Cuando Mei llegó a la habitación 206 del Edificio nº 3, su madre estaba dormida. Había una baqueteada taza de aluminio amarillento colocada en su mesilla de noche, con una cuchara de aluminio dentro. A los pies de la mesilla habían dejado un gran termo rojo; tenía pintadas flores de ciruelo rosas, y «Graves I» escrito en negro.
La paciente de la cama contigua, una mujer mayor, estaba a punto de cenar. Tenía el rostro curtido de haber trabajado toda una vida en el campo; llevaba el pelo corto, y aun así sujeto hacia atrás con horquillas. No tenía que haber sido fácil colocar todas esas horquillas, pensó Mei. Había venido una joven que parecía su nieta con una bolsa llena de comida. Sacó una manzana y la lanzó por el aire. Como un pitcher, la anciana cazó la manzana en pleno vuelo. Mei se preguntó qué clase de enfermedad mortal la habría llevado hasta allí. Juzgando por el acento provinciano que tenían, Mei supuso que eran parientes de algún militar destinado en Pekín. Probablemente habían usado sus contactos para conseguir colocar allí a la anciana: las habitaciones para enfermos graves estaban mejor equipadas que las salas y eran sólo para dos personas.
Mei acompañó a la tía Zhao hasta la puerta y le dio otra vez las gracias. Luego volvió al lado de su madre y se sentó en un taburete de plástico.
Llegó más gente a ver a la otra anciana. Bollos al vapor, salchichas y tortitas empezaron a volar de un lado a otro.
Quizá por lo ruidoso de sus conversaciones y sus risas, o quizá porque se le había pasado el efecto de la anestesia, Ling Bai gimió y se despertó.
– Mamá -exclamó Mei, agarrando la huesuda mano de su madre y alzando la voz para asegurarse de que la oía-. Estoy aquí.
Ling Bai abrió los ojos despacio, empezando a enfocar.
– Lu -murmuró con voz débil pero inequívoca. Tenía los labios secos y llenos de ampollas; como la herida de un animal muerto, pensó Mei.
– No, Mamá, soy Mei.
Mei sujetó la mano de su madre y sintió la suavidad de su piel, la calidez de un ser humano, vivo. Mei quería tirar de ella, abrazarla, sujetarla con fuerza entre sus brazos.
Al poco entró una enfermera a comprobar el goteo del suero y el pulso de la paciente. Ajustó los tubos de oxígeno.
– No la deje moverse demasiado -le dijo a Mei sin explicar por qué-. Ustedes -se volvió para mirar severamente a la muchedumbre que rodeaba la cama vecina- cállense. Esta paciente necesita descanso.
Luego, sin decirle nada más a Mei, salió de la habitación.
Ling Bai oscilaba entre consciencia e inconsciencia mientras Mei le acariciaba la mano que le tenía cogida.
– Mei -oyó que la llamaba su madre.
– Sí, mamá. Estoy aquí.
Ling Bai abrió los ojos, esta vez más enfocados. Miró a Mei.
– ¿Dónde está Lu? -preguntó.
– Está de camino, Mamá. ¿Quieres un poco de agua? -Mei enjugó el sudor de la frente de su madre.
Ling Bai pareció asentir y luego volvió a cerrar los ojos.
Mei cogió media cucharada de agua hervida fría de la taza de aluminio y la llevó a los labios secos de su madre. A Ling Bai le llevó un buen rato tragar un poco de agua.
– ¿Ya está? -preguntó Mei cuando vio que la boca de su madre se contraía.
Le dio la impresión de que Ling Bai había dicho «Sí», pero no estaba segura. Acercó el oído a aquellos labios resecos, pero al parecer hablar había dejado exhausta a su madre.
Mei volvió a poner la taza y la cuchara del hospital en la mesilla de noche y marchó sobre la cada vez más bulliciosa tropa que rodeaba la cama de la anciana.
– ¡Por favor, cállense! Mi madre acaba de tener un ataque. Necesita descansar. ¿Es que no les importa? -tuvo que levantar la voz por encima del ruido que estaban haciendo.
Pero Mei sabía que les daba igual. No soportaba a la gente que no respetaba a los demás. Su madre siempre le había dicho que era demasiado dura y demasiado cortante. «O no hablas nada o hablas con aspereza, ofendiendo a la gente en los dos casos. No es de extrañar que no tengas suerte con la gente.»
No, que no tenga nada de suerte, pensó Mei. Ni en la vida ni en el amor.
De pronto se abrió la puerta y entró Lu. Estaba exquisita con su traje de chaqueta beis, sus largas cejas arqueadas y su maquillaje impecable. Se había teñido el pelo de color miel y alrededor de su cara se insinuaban reflejos de luz dorada. Siguiéndola de cerca venía su ayudante, aquel con quien Mei había hablado antes. Llevaba un traje negro, tenía el pelo limpiamente cortado a navaja y era joven y guapo.
– Mamá, soy Lu -fue directa al pequeño taburete que había junto a la cama y le cogió la mano a su madre, apretándola contra sus mejillas sonrosadas-. Todo va a ir bien.
– Me ha llegado la hora -suspiró Ling Bai. Una única lágrima apareció en el rabillo de su ojo. No quería morirse, a fin de cuentas.
– No, Mamá. No te preocupes. Yo me voy a ocupar de ti -Lu dio instrucciones a su ayudante para que encontrara al jefe de servicios médicos y a la enfermera supervisora. El joven salió. Mei le contó a su hermana las últimas novedades, hablándole de la ruidosa multitud que rodeaba la otra cama. Al cabo de diez minutos, el jefe de servicios médicos acudió en persona para invitar a Lu a su despacho.
Tras la reunión que mantuvieron, Lu tiró de Mei hacia la ventana y dijo:
– Los médicos piensan que Mamá tiene pocas posibilidades de recuperarse. Ya conoces a Mamá, ha tenido un montón de problemas de salud. Ahora, el doctor dice que se le están deteriorando el hígado y los ríñones. No entienden por qué. Es como si fuera un colapso general -se detuvo un segundo-. El jefe de servicios médicos sugiere que nos pongamos en contacto con todos los parientes y con los amigos de Mamá, cosa que le voy a pedir a mi ayudante que haga. Tenemos que estar preparadas.
Mei no sabía qué decir. Se preguntó si puede uno llegar a estar preparado para la muerte de su madre.
Al poco entró la enfermera supervisora y les aconsejó que contrataran una asistente.
– Mi sobrina lleva ya bastantes años haciéndolo -dijo-. Sabe cosas como dónde encontrar ayuda y qué hacer para aliviar el dolor. Y puede ir a buscarme en cualquier momento.
Se acordó que contratarían a la sobrina de la enfermera supervisora. Sus deberes incluirían conseguirles comida a Mei y a Lu, traer agua hervida del cuarto de calderas y masajearle a Ling Bai los brazos y las piernas, y se quedaría en turnos nocturnos.
A la anciana de la cama de al lado le dieron el alta cerca de las seis de aquella tarde. Si le correspondía irse de todas formas o si Lu había usado su influencia, eso Mei no lo sabía.
Después de la hora de la cena, Ling Bai volvió a adormecerse y Lu se fue a casa. Su marido la estaba esperando. Mei decidió quedarse. Puede que fuera irracional, pero temía que si ella no estaba cerca su madre se deslizaría al interior de la noche, como su padre, y la habría perdido para siempre.
Además, nadie la estaba esperando en ningún otro lugar.