En la carretera de circunvalación había habido un accidente; uno pequeño, sin apenas consecuencias para ninguno de los coches implicados, pero no por eso había dejado de amontonarse el tráfico durante kilómetros. Cuando Mei rebasó la escena, había tres hombres y dos mujeres, los dueños de los coches accidentados, parados junto a la barrera central, señalándose con el dedo y gritando. Otros conductores abrían sus ventanillas al pasar y metían baza en la disputa.
Cuando Mei llegó por fin al Hospital nº 301, se encontró con su hermana y la tía Pequeña ante la puerta de la unidad de cuidados intensivos.
La tía Pequeña parecía exhausta. La piel de la cara se le había encogido, haciendo sobresalir sus ojos. No había duda de que había comido mal y dormido poco en los últimos dos días. Estaba claro que el dolor de contemplar la agonía de su hermana era un gran peso en su corazón.
– No tenemos nada que hacer aquí. Está aislada, no permiten visitas -le dijo Lu a Mei-. ¿Has desayunado ya? Yo estoy muerta de hambre.
Mei pensó en las dos tazas de café que se había tomado por la mañana.
– No -dijo.
– ¿Por qué no vamos a tomar algo rápido a la cafetería del hospital? Y luego, si ya no nos necesitan, nos podemos ir a casa.
– Id vosotras dos. Yo ya he desayunado -dijo solemnemente la tía Pequeña-; mejor me quedo por aquí, por si acaso.
– No me parece mala idea que se quede aquí una de nosotras -Lu miró primero a Mei y luego a la tía Pequeña-. ¿Estás segura de que no quieres que te traigamos algo de la cafetería? ¿Bollos al vapor, o quizá té?
– No, estoy bien -dijo la tía Pequeña.
La cafetería del hospital estaba en la planta baja del edificio principal, y las ventanas daban a un jardincillo de arbustos. En ese jardín, unos pocos pacientes acompañados por familiares daban paseos lentos, tomando el sol. Tras ellos estaba el edificio que alojaba la unidad de cuidados intensivos.
La cafetería acababa de empezar a servir la comida. Llegaban grandes fuentes de carne frita en manteca y pilas de bollos al vapor. Se había formado una cola mientras los empleados de la cocina se afanaban con las fuentes, los cestos de comida al vapor y las cajas de calderilla. Entró un grupo de enfermeras con gorritos blancos que llevaban cuencos de aluminio y palillos. Charlaban alegremente mientras hacían cola.
Lu se hizo con un espacio vacío de una mesa larga mientras Mei se ponía en la cola de la comida. Había cerca unos pocos embatados y visitantes terminándose sus desayunos o sus tentempiés. Algunos de ellos miraron a Lu con curiosidad, probablemente pensando que les resultaba familiar y preguntándose dónde la habían visto antes.
Lu no iba maquillada, pero llevaba los labios pintados. El brillo natural de su piel lucía como un pimpollo en una mañana clara. Un haz de sol, visible en las motas de polvo danzarinas, cruzaba el aire tras ella.
Mei compró dos platos combinados, servidos en las mismas cajas de plástico blanco que llevaban los carritos de comida para los enfermos.
– ¿Cuál quieres, el cerdo refrito con arroz al vapor o las tiras de ternera con tallarines? -Mei había comprado también dos latas de leche de coco.
– Da igual. Tengo tanta hambre que me comería lo que fuera. Quizá los tallarines.
Lu rebuscó entre los palillos de distintas longitudes y distintos tonos que había en una taza de metal sobre la mesa.
– Éstos parece que casan -le alcanzó a Mei un par.
Las hermanas comieron hasta quedar satisfechas. Luego se relajaron y se bebieron la leche de coco.
– ¿Qué os ha dicho el médico? -preguntó Mei.
– Poca cosa. Que quiere hacerle más análisis. Que no se siente optimista, pero que intentará hacer todo lo posible. Ha dicho que la unidad de cuidados intensivos es el mejor sitio para Mamá. Tienen un equipo de enfermeras de dedicación exclusiva, equipamiento moderno y un médico de guardia las veinticuatro horas del día. Si Mamá necesitase una reanimación de emergencia, allí se puede hacer sin moverla. Me ha dicho que la unidad de cuidados intensivos resulta especialmente eficaz los fines de semana, cuando el resto del hospital tiene un número mínimo de empleados.
