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Capítulo 3

Hermana Mayor Hui la estaba esperando en la entrada principal del Antiguo Palacio de Verano.

– ¡No me lo puedo creer! ¡Tú, la persona que tiene el lujo de un coche, llegando tarde! Llevamos cuarenta minutos esperándote. Ding se ha tenido que llevar a la pequeña Po adentro para que pudiera darse unas carreras. Un niño de cuatro años es como un perro: si no se desfoga en el parque, está que muerde.

Hermana Mayor Hui había adelgazado, mostrando curvas que Mei ignoraba que tuviese. Claramente le complacía su nueva forma y la había envuelto en un ajustado vestido de colores irisados.

– Lo siento -dijo Mei-. Me quedé dormida.

– Es la vida indisciplinada de los solterones. Tienes que casarte. Te hará bien.

Hermana Mayor Hui le cogió el brazo y anduvieron hasta el parque como viejas amigas, de la mano. Una brisa ligera retozaba entre la larga hierba del lago seco. En algún lugar de los bosques se alzaban columnas rotas, medio escondidas. Más allá había montones de piedras caídas desperdigados por los sinuosos senderos. Antes de que lo incendiaran las tropas británicas y francesas durante la Segunda Guerra del Opio, doscientos años atrás, los estudiosos comparaban el Antiguo Palacio de Verano con Versalles. Mei había visto estampas de Versalles en los libros, pero, aun hallándose entre las ruinas, nunca podría imaginarse el antiguo esplendor del Palacio.

– ¿Y cómo va esa vida, princesa? -Hermana Mayor Hui estaba tan jovial como de costumbre.

– ¿Por qué me llamas siempre «princesa»?

– Bueno, si te hubieras casado con alguno de tus príncipes de la revolución cuando estabas en el ministerio…

– No empieces con eso otra vez.

– Vale, vale -Hermana Mayor Hui levantó las manos en gesto de rendición-. Cuéntame de tu trabajo.

– El trabajo va bien. Viene mucha gente a verme por esto o por lo otro. Me parece que hay dos cosas que a la gente le sobran últimamente: dinero y líos.

– No me sorprende. Hay ricos por todas partes. Basta con mirar el tráfico. Cuando nosotras estábamos en la universidad, las motocicletas eran lo máximo. ¿Te acuerdas de Lan? Se echó un novio que tenía moto y todos pensábamos que era un delincuente.

Ambas se rieron.

– Estoy contenta de que las cosas por fin te vayan bien -dijo Hermana Mayor Hui -. Qué terrible prueba tuviste que pasar en el ministerio. Tú no te merecías eso.

Mei asintió y trató de sonreír.

El camino se bifurcaba. Dejaron la senda y subieron una pequeña colina. Pronto la escalada las hizo acalorarse.

– ¡Qué sofoco! Si sólo es primavera. Desde luego, el viejo cielo está revuelto este año -Hermana Mayor Hui jadeaba. Mei sentía la hierba seca quebrarse bajo sus pies.

Cuando llegaron a lo alto de la pendiente miraron hacia abajo, a un prado del valle. Había un grupo de gente allí reunida, sentada sobre plásticos.

– Fue aquí adonde vinimos a celebrar el fin de carrera -dijo Hermana Mayor Hui, tostándose al sol-. ¿Te acuerdas?

Una gran piedra blanca en forma de concha que una vez perteneció a una antigua y ornada fuente se alzaba en mitad del prado. Su mármol blanco destellaba.

– Por supuesto -dijo Mei suavemente.

De pronto le volvió el recuerdo de aquel día. Estaban sentados alrededor de los restos de un picnic, fumando y cantando. Los chicos bebían cerveza Qingtao. Las chicas soñaban con romances. Li el Gorrión tocaba la guitarra. Ya-ping leía uno de sus poemas…

– ¡Eh! -gritó alguien desde la fiesta, arrastrando su pensamiento de vuelta al presente.

