mei oyó cómo se alzaba su propia voz.
– Así no vamos por buen camino. No, ¡Mamá y yo estamos totalmente de tu parte! Por supuesto que te creemos. Lo único que estoy diciendo es que otras personas pueden no verlo del mismo modo que nosotras. Tampoco se les puede convencer. En todo caso, hemos pensado que a lo mejor prefieres no llamar la atención yendo de madrina. La gente puede hablar y especular acerca de por qué dejaste el ministerio. No querrás eso.
– Has invitado a mi antiguo jefe, ¿verdad?
– Mi querida hermana, si por mí fuera, le cortaría su asquerosa coletilla por ti. Pero no puedo anular la invitación. Estoy segura de que lo entiendes: no es una persona con quien apetezca enemistarse.
– Eso no suena exactamente a que estás de mi parte -replicó Mei-. ¿Cuánto tiempo lleváis planeando esto Mamá y tú? ¿Desde el mismo momento en que me fui del ministerio?
– Lo siento, Mei. Nos horrorizaría que sufrieras, y por eso pensamos que sería mejor para ti no destacar demasiado el sábado. Baja esos humos por una vez, por favor; por mí, por la boda de tu hermana pequeña -la voz de Lu sonaba como si estuviera bañada en miel-. Sabes que no es mucho lo que puedo hacer, ¿verdad? Ni siquiera puedo poner a tu ex jefe escaleras arriba; y me habría gustado, créeme.
A Mei le dieron ganas de llorar.
– Mei, no olvides que aún hay otros a quienes odias, como la señora Yao, que te organizó todas esas citas.
– No la odio. Simplemente me cae mal. Me habría emparejado con quien fuera si con eso hubiera ayudado a ascender a su marido.
– Mira, Mei, ése es tu problema. No confías en nadie. La gente intenta ayudarte, pero tú siempre piensas que tienen otras intenciones. Quizá las tengan, o quizá no; ¿qué importa eso?
– Importa mucho. Importa si la gente dice o no la verdad.
– Eres mi hermana mayor, pero a veces puedes ser muy ingenua. No es de extrañar que tengas tantos enemigos.
– ¿Preferirías que no fuera a tu boda? Eso nos ahorraría a todos el sonrojo.
– Por supuesto que quiero que vayas. Eres mi hermana, mi familia. ¿Cómo puedes siquiera pensar eso? -Lu se detuvo por un minuto. La temperatura entre ellas se enfrió algunos grados-. Mei, yo admiro tu alta autoexigencia, pero hay personas que no son tan nobles como tú. Los estás midiendo por tu rasero; a veces me gustaría que fueras sólo un poquito más tolerante.
Esa noche, sola en su apartamento, Mei contempló el espectáculo de luces de la carretera de circunvalación, al pie de su ventana. Pensaba en sus propias limitaciones. También ella desearía ser más tolerante. Se preguntó si lo que llamaban «su alta autoexigencia» sería la causa de su triste estado: sola y sin trabajo. Puede que Lu tuviera razón. ¿Quién era ella para juzgar a los demás?
Luego trató de imaginarse cómo sería el mundo si la gente dijera lo que piensa. En un mundo así, Lu le habría dicho a Mei que no encajaba en la perfección de su imagen y Mei lo habría entendido, igual que lo entendía ahora. La fachada y la imagen lo eran todo para Lu. En ese mundo, nadie le impediría a Mei decirle a la señora Yao que ella no era un peldaño en la carrera de su marido y que su felicidad no era para negociarla como un favor.
Mei pensó en no ir a la boda, y en cómo se ofendería y se enfadaría todo el mundo. Sabía que no era en ningún caso una posibilidad real, pero representó la escena en su pensamiento: una protesta contemplativa.
Al final sí que fue a la boda, como sabía que debía hacer.
Los procedimientos legales (el permiso del Partido -Lining tenía la bendición del alcalde, por supuesto-, los exámenes médicos y el certificado de matrimonio con una foto de la pareja) estaban todos resueltos. Lo único que faltaba era un convite por todo lo alto.
El día resultó perfecto. Un cielo del azul del mar se desplegaba hasta la eternidad. Cuando el sol daba en la piel, le entregaba un calor íntimo como roce de persona amada. Las copas de los robles albares que adornaban la calle se mecían con una brisa suave como una pluma, irradiando en todas direcciones una luz moteada. El aire estaba claro como agua destilada.
Doscientos ochenta y seis farolillos pendían del tejado curvo del restaurante. Había otros dos faroles enormes colgados junto a la entrada como un par de pendientes, haciendo brillar el carácter que significa «doble felicidad». Treinta aparca-coches con camisas rojas de cuello mandarín y pantalones anchos, zumbando cual horda de escarabajos, trasladaban los Mercedes y los Audis a la parte delantera del aparcamiento y los coches como el Mitsubishi rojo de Mei a la parte de atrás. Eran jóvenes trabajadores de provincias, sanos como bueyes y siempre dispuestos a trabajar dieciséis horas al día.
Junto a la puerta, un equipo de cuatro personas llevaba prendiendo tiras de petardos desde la llegada del primer huésped. El aire apestaba a pólvora y a humo.
– ¿Cuántas veces os lo tengo que decir? ¡Poneos a un lado, hay demasiado humo! -gritaba una de las organizadoras de la boda a los de los petardos.
Esta era una mujer regordeta de treinta y muchos años, vestida con un traje de chaqueta de seda rosa con una flor roja prendida justo encima de sus grandes pechos. Cada vez que sonreía, que era casi constantemente, hacía relucir un juego completo de dientes de blancura cegadora. Saludó a Mei con una reverencia a lo Buda, las palmas de las manos juntas bajo el mentón. Mei se preguntó si nadie habría pensado en empaquetarla con cintas rojas.
Una vez que Mei atravesó los petardos y el humo, dentro del restaurante la escena era elegante y ordenada. Una alfombra roja se extendía desde la entrada hasta un estrado de dos metros de altura que había al fondo. A cada lado de la alfombra roja había sillas que se podían retirar después de la ceremonia. Parecía que todos los invitados habían llegado: no se veía una sola silla libre.
Cerca del escenario había dieciséis mesas de diez asientos, ocho en cada lado, para las familias de la novia y del novio y los invitados más distinguidos. Una de las ochenta y ocho camareras vestidas con ajustados vestidos qipao condujo a Mei a la mesa de la familia Wang. En un jarrón de cristal colocado en el centro de la mesa flotaba una flor de loto rosa. Tenía que haber sido cortada esa mañana temprano, porque estaba tan fresca como el rocío. Diseminados por la mesa había pétalos de rosas rojas.
La tía Pequeña acababa de llegar de Shanghai. Había sido la hermana bebé de Mamá, doce años menor que Ling Bai. Sentado junto a la tía Pequeña estaba su hijo de dieciséis años con la cara llena de granos. Estaba hablando con la hija del tío Chen, que lucía una sonrisa helada. «Que alguien me saque de aquí», suplicaban sus ojos. Su hermano mayor, nacido el mismo año que Lu, se defendía de su madre, la tía Chen, sin otra cosa que un «sí» o un «no» en un partido de ping pong verbal. Pero la madre siempre se la remataba. El día iba a ser largo.
– Llegas tarde -susurró Mamá antes de que Mei pudiera sentarse.
– La boda no va a empezar hasta dentro de diez minutos -Mei se colocó en el sitio que se le había asignado.
– Tú eres de la familia, tienes tus responsabilidades. Han venido muchos invitados a felicitarme y estoy aquí yo sola.
– Lo siento.
Mei dijo un hola rápido al tío Chen, que estaba sentado junto a ella. El tío Chen no era en realidad su tío, sino el mejor amigo de Mamá. Mamá y él se conocían desde que estaban en el instituto en Shanghai. Cuando los niños eran pequeños, las dos familias solían ir juntas de excursión, y se visitaban mutuamente por el Año Nuevo chino. Tras la muerte del padre de Mei, el tío Chen continuó visitándolas, pero casi siempre sin su familia.
– Ahora ve rápido a decir hola a la familia de Lining -la apremió Mamá.
– Está bien -refunfuñó Mei, y se levantó de su asiento. Cruzó la línea divisoria roja y saludó a la familia de Lining. Ya los había visto en varias ocasiones: los padres, el hermano menor con la cuñada y los dos sobrinos, que vivían en Vancouver, y la hermana mucho menor con el novio estadounidense, que estudiaban cine en la Universidad de California en Los Ángeles. Lining se había criado en Dalai, el centro industrial del norte, considerado el astillero de China. Su padre dirigía una pequeña fábrica de maquinaria herramienta y su madre era enfermera. Lining primero se había forrado con las refinerías de petróleo, antes de pasarse a los barcos y la inmobiliaria. Les había comprado a sus padres una casa en Vancouver. Su hermano era su representante en Canadá y Estados Unidos.
– Ven aquí, Mei, déjame verte -la madre de Lining, la señora Jiang, tendió la mano para que Mei se la cogiera-. Cada vez que os veo a Lu y a ti le digo a tu madre: ¡qué prosperidad!: «dos bellezas, qian jin (mil piezas de oro)» -exclamó la señora Jiang en su habitual estado de excitación-. Tú vales diez mil piezas de oro. Eso le digo.