– ¿Ha dicho algo del dinero? -preguntó Mei, recordando su encuentro con el joven médico del 309 tres días antes.
– No. La tía Pequeña ha firmado un informe, y yo he firmado un par de formularios; lo de siempre, lo mismo que hicimos en el 309.
– ¿No te parece que aquí pasa algo raro? Primero, el Hospital nº 309 quería que pagásemos los gastos de su estancia. Ahora la trasladan al mejor hospital militar de China y nadie nos pide que paguemos nada.
La leche de coco estaba fresca y reconfortante hasta la última gota. La cantina vibraba con sonidos de todo tipo: voces serias, sonidos de almuerzo, el altavoz de la esquina llamando a médicos y enfermeras.
Lu encogió un hombro.
– Claro que me parece raro. Mamá hace ilustraciones para revistas y libros. Difícilmente se puede decir que sea famosa o rica.
– A lo mejor conoce a gente en puestos elevados. Ya sabes, gente con poder.
Lu no respondió, prefirió continuar con sus propios pensamientos:
– La mayor parte de los amigos de Mamá son artistas de poca utilidad: no tienen contactos ni dinero. Lo único que podrían darle son sus pinturas. Aunque puede que un día alguna de ellas llegue a valer algo.
»¿Recuerdas que cuando terminé la carrera me destinaron al Psiquiátrico de Pekín? Mamá intentó ayudarme, pero no tenía ninguna tecla que tocar. Al final salí por mis propios medios: aproveché todas las ocasiones, probé desde todos los ángulos, rogué y pagué los favores. Tuve que pasarme un año entero en aquel sitio deprimente. No, nuestra madre no tiene el tipo de contactos que pueden hacer todo esto por ella.
Mei se echó hacia atrás y apoyó los brazos en la mesa.
– Me pregunto si no tendrá esto algo que ver con Song Kaishan. Me parece que hay algo muy raro en él. Aparece de la nada con el tío Chen y la siguiente noticia es que Mamá recibe los mejores cuidados: su rango deja de ser problema y sus facturas de hospital están pagadas. ¿Pero por qué?
– Tú eres la detective. Averigúalo.
Las dos hermanas se quedaron calladas, sin ideas.
– ¿Qué hacemos con la tía Pequeña? -preguntó al fin Mei.
– Me la llevo yo a casa a pasar la noche, y luego ya veremos -dijo Lu.
Mientras hablaba volvió la cabeza y lanzó su melena de color miel por encima del hombro. El brillo de una sonrisa, apenas visible, apareció en las comisuras de su boca. Mei comprendió de inmediato: quizá la clave del misterio había estado ante ellas todo el tiempo.
– ¡La tía Pequeña! -dijeron las dos a la vez.
– Vente a cenar esta noche -dijo Lu- y la sonsacamos.
– ¿Y Lining?
– No te preocupes por él. Sale de viaje de negocios esta tarde.
– ¿Se marcha un sábado?
– Se va a Estados Unidos. ¡Vaya, mira la hora que es! Quiero verle antes de que salga para el aeropuerto.
De vuelta ante la unidad de cuidados intensivos, encontraron a la tía Pequeña dormitando en una silla junto a la entrada. Alguien acababa de fregar el suelo, la estancia estaba fresca.
Los ojos de la tía Pequeña se movieron con sobresalto al despertarse:
– Creí que erais los médicos.
– Tía Pequeña, a ver qué te parece esto: tú te vienes conmigo a mi apartamento. Mandaré a mi ayudante a recoger tu equipaje del hotel. Mei va a venir a cenar, y podemos hablar de lo que haremos de ahora en adelante. Así también puedes descansar un poco y llamar a Shanghai.
– Va a ser lo mejor -dijo Mei.
La tía Pequeña estuvo de acuerdo. Cogió su bolsa de mano de cuero, que estaba apoyada junto a su silla.
– Déjame que te la lleve -se ofreció Mei.
– No hace falta. No pesa -dijo la tía Pequeña.
Las tres mujeres Wang se dirigieron hacia el exterior. Las habían aislado de su madre y hermana. La imagen de Ling Bai yaciendo sola en un cuarto desconocido pesaba con fuerza sobre sus pasos.