– Es el Gordo -Hermana Mayor Hui le devolvió con la mano el saludo y empezaron a bajar la cuesta.

Li el Gorrión estaba sentado sobre el mantel de plástico fumando, bebiendo cerveza de una lata y tocando la guitarra. Se le veía aún más pequeño y flaco de lo que Mei recordaba. Su rostro, que nunca pareció joven, ahora claramente revelaba edad.

– Llegas tarde.

– No es por mi culpa. Es aquí la princesa -Hermana Mayor Hui dejó caer su cuerpo redondo sobre el mantel y señaló con un dedo a Mei.

– ¡Hermana Mayor Hui! -protestó Mei.

El Gordo dijo hola a las recién llegadas y les ofreció las bebidas. Mei cogió una botella de agua.

– ¿Cómo estás, Li? -se sentó junto a Li el Gorrión, haciendo que se ruborizara.

Todos sabían que Li el Gorrión siempre había estado enamorado de Mei.

– Me voy a Shenzhen. Ya he tenido bastante de Pekín y de la Agencia de Prensa Xinhua -declaró Li el Gorrión.

– ¿Qué? -gritó el Gordo-. ¡No me lo habías dicho! ¿Vas a renunciar al «cuenco de acero» por un periódico local privado? ¿Es que te has vuelto loco?

– ¿Qué tiene de estupendo la Agencia de Prensa Xinhua? No tenemos alojamiento, y el sueldo es miserable. Cuando terminamos la carrera, la cuestión era conseguir un trabajo en los departamentos importantes del gobierno. Ahora la cuestión es el dinero: si eres rico, eres alguien. Yo voy a ser jefe de redacción y a ganar un montón de pasta.

– No seas ingenuo -Hermana Mayor Hui abrió con un chasquido una lata de cerveza Qingtao-; ¿qué es el dinero comparado con el poder? Mei tenía un bonito apartamento individual cuando trabajaba para el Ministerio de Seguridad Pública. Viajaba en coche oficial y comía en los mejores restaurantes. No era rica, pero ¿a que vivía bien? Mira a tu jefe: no tiene necesidad de ser rico. Saca todo lo que necesita, y más, de su trabajo.

– Bueno, pero yo no voy a ser nunca el jefe de la Agencia de Prensa Xinhua. Hay que ser de una pasta especial para trepar por el poste del poder. Yo no soy así. Yo voy a ser rico. Tendré mi propio coche y mi propio apartamento.

– Yo no necesito un coche, pero me gustaría tener un techo sobre mi cabeza -suspiró el Gordo-. El Diario de Pekín es mucho peor que la Agencia de Prensa Xinhua. Ni siquiera me dan cama en un dormitorio comunitario. Tengo treinta años y todavía vivo con mis padres. Así que les he dicho a los casamenteros que sólo me interesan las chicas cuyos puestos de trabajo incluyan el alojamiento.

– En las Zonas de Economía Especial como Shenzhen, la gente como nosotros podrá pagarse su propio apartamento -Li el Gorrión aspiró su pitillo.

– ¿Y qué pasa con tu empadronamiento en Pekín? -le preguntó Mei-. Lo perderás si te vas. ¿Es que no vas a querer volver nunca?

Mei se entristeció. Li el Gorrión siempre había sido un sufriente y desesperado romántico. Hacía las cosas por pasión, a veces sin considerarlas debidamente. Por eso nunca encajó en el pragmático modo de vida chino. En ciertos aspectos, Mei sentía una fuerte conexión con él. Ambos eran marginales, aunque de distinto tipo. Li el Gorrión aspiraba a la aprobación y la aceptación de otros. Mei, en cambio, pensaba que nadie la entendía, y por eso no le importaba lo que pensasen de ella.

– ¿Quién no va a querer volver? -rugió una gruesa voz detrás de ellos. Todos se volvieron y vieron la silueta de un metro noventa de Guang y su cara tiznada alzándose por encima de ellos. Había estado trabajándose la pequeña cocina de gasolina que había del otro lado de la concha de piedra.

– Li el Gorrión. Se va a Shenzhen -dijo el Gordo, sacudiendo la cabeza.

– Mejor para él -dijo Guang, sentándose. Abanicó el humo del pitillo de Li el Gorrión para mandarlo de vuelta a su cara-. Por fin estarás con gente de tu talla -y se rió de su propio chiste.

Li el Gorrión, aunque procedía de la tierra de los gigantes (la septentrional provincia de Dongbei), era el más bajo de la clase.

Hermana Mayor Hui le dio a Guang un manotazo en la espalda:

– No seas burro.

El aviso no tuvo efecto. Guang volvió a reírse.

– Pero no pienses en pasarte a Hong Kong. Hong Kong va a regresar a la madre patria en unos pocos meses, así que te atraparíamos.

La mujer de Guang sacó una lata de cerveza. Él la abrió, bebió un sorbo y escupió.

– ¡No la has enfriado como te dije!

– Estaba helada cuando la compré -respondió su pequeña esposa. Le hablaba con voz tenue, evitando su mirada.

– ¡Tráeme una botella de agua! -le gritó él.

Al final llegó el marido de Hermana Mayor Hui, Ding, con la pequeña Po y las bolsas de comida. Habían tenido que conducir despacio por la colina la bicicleta cargada. La mujer de Guang se animó y fue a descargar la comida para prepararla. Ding charlaba con ella junto al hornillo. La pequeña Po quería jugar con su madre, así que Hermana Mayor Hui se la llevó a buscar flores por la hierba.

Los demás distribuyeron fuentes, cuencos, palillos, embutidos, empanadillas al vapor y arroz hervido. Cuando Guang fue a buscar su tabaco, Mei le siguió.

Ocho años antes, cuando terminaron la carrera, el Proyecto de Construcción de Hainan estaba a punto de despegar. El plan del gobierno era construir la mayor zona de libre economía del país en la isla de Hainan, con hoteles de cinco estrellas, centros turísticos internacionales e industrias modernas. Guang, que era miembro entusiasta del Partido, respondió a la primera llamada y se fue a Hainan en cuanto acabó la carrera. La experiencia le había vuelto más amargo.

– Guang, ¿por qué tratas así a tu mujer?

Guang encendió un cigarrillo y le dio varias caladas.

– Uf, no tendría que haberme casado con ella -se apoyó en un joven álamo-. Estaba desperdiciando mi vida en Hainan. Nos conocimos y pensé que al menos si nos casábamos habría logrado algo. Entiendo lo que está haciendo Li el Gorrión. Yo lo he hecho, yo he perseguido el dinero. Por todos los santos, me he pasado seis años en Hainan. ¿Me he hecho rico? ¡Chorradas! No se hace rico nadie más que los malditos jefes. Había tanta corrupción que millones de yuanes desaparecieron sin más. Si eres poca cosa como yo, ¿qué consigues? Seis años de tu vida perdidos y una mujer que no soportas.

– No es culpa tuya. El proyecto entero de Hainan era pura corrupción.

– Eso no es un consuelo para mí, ¿no crees?

Mei negó con la cabeza.

– No. Pero ¿es un consuelo machacar a tu mujer?

– Qué chorrada -Guang tiró el pitillo al suelo-. ¿Por qué no puedes ser amable alguna vez? Tenme un poquito de compasión -trituró el pitillo con el pie y se alejó a paso largo.

Cuando la comida y la cerveza estuvieron listas sobre el mantel de picnic, todos ellos se juntaron alrededor y comieron a placer.

El sol estaba ya alto en el cielo. El día se estaba poniendo más caluroso.

Los antiguos compañeros de clase intercambiaban noticias de la vida y el trabajo. Bajo la mirada vigilante de Hermana Mayor Hui, todos evitaron el asunto de la marcha de Mei del Ministerio de Seguridad Pública. Mei sonrió a su amiga y le dio las gracias con los ojos.